Jueves de silencio

Coronavirus en Málaga

La idea de que el infierno son los otros cobra un especial sentido estos días en las aceras más estrechas de la ciudad

En el confinamiento doméstico, los vecinos trenzan nuevos mecanismos de comunidad cívica, más allá de las caceloradas, los aplausos y los conciertos improvisados

Un hombre cruza el Puente de las Américas con una mascarilla.
Un hombre cruza el Puente de las Américas con una mascarilla. / Javier Albiñana

Málaga/Son las diez de la mañana. En un bloque de viviendas de la Alameda de Capuchinos hay dos vecinas asomadas a sus balcones. No se ven, pero se escuchan. Una de ellas da el parte del día anterior a la otra, en voz alta, con lo que entablan un diálogo singular: "¡Hay cuatro fallecidos más, en total ya van diez!" "¿Y los infectados?" "¡Más de trescientos!" "¿Y el ejército?" "¡Están desinfectando el aeropuerto y la estación!" "¡El otro día vio mi Paco un tanque con una megafonía que iba mandando a todo el mundo a su casa!" En éstas, otra vecina se mete en la conversación: "¡En Ronda ya está la Legión en la calle!" "¡Pues si vienen a Málaga, que lleguen en barco y así tenemos Jueves Santo!", responde la primera informadora. Este otro jueves cuaresmal, sin embargo, promete un ambiente bien distinto del que ofrece a su paso el Cristo de la Buena Muerte: las vecinas hablan desde sus ventanas y sus lavaderos como única excepción al silencio. Sin estas charlas espontáneas, el barrio parecía del todo deshabitado. No obstante, conforme el camino conduce hasta El Molinillo, se incorporan otras excepciones. Desde la ventana de una casa suena Raphael, Digan lo que Digan, como un himno cantado a vida o muerte. Hay inquilinos reguetoneros que no perdonan ni siquiera esta mañana con su ritmo machacón. Si a alguien se le ocurriera establecer un ranking a lo 40 Principales en esta cuarentena, Rosalía seguiría ganando por goleada. Pero es en las conversaciones donde más vale la pena detenerse. En Martiricos, donde una cantidad ingente de población resiste confinada en viviendas en su mayor parte pequeñas, dispuestas en edificios de gran altura, los vecinos distraen el tedio hablando con los del bloque contiguo a grito pelado de casi cualquier cosa: de lo que bien que le vendría a Málaga ahora un Joaquín Peiró, de que tal vez el discurso del rey no fue el mejor de los posibles pero mira es que el pobre tendría la cabeza puesta en el golfo del padre, de que por lo menos nos quedamos aquí metidos hasta Semana Santa, pues nada, el Domingo de Resurrección todo el mundo a la calle, de que en el Carrefour trae ahora más a cuenta comprar el pescado fresco que congelado. Ahora que asistimos a caceloradas por la República, aplausos al personal sanitario, convocatorias para jugar al bingo y hasta para hacer aerobic en ciertas urbanizaciones y conciertos como el de Francis Bonela, capaz de detener el tiempo con un martinete cantado desde el balcón de su casa en Ciudad Jardín, cabe considerar que, no obstante, la crisis sanitaria ha hecho emerger un nuevo sentido de la vecindad, tal vez de la comunidad. Y quizá es bueno que así sea. Por más que, como diría Roy Batty, una vez que podamos salir a la calle todas estas impresiones se perderán como lágrimas en la lluvia.

Entre quienes trabajan de cara al público ya empieza a hacer mella, además de la preocupación, el cansancio

En las aceras, sin embargo, no hay vecindad posible. Especialmente si son estrechas. En las colas armadas frente a supermercados y panaderías, que vuelven a ser nutridas este jueves, el respeto de la separación de un metro entre clientes se hace escrupuloso. En calles muy pobladas pero de calles estrechas, como en Eugenio Gross, el que camina en dirección contraria a la nuestra, a nuestro encuentro, se convierte directamente en sospechoso, lleve mascarilla o no. Así que, entre los transeúntes que se dejan ver, abundan los que se bajan a la calzada con tal de garantizar la distancia mínima de seguridad. Lo peor, no obstante, son las miradas que se cruzan en tales entuertos, especialmente si los peatones llevan la mascarilla puesta y resulta imposible colegir un gesto de complicidad más allá del contorno exacto de los ojos. La evidencia de que cualquiera que pase por la calle puede funcionar como foco transmisor del contagio parece invitar a la absoluta desconfianza. La fatal sentencia de Sartre por la que el infierno son los otros adquiere aquí un rango proverbial en la praxis. En los comercios abiertos, además, el cansancio, la incertidumbre y sobre todo la vulnerabilidad ante la exposición constante empiezan a abrir un hueco cada vez más profundo, sin que este comprensible hartazgo reduzca un ápice el compromiso ni la eficacia. Cada día que pasa, la gente, especialmente quienes trabajan de cara al público, se muestra menos amable. Pero prevalece, sobre todo, la comprensión. La certeza de que una mascarilla puesta, aunque nos prive del gesto, es una muestra de solidaridad y prevención. Y no son pocos los clientes y meros transeúntes que expresan a las claras su agradecimiento a quienes se parten la espalda fuera de sus casas. En un supermercado cercano al Hospital Civil, una cajera que ha entablado una breve conversación con un comprador se derrumba y echa a llorar. Y es que con esta epidemia se corre el peligro de acabar no sólo enfermos, también cansados. La única conclusión a la que se puede llegar tras contemplar una escena así es que también habrá que poner remedio al hartazgo. Si no, algo se habrá perdido para siempre. Las conversaciones desde los balcones no serán suficientes.

Una farmacia de guardia, en el centro.
Una farmacia de guardia, en el centro. / Javier Albiñana

Precisamente, en Eugenio Gross el tránsito de vehículos y peatones es muy inferior al de un día cualquiera pero sorprendentemente álgido para un estado de alarma. "Esto es una vergüenza, como la gente no se quede en sus casas vamos a estar encerrados hasta Navidad", se lamenta una vecina que viene del supermercado, cargada de bolsas y con su mascarilla puesta, antes de entrar en su portal. Tiene razón, aunque resulta difícil identificar a quienes vulneran las condiciones impuestas: hay gente que va por las aceras, pero prácticamente todos, salvo alguna triste excepción, lo hacen solos. No es difícil advertir que en su mayor parte van o vienen de hacer la compra. Una madre joven lleva a su niño, que no tendrá más de un año, en un cochecito; pero no todo el mundo tiene con quién dejar a sus hijos. En las ventanas, la gente sigue hablando, criticando a Pedro Sánchez, poniendo la olla a cocer, compartiendo recetas, discutiendo sobre las tareas escolares. Cerca de La Purísima, un parque infantil se presenta al paso debidamente clausurado. Aquí el silencio es total y absoluto: no llegan las charlas a balcón abierto, ni la música, ni el ruido del tráfico. Sólo un vacío esmerado y aséptico, como ganado a pulso. Igual que en el centro, que ya es el centro de una ciudad muerta, ya que allí los vecinos y los supermercados, por obra y gracia de eso que llaman gentrificación, son menos. Eso sí, mientras imagina uno los niños que echan de menos las tardes en estos columpios que ahora parecen abandonados y oxidados, sólo se le puede responder a Sartre que no tenía razón. Y preferir, con mucho, la conclusión que alcanza Albert Camus en La Peste: ante la mayor fatalidad, ante la convicción de que estamos solos, el único remedio posible es el afecto humano. Aunque, de momento, prefiramos no cruzarnos en la acera.

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