Málaga: un paseo (en metro) por el Hades
Calle Larios
Faltaba que el invento llegara al Centro para que la ciudad latiera también aquí abajo en todas sus hechuras, espléndida, quizá aún callada y previsora pero ya en su manifestación fidedigna
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Málaga/Caigo en la cuenta de que ha pasado mucho tiempo desde el último café en la Gran Plaza, así que decido saldar la cuenta con la visita correspondiente. Llego a la estación de metro de Atarazanas y emprendo el descenso hacia las profundidades a lomos de la escalera mecánica, cual Eneas en busca de su padre Anquises en el reino del Hades. Todo rezuma el olor ilusionante de las cosas nuevas, el juguete recién desempaquetado, la ambientación puesta hace unos días. La mañana radiante de primavera ha quedado atrás, pero la temperatura es perfecta. Una vez tentada la conquista, el recinto exhala las coordenadas propias del no lugar, una impresión reforzada por el escaso personal congregado. Apenas un matrimonio, otro usuario y un servidor indagamos en los expendedores automáticos de los billetes para dar con la fórmula apropiada. Un empleado con chaqueta protocolaria nos atiende amablemente y de manera eficaz para darnos a cada uno lo nuestro: “¿A dónde se dirige usted?” “A ver a mi suegra”, responde el viajero apostado junto a mí. “¿Y dónde vive su suegra?” “En Barbarela”. “Bien, ¿quiere billete de ida y vuelta, o sólo de ida?” “De ida y vuelta, por favor, asegúrese”. El empleado nos indica a cada uno las líneas que debemos tomar, las conexiones que tenemos que tener en cuenta y los cambios que proceden en cada caso en función del destino. Apenas un minuto después estoy en el andén, que ciertamente se ve pequeñito, aunque el metro ya nos espera en la vía para emprender la marcha y no hay tiempo para recrearse demasiado, de modo que subimos. Tampoco encuentro a bordo a muchos usuarios, apenas una pandillita de nativos, de edad diversa e interés variopinto, aunque predominan los varones que a esta altura del año calzan los pantalones cortados por encima de la rodilla que no se cambiarán hasta octubre, con lo que nos adentramos en un paisaje de espinillas peludas y alguna camiseta del Málaga. Cada cual va a lo suyo, con su móvil o con la mirada perdida en cualquier adorno puesto a disposición del respetable. En el vagón hay carteles que explican (otra vez) dónde corresponde hacer los transbordos a tenor del cambio de línea, el origen y la meta. Supongo que tengo que la lección bien aprendida, así que allá vamos. Las voces enlatadas alertan de las siguientes paradas con afán bilingüe y alguien celebra con ademanes de Chiquito el acento de Stratford con el que se nos avisa de que llegamos a El Pershell. Casi no hemos echado a andar y ya tenemos que bajarnos, bien, ahí vamos. Una joven equipada con el chaleco oficial del Metro de Málaga me pregunta mi destino con la misma amabilidad y me indica que para llegar a La Paz debo dirigirme al andén inferior, un nivel más adentro hacia el señorío de los muertos. Que tendría que haberme apeado antes incluso, en Guadalmedina, para no cambiar de nivel. Así que igual no tengo la lección tan bien aprendida. O igual he tomado el camino más difícil ex profeso para comprobar qué es lo peor que puede pasar aquí abajo. No importa: tengo mi óbolo listo en la mano para entregárselo al barquero. Y en menos de un minuto he ocupado mi puesto en el andén reglamentario.
De modo que aquí estoy, en la línea 2, la azul, en dirección al Palacio de los Deportes y con bajada prevista en la parada La Luz / La Paz, maravilloso binomio de resonancias meditativas. La tripulación es de nuevo discreta, aunque se hace notar con más ímpetu. Tomo asiento y, a mi espalda, una señora mantiene una acalorada conversación telefónica sobre la medicación que corresponde administrar a un familiar dependiente. Compruebo que aquí abajo la cobertura se mantiene intacta para el libre fluir de los datos, así que quien tiene una urgencia o echa de menos demasiado a los suyos puede desquitarse a gusto. Hay un par de charlas amenas entre vecinos de edad notable, con temas que oscilan entre el propio metro y sus líneas y el calor que está haciendo ya, madre mía, a ver qué vamos a hacer en julio, y como no llueva a ver dónde nos metemos, la cosa pinta fea. En este tren no hay avisador sonoro, así que sólo cabe imaginar el acento inglés con el que la voz enlatada pronunciaría “Princesa / Huelin”. Conviene, de hecho, prestar atención al recorrido: apenas diez minutos después desde que salí de Atarazanas me doy cuenta de que la estación a la que acabamos de llegar es la mía, La Luz / La Paz. Nunca se me habría ocurrido que ambos extremos podían estar en realidad tan cerca. Y es entonces cuando reparo en la conexión real que el metro procura en buena parte de la ciudad. Tomar conciencia de que el barrio está a diez minutos del reloj del Centro invita a pensar en Málaga de otra manera, tal y como habíamos hecho con Madrid, con Barcelona, con todas las ciudades que hemos visitado y en la que nos hemos valido del metro justamente cuando hemos necesitado acortar tiempo y espacio. Jugar en casa constituye una experiencia aún anómala, pero prometedora. Sólo faltaría que tal conexión abarcara mucho más para que el juego fuese en serio.
Subo ahora las escaleras mecánicas y recupero la luz del día frente a la calle Beethoven, a un tiro de piedra de la Gran Plaza, en La Paz. Tomo asiento en la terraza y me las veo con un capuchino con nata mientras leo el periódico. Se sientan a mi lado cuatro veteranos de guerra con pintas de no andarse con tonterías: afeitados apurados, rostros enrojecidos, credo mangacortista y más canillas al aire. Empiezan a hablar de barcos y yo me acuerdo de Juan Carlos Cilveti. Hacen un recorrido por diversos astilleros españoles, deben ser ingenieros o algo parecido. Un chaval con gorra puesta del revés, camiseta con lamparones y el rictus propio de quien acaba de entender el Tractatus de Wittgenstein se acerca al cuarteto y les pide un cigarrillo. “Nos queda uno y es para después de comer”, espeta el que parece el jefe indio de la cuadrilla, ante lo que el chico se queda mirando unos segundos antes de seguir su camino sin abrir la boca, como dudando entre pedir perdón o rumiar y yo en el tuyo por si acaso. Termino el periódico y el capuchino. Vuelta a la estación, La Luz / La Paz, como en un haiku de Basho.
De nuevo en los dominios del Hades, el paisaje es completamente distinto. En el andén hay gente como para pararle los pies a Putin en Mariúpol. De todo: jovenzuelos con la intención visible de dejarse los restos en la playa, matrimonios de paseo, trabajadores de afanosa indagación en sus teléfonos móviles y corbatas arrugadas, amantes del solitario aislados en sus auriculares, varios acólitos dispersos de la mascarilla y, sí, turistas, algunos, hasta aquí acampan, con sus maletas, sus trolleys, sus mochilas, los ajuares con los que presuntamente van a volver a casa o seguir su odisea hasta más allá de este reino. El tren tarda seis minutos y llega ya con todos los asientos ocupados. Una vez que entramos el lleno es absoluto, como en un concierto de Raphael. Hay más conversaciones a distancia y en complicidad, más golpeteos de chanclas contra el firme, sombrillas dispuestas a modo de trincheras, vídeos de Instagram a todo volumen para que nos enteremos todos, un jolgorio primaveral, báquico, fraternal y lisérgico. El tema principal en los charloteos es ahora, claro, la Semana Santa: pero qué vamos a ver en el Centro si han vallado hasta la última esquina, pues a ver qué pasa con los bares, si han pagado por poner sus terrazas ese derecho tienen, pero qué te crees tú que pagan por poner las terrazas. Málaga, la bendita Málaga criticona, susceptible, abierta, currante, acomplejada, libre, mestiza y luminosa cunde también aquí abajo, fuera del sol y del terral que ya amenaza, y uno no puede más que sentirse agradecido, estamos en casa. Gran parte del personal se apea en El Perchel ávido de transbordos. La voz enlatada ha vuelto a advertirnos y se me ha subido una sonrisa a los labios. Yo hago lo propio en Guadalmedina. Ahora no tengo que cambiar de nivel: una vez salgo del vagón, avanzo diez pasos y ya estoy en el andén correcto, a la espera del vehículo que me llevará a Atarazanas. Apenas un suspiro, plisplás, vamos: salgo a la luz del día otra vez en la Alameda, me empapo de su frenesí, del tráfico, de la gente que va y viene, de los guiris en patinete y de la madre que nos parió a todos. Qué hermosa es esta ciudad que tanto nos duele a veces. Incluso bajo tierra.
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