Málaga: conocerse es quererse
Calle Larios
Seguramente donde más se parece nuestra ciudad a una gran urbe cosmopolita es en la atomización y dispersión de sus barrios, en los muros invisibles que separan a los vecinos de sí mismos
Málaga: lo nuestro es de todos
Málaga/Nos invitó Mari Carmen Mestanza a la vega que hace honor familiar a su apellido y allá que acudimos, en una jornada fría y lluviosa pero altamente ilustrativa. Comprobamos in situ la magnitud de la atrocidad que entrañaría la construcción de la depuradora aún prescrita para el área por la Junta de Andalucía, un equipamiento que se llevaría por delante veintinueve hectáreas de cultivo y que condenaría a muerte, sin remisión, a este pulmón fundamental para el equilibrio medioambiental de la capital malagueña y buena parte de su provincia. Dado que la extensión, a la misma orilla del río Guadalhorce, es fácilmente inundable, la solución esgrimida por el Gobierno andaluz desde hace ya demasiados años es digna de Pepe Gotera: la elevación de la misma depuradora a una altura de cuatro metros y medio mediante la instalación de una superficie de hormigón a lo largo y ancho de esas veintinueve hectáreas. Todo, en fin, muy económico, respetuoso y sostenible, acorde con estos tiempos de sensibilidad ecologista, carencia de recursos y urgencia climática. A día de hoy, y gracias en gran medida a la denuncia presentada contra el proyecto por la plataforma ciudadana empeñada en salvar la Vega de Mestanza, la iniciativa se encuentra en compás de espera, pero de ninguna manera ha insinuado la Junta su intención de bajarse de tan nefasto burro (tendría que explicar alguien de los anteriores gobiernos autonómicos o del presente por qué al menos otros cuatro posibles emplazamientos para la depuradora fueron descartados para poner todos los huevos en la cesta más cara y más destructiva; y habría que ver a quién perjudicaría cualquiera de las alternativas), ni siquiera de pensárselo. Nos contaba Mari Carmen Mestanza que Juanma Moreno le ha prometido personalmente ir a ver la vega, aunque de momento no ha cumplido su palabra. Sí lo ha hecho el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, y otros políticos y representantes institucionales, hasta Macarena Olona, así que ya me dirán ustedes. Y, en este sentido, nuestra anfitriona hizo un apunte interesante: “Durante algún tiempo fuimos a los despachos, a convencer a unos y a otros de que meter la depuradora aquí era en un crimen, hasta que nos dimos cuenta de que eso no valía para nada. Teníamos que lograr que la gente viniera, porque sólo aquí, en la vega, puede uno darse cuenta de lo que representa este paisaje y de lo que supondría acabar con él”. Y tenía razón: la extensión natural, abierta junto al río y atravesada por la línea que separa los términos municipales de Málaga y Alhaurín de la Torre, con sus naranjos y el silencio que envuelve el entorno, ofrece una perspectiva única del sitio, con vistas lo mismo al Aeropuerto que al Torcal de Antequera. Málaga parece aquí otra cosa, como si la memoria remontada a los antiguos pobladores fenicios perviviera en una quietud intacta. Mari Carmen se lamentaba de que sólo unos pocos saben que la Vega de Mestanza existe, y consideraba que este desconocimiento representa el principal obstáculo para preservarla. En realidad, cabría ampliar esta apreciación respecto a Málaga en su conjunto: un territorio que no sólo se olvida de sí mismo, sino que, incluso, apenas se conoce ni sabe dar norte de sí. Y esta especie de vivir de espaldas a lo que se es entraña un riesgo ciertamente letal.
Cuando visité Nueva York supe que muchos ciudadanos de Brooklyn nunca han puesto un pie en Manhattan. Más aún, me contaron que no es difícil encontrar en el East Village a gente que en su vida ha ido más allá de Union Square. Recordé este detalle cuando Mari Carmen Mestanza me señaló un cartel que bautizaba la vega como el Central Park de Málaga. Lo mismo cabría decir de capitales como Londres, París o Madrid: cada hijo de vecino tiende a montar el fuerte en su plaza y presta menos resistencia a un crucero en el Caribe que a desplazarse tres barrios más allá dentro de su propia ciudad. Málaga no es una ciudad muy grande, y sus barrios son por lo general pequeños, pero en el imaginario popular se encuentran atomizados, dispersos. En esto sí que nos parecemos a las grandes urbes metropolitanas a las que queremos imitar con tanto afán: a menudo me llama la atención la frecuencia con la que no pocos malagueños de pro me cuentan que no recuerdan la última vez que estuvieron en El Palo, en San Julián, en Campanillas, en Carranque o en el barrio que ustedes quieran, no necesariamente periférico. Demasiada gente, parece, hace su vida a tenor de las dos o tres directrices de siempre y termina dudando sobre si Portada Alta existe realmente o es, como Mordor, un país imaginario. No sería descabellado concluir que, a estas alturas, donde no hay un museo no hay mucha tela que cortar. Al mismo tiempo, los escaparates más promocionados tienden siempre a confluir en ese Centro cada vez menos habitado y menos habitable, como si Málaga fuese una realidad muy pequeñita, abarcable en toda su dimensión entre una terraza y la siguiente. Resulta más que loable, por tanto, el trabajo que colectivos como Cultopía y la Asociación Cultural Zegrí desempeñan para presentar Málaga a los malagueños. Pero tampoco sobraría más empeño por parte de los servicios educativos del Ayuntamiento en este sentido, con rutas dirigidas a grandes y pequeños bajo el único y exclusivo objetivo de dar a conocer la ciudad en su dimensión real. Porque conocerse, decía el clásico, es empezar a quererse.
Sospecho, al cabo, que es más fácil aceptar que los rascacielos son una solución mucho mejor que un bosque urbano para el futuro de Málaga cuando tu idea de la ciudad se restringe a las tres calles de siempre y cuando sabes más de tu ciudad por los periódicos que por la experiencia directa. No se trata sólo de comprobar cómo crecen otras ciudades y qué modelos aplicados ahí fuera pueden ser interesantes para Málaga, también hay que conocer bien Málaga, cómo respira, cómo se articula, dónde cojea y dónde se lleva el trofeo. Y convendría distinguir esta premisa como un deber cívico, porque, de lo contrario, me temo que a la ciudadanía no lo quedará más papel en esta función que el de vocera de los mandamases de turno. Háganse un regalo y vayan a ver la Vega de Mestanza, a un tiro de piedra del PTA, y comprobarán lo diversa y rica que es Málaga. Eso, para empezar.
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