Málaga y el derecho a la ciudad

Calle Larios

El conflicto entre las distintas fórmulas para la rentabilidad extractiva del espacio público sólo puede resolverse desde el reto que plantea la habitabilidad del entorno urbano en el presente

Un paseo (en metro) por el Hades

El andén 9 y 3/4

No hay sensibilidad, tampoco espacio: pronto, ni siquiera habrá ciudadanos. / M. H.

Málaga/En su ensayo El derecho a la ciudad, publicado en 1968, el filósofo francés Henri Lefebvre apuntaba entre sus conclusiones lo siguiente: “La realización de la sociedad urbana reclama una planificación orientada hacia las necesidades sociales, las de esa misma sociedad urbana. Es necesaria una ciencia de la ciudad, de las relaciones y correlaciones en la vida urbana”. Aunque advertía: “Estas condiciones, aunque necesarias, no bastan. Se hace igualmente indispensable una fuerza social y política capaz de poner en marcha estos medios”. También vale la pena rescatar esta afirmación: “El doble proceso de industrialización y urbanización pierde todo sentido si no se concibe a la sociedad urbana como meta y finalidad de la industrialización, si se subordina la vida urbana al crecimiento industrial. Proclamar la racionalidad industrial como necesaria y suficiente equivaldría a destruir el sentido del proceso”. Lefebvre asociaba aún urbanización e industrialización como un par indisoluble en la definición de la ciudad como espacio distinto del entorno natural: desde el 68 ha llovido lo suficiente como para que, por una parte, la industrialización haya dejado su lugar en esta asociación a una competición interurbana sostenida en marcas variopintas pero librada en el escenario de la industria común llamada turismo; y para que, por otra, corresponda matizar el afán transformador ex natura que la inclinación marxista de Lefebvre le impide someter a crítica como signo inevitable. Pero resulta interesante todavía, a estas alturas, el modo en que el filósofo advierte de los riesgos que entraña un desarrollo urbano dirigido a la satisfacción de las necesidades de la propia ciudad entendida como constructo teórico, incluso ideología, en lugar de las necesidades de la sociedad que la habita.

En la pugna por la rentabilidad económica del espacio público, habría que preguntarse quiénes son aquí los beneficiados

He vuelto al ensayo clásico de Lefebvre estos días al comprobar cómo, en las últimas semanas, los dos principales agentes de la rentabilidad financiera del espacio público en Málaga, las cofradías y la hostelería, han librado un peculiar conflicto a la hora de hacer prevalecer sus derechos y de exigir respeto a sus actividades. Las imágenes viralizadas de mesas servidas o amontonadas ante las fachadas de los principales museos de la ciudad (lugares protegidos por su calidad patrimonial) para dejar suficiente lugar de paso a las procesiones nos hablan de falta no sólo de sensibilidad, también de espacio. Los responsables de las hermandades sostienen, con razón, que sus desfiles ejercen un atractivo turístico inestimable, mientras que los portavoces del sector hostelero insisten en que son los bares y restaurantes los que traducen ese atractivo en ingresos y empleo. Cada cual se arroga, por tanto, el derecho a disponer del espacio público en términos de rentabilidad, pero habría que preguntarse a quién beneficia tal rentabilidad. La hostelería lamenta que le faltan trabajadores, pero lo cierto es que las condiciones de sus empleos dejaron hace ya mucho de satisfacer las necesidades de la mayor parte de la sociedad malagueña (y habría que añadir: afortunadamente). Lo único que la misma sociedad puede saber, a ciencia cierta, es que el criterio único de la rentabilidad extractiva, a cualquier costa, ha agotado el espacio público en esta ciudad. La imagen de la calle San Agustín surcada como una trinchera entre mesas, clientes, tronos y nazarenos hablaba por sí sola. La peatonalización del Centro que hace veinte años se promovió como una conquista ciudadana no era más que la preparación del escenario para que la maquinaria surtiera su rentabilidad prometida, por encima del comercio local y de los vecinos, a los que amablemente se les sigue invitando a que se vayan a vivir al campo si quieren disfrutar de su derecho al descanso. Con la decisión inequívoca de aplicar el mismo modelo al resto de la ciudad como solución a la degradación de los barrios, y con la entrada en juego de otros agentes altamente gentrificadores como el sector tecnológico, la lógica sigue su curso y, una vez agotadas las posibilidades del Centro, devora ya el espacio público de otras áreas.

Ante un futuro inmediato marcado por el clima árido y las sequías prolongadas, el mismo empeño sólo puede conducir a la ruina

Cuestión aparte es el éxito del discurso de los mismos agentes de la rentabilidad en su consideración como únicos responsables de la sostenibilidad económica de Málaga. Tal consideración, de hecho, es la causante del conflicto de las últimas semanas en la medida en que cada uno ha intentado hacer prevalecer su derecho a la extracción por encima del de cualquier competidor. Sin embargo, en una ciudad en la que se está dando ya una sustitución poblacional a gran escala, en la que el derecho a la vivienda ha quedado fulminado y en la que se proponen sueldos con los que de ningún modo se pueden afrontar los gastos que tal sustitución exige, sólo se puede concluir, con Lefebvre, que tal rentabilidad no sólo no ha beneficiado en nada a la sociedad malagueña, sino que es la causante directa de su erosión y más que posible desaparición. Ahora, la pregunta pertinente nos la sigue formulando Henri Lefebvre: ¿Cómo garantizar el derecho a la ciudad en el siglo XXI? La respuesta, si es que queremos atender a las necesidades de la sociedad y no de la marca, tiene que ver con una inversión de los criterios y con la sustitución de la rentabilidad por la habitabilidad. La verdadera dimensión del reto está bien definida: ante un futuro inmediato marcado por el clima árido y las sequías prolongadas, el mismo empeño en la rentabilidad inmediata sólo puede conducir a la ruina. Málaga necesita recuperar su espacio público y dotarlo de zonas verdes, administrar sus recursos con mucha más cautela y restar densidad a un urbanismo desquiciado. Si es que queremos seguir viviendo aquí y que sigan viniendo turistas en los próximos años. No hay muchas opciones distintas de la renuncia a la extracción milimétrica y al aprovechamiento masivo, y eso pasa por atender a las necesidades de los ciudadanos para que Málaga parezca una ciudad atractiva a los visitantes. Es decir: lo que hoy parece una paradoja extrema es la clave de la supervivencia, que es lo que nos jugamos. ¿Será Málaga capaz de asumir semejante audacia? En honor a la verdad, no parece muy probable. Pero también cabe recordar que los derechos no se piden. Se conquistan.

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