Mientras el cuerpo aguante y más allá
Feria de Málaga
En condiciones normales esto ya estaría visto para sentencia, pero una semana después la Feria vivió ayer una jornada a rebosar en el Centro y el Real como si no hubiera un mañana
Málaga/UN chaval que no debe tener más de años llama la atención del transeúnte. Le conmina a acercarse haciendo un gesto llamativo con la mano e inclinando su cabeza. “Perdona, es que mi tía vive aquí detrás y está sola, ¿me das dinero para comprarle una cosa”?, dice. Es la calle Huerto del Conde. Un tipo que viene sin camiseta salta el muro de un solar con la agilidad de un gato y se queda dentro, fuera de la vista de todo el mundo. Desde Jerónimo Cuervo vienen tres amigotes haciendo eses. Parecen llegar muy abrazados, pero en realidad los dos de los extremos sostienen como pueden al del centro, que languidece con los ojos cerrados cual Cristo de adovación dudosa. Son casi las tres de la tarde y mientras se avanza por la calle Cárcer, rebosantes las terrazas y calientes las aceras con gente con ganas de fiesta, incluida la pandilla de amigos que improvisa unas sevillanas a destiempo, el fragor rumbero que sube desde Uncibay daría para hacérselo pensar dos veces a Gengis Kan antes de invadir Mesopotamia. El centro está atestado. Hay gente que baila, ríe, llora y bebe. Los bordillos de Casapalma son una oda al bocata, a la porción de pizza y al cartón abandonado, aunque las papeleras están llenas y no hay dónde dejar los residuos. Del chino de Beatas y de la licorería de Comedias salen consumidores de alcohol con sus botellas y sus bolsas de hielo. El botellón que se prolongará hasta bien entrada la noche es ya una realidad: el contenido de las mismas bolsas se despliega a lo largo y ancho de Calderería y hay que pisar con tiento en la pista de patinaje. En la Plaza del Carbón, el gentío baila en una mescolanza babilónica en la que caben turistas afroamericanos que hacen fotos a todo lo que se mueve, muchachotes con flores en el pelo y camisetas empapadas dispuestos a mantear a un incauto cual si de Sancho Panza se tratase, vendedores de biznagas, un matrimonio entrado en años que se las ve y las desea para llegar a Sánchez Pastor, una charanga que ataca por I will survive y un repartidor de Glovo que no sabe qué hacer con su bicicleta ni con su paciencia. Hace una semana que comenzó la Feria y en circunstancias normales el personal estaría ya entregando la cuchara, pero aquí no parece haber un mañana mientras el cuerpo aguante. Poco después, empieza la lenta inversión de los polos, con la deshabitación de algunas calles principales para la progresiva acumulación del entorno de Uncibay. Para cuando la música deje de sonar, el trasvase habrá culminado y quedará elbotellón como único argumento. Tras la fiesta, además de una buena remesa de basura, la calle Larios deja a su paso un cierto aroma de nostalgia y agotamiento.
La Feria, ciertamente, pone a prueba los modelos de convivencia que Málaga es capaz de poner en juego. Pero no sólo en el centro. En Cortijo Alto, junto al Recinto Ferial, los vecinos vuelven a afrontar los problemas de siempre: dificultades para acceder a sus propias viviendas, destrozos en los jardines y el mobiliario urbano y la prolongación del botellón que se expande desde el Cortijo de Torres y que aquí, con menos vigilancia, se practica con más impunidad pero igual ruido. Se quejan los vecinos de que llevan demasiados años reclamando soluciones al Ayuntamiento, sin éxito. Y lamentan que este año son muchos los días en que se les priva del descanso y sufren agresiones que a menudo, cuando afectan a sus propiedades particulares, tienen que pagar de sus bolsillos. Mientras tanto, a un tiro de piedra, continúa la ilusión de grandes y mayores en un festival de carricoches, casetas, tómbolas y demás enjundia en el que, por cierto, tampoco cabía anoche un alfiler más. Quien esté exento de la paradoja feriante, que tire la primera piedra.
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