Málaga y los movimientos geopolíticos
Calle Larios
Nuestra querencia futbolística únicamente entiende los éxitos por títulos, pero igual la mala experiencia con la dichosa Expo entraña una oportunidad para pensar la ciudad de otra manera
Historia de dos Málagas
Málaga: voy a pasármelo bien
Málaga/Cuando Francisco de la Torre habló de los “movimientos geopolíticos” que habrían cerrado el paso a Málaga para acoger la Expo 2027 en beneficio de Belgrado, me acordé de un gorrilla que viene de vez en cuando a facilitar el aparcamiento en la iglesia de la Victoria. Hace unos días, un señor aparcó su Audi en la cuesta contigua, se bajó del coche con su traje y su aire de CEO malaje e hizo oídos sordos a la mano tendida de este hombre, que le pedía un euro a cambio de echarle un ojo a su flamante vehículo el tiempo que fuese necesario. Cuando el recién llegado negó con la cabeza y sin mirarle a la cara para dejarle claro que no pensaba dejarle ni un céntimo, nuestro héroe, un tipo por lo general tranquilo y afable, con pinta de ir a lo suyo y conformarse con que no le molesten, empezó a increpar al conductor a voz en grito: “¡Tú no crees en Dios, ni en el Espíritu! ¡Tú sólo crees en Satanás!” Confieso que semejante reproche bíblico, formulado con autoridad ortodoxa, me ha hecho ver al aparcacoches de otra manera desde entonces. Para él, cada euro confiado a sus manos entraña una prueba de fe. No es cualquier cosa. Lo peor no era que el del Audi se negara a gratificarle, sino que esta postura delataba su falta de fe. Cuando uno no da, es que ya no cree que eso que pueda dar llegue a servir para algo. Percibí un pesar, dentro de la cautela que le es habitual, cuando el alcalde habló de aquellos “movimientos geopolíticos”. Como si nos acabáramos de dar de bruces contra un muro, como si nos hubiesen contado toda la maldita verdad sobre los Reyes Magos. Había movimientos subterráneos que impidieron que la candidatura más atractiva, la de Málaga, se impusiera en la decisión final a favor de Belgrado. Y me acordé de inmediato del estupor que surcó todos los rostros cuando se anunció que la Capitalidad Cultural de Europa iría en 2016 a San Sebastián, una candidata que nunca había figurado en las quinielas y cuya propuesta había sido más bien discreta. Málaga llegó a aquella decisión final convencida de su proyecto, muy a pesar de que buena parte de aquellas quinielas le daban la victoria a Córdoba (en realidad, las quinielas llegaron muy igualadas a aquel tramo final); pero, finalmente, el comité optó por San Sebastián en reconocimiento al proceso de paz desarrollado en el País Vasco, es decir, por razones que no tenían nada que ver con la cultura ni con los valores previstos en las bases de la convocatoria. Hubo entonces razones para perder la fe, pero aquí estábamos de nuevo, en pos del acontecimiento internacional que nos ponga definitivamente en el mapa. Y todo apuntaba a que llevábamos el mejor producto. Pero no contábamos con los chinos, ni con los rusos, ni con Putin, ni con los países no alineados, ni con el modo en que estos saraos funcionan como prebendas pactadas de antemano en el tablero mundial. Nos queda el consuelo de poder culpar al árbitro. Lo que, por otra parte, encaja con una querencia futbolística quizá demasiado acusada en la sociedad malagueña y su opinión pública.
Lo deseable sería, a partir de ahora, alcanzar esa mayoría de edad marcada, por más que tengamos que darle la razón al gorrilla ortodoxo de mi barrio, por la falta de fe. Por la aceptación de que en la concurrencia de las grandes citas internacionales los chanchullos están tan a la orden del día como en cualquier menester público o privado que usted, lector, considere. Y por la aceptación de que hay que afrontarlos si se quiere que a uno lo tomen en serio en estas lides. Parece que De la Torre ha dicho basta, pero, si Málaga aspira a volver a jugar a este juego, tendría que hacerse a la idea independientemente de que presente el mejor proyecto a las Olimpiadas, a otra Expo o al torneo mundial de ensaladilla rusa. Ya no nos vale lamentar después que los rusos son muy listos, y mira que les tenemos abierto aquí un museo, ni que los baremos fueron distintos de los anunciados. Si la primera ministra serbia, Ana Brnabic, se pasó cinco días en París antes del anuncio de la decisión final dejándolo todo atado y bien atado, a lo mejor el Gobierno español, al que se le supone suficiente capacidad diplomática, podía haber hecho lo mismo. Porque lo que sí es cierto es que el Gobierno serbio ha puesto bastante carne a este asador en clave nacional, mientras que a Málaga se le ha soltado de la manita para que vaya demasiado pronto por su cuenta. Así que, la próxima vez que decida gastarse tres millones de euros, haría bien el Ayuntamiento en pleno, con todos sus representantes, en tener claras las oportunidades con la mínima cantidad de fe, confiando lo justo en las capacidades propias que, ojalá haya quedado claro, no sirven tanto como creíamos, por más seguros que estemos de que Málaga es la mejor del mundo. Un pelín menos de arrogancia y un poco más de estrategia nos vendrán de perlas la próxima vez. Si es que realmente tiene que haber una próxima vez.
Porque estas frustraciones se cobran un precio especialmente elevado a nivel social en Málaga, donde los complejos acumulados, la absoluta certeza de que la ciudad no ha crecido más porque otras ciudades y otros gobiernos han puesto todo su empeño en impedirlo, han generado una óptica futbolística masiva que únicamente entiende los éxitos en función de los títulos obtenidos. Me temo que demasiados líderes, concejales, empresarios, portavoces y ciudadanos confunden Málaga con su Club de Fútbol. Un poco lo que Rafael Sánchez Ferlosio llamaba “borriquitos con chándal”: la única manera en la que se entiende la identidad propia es la derrota de la identidad ajena. Cada vez estoy más convencido de que si el Málaga ganara más competiciones, la exigencia ciudadana en términos democráticos sería más rigurosa y menos entusiasta (algo de eso pudo comprobarse cuando el equipo jugó la Champions); pero, como el Málaga está donde está, le toca a la ciudad saciar el hambre de títulos en otros torneos internacionales. Podemos, en fin, tomarnos esto en serio y jugar en serio, contar con que la próxima vez Putin va a volver a cobrarse la medalla que le devolvimos y que van a salir fantasmas debajo de las alfombras. Pecar con menos candor y más experiencia. O, a lo mejor, podemos, como Bartleby, decir que preferiríamos no hacerlo y concentrarnos en otra cosa. En tener la ciudad verdaderamente sostenible que no tenemos, por ejemplo. En darle una vuelta a los espacios públicos, en disfrutar más zonas verdes, en ajustar los desequilibrios y en favorecer la inclusión social bajo la convicción de que aquí no sobra nadie. Y, si tenemos que aficionarnos a algún deporte, optemos por el baloncesto, que es mucho más sano y nos da más alegrías. Esto de echarle las culpas a los movimientos geopolíticos, que es lo que venimos haciendo más o menos desde el 78, aburre ya un poco. Hay una ciudad maravillosa fuera del escaparate. Habrá que ganársela.
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