Visto y Oído
Emperatriz
Feria de Málaga
Málaga/Una mujer de no menos de sesenta años que atraviesa la calle Ollerías vestida de gitana, con su peineta y unos enormes pendientes que podría emplear como arma arrojadiza llegado el momento, lo explica a la perfección a su compañero, quien, con sus pantalones cortos, sus zapatillas de tela y el gorrito de paja que no llega a cubrirle toda la cabeza, pareciera celebrar a la altura una recién adquirida condición de jubilado: “José Miguel, es que yo ya no me acuerdo de cuándo empezó la Feria”. Ni ella ni nadie, o casi. Lo que sucediera antes del 14 de agosto queda sumido en una nebulosa informe y confusa: da la impresión, a estas alturas, de que la Feria siempre ha estado aquí, en el centro, con sus verdiales, sus sevillanas, su Cartojal, su botellón, su mobiliario urbano destrozado y sus conciertos en las plazas. La edición más prolongada de la historia de la Feria de Málaga ha prendido consecuencias hipnóticas, como si esta conquista estuviera dispuesta a durar siempre, como si ya no supiéramos vivir sin esto. A partir del domingo le espera a la ciudad la Gran Depresión, la desubicación y el desarraigo, su transformación en escenario para una obra de Beckett, a ver cómo nos las vamos a apañar sin sortear cristales rotos en las aceras ni aglomeraciones en la Plaza de Uncibay. De momento, la jornada de ayer viernes no revistió la afluencia que prometía como puerta abierta al segundo fin de semana de Feria, al menos en el centro, si bien el Real sí se llenó hasta los topes una vez caída la tarde. En realidad, la jornada se vivió en una progresión creciente, de menos a más, en relación con el ir y venir de equipajes y visitantes que se pudo ver durante todo el día: Málaga se convirtió así en tierra de acogida a mayor gloria de la ocupación hotelera, con la difícil tarea de ofrecer estancia y acomodo a buena parte de la población mesetaria desplazada hasta aquí para pasarlo en grande. Estaba claro que para que esto durara tantos días hacía falta un recambio, y éste llegó ayer en carretera y a bordo del AVE. El turismo internacional, por su parte, sigue su lógica estacionaria y llega a la Feria de refilón, aunque desde luego no escatima en entrega. Al menos en el centro, daba la impresión de que lo resuelto el viernes sirvió para mantener a punto el desenlace de este sábado; aunque no faltaron los excesos y contrastes propios y consabidos.
El Real ha vivido en esta Feria una lógica parecida y, por otra parte, previsible: un primer tramo hasta el pasado domingo con una afluencia elevada, también al mediodía en las casetas, y un paréntesis posterior con demasiados huecos que empezaron a cubrirse ayer. Una Feria con tantos días invitaba a esperar un desenlace semejante, pero se da la paradoja de que la ampliación del paréntesis ha prodigado una Feria más cómoda, accesible, amable y ordenada que de costumbre, aunque sólo sea porque nadie tiene cuerpo ni financiación para quemar hasta el fondo todos y cada uno de los días programados, por más que los vecinos del centro hayan tenido que hacer frente a los mismos abusos de siempre. Es decir, cabe preguntarse si una Feria con la aglomeración concentrada en sus extremos y tantos días en medio sin la ocupación que según el sector hostelero es necesaria para que esto salga rentable tiene sentido o si, tal vez, convendría concentrar los esfuerzos para garantizar la mayor ocupación en el número imprescindible de días y así, de paso, reducir el castigo al que se ve sometido el centro de la ciudad. En cualquier caso, lo más seguro es que éstas y otras preguntas volverán a ponerse encima de la mesa el año que viene. Mientras tanto, el desmadre que promete sacudir hoy a la ciudad no será pequeño. Y después habrá que volver a aprender a andar para llegar a alguna parte.
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