Historia de dos Málagas
Calle Larios
La histórica polarización social de la ciudad continuará, inevitablemente, en la medida en que se sigan asignando al desarrollo mecanismos económicos en sí polarizados: para que una Málaga crezca, otra tendrá que mermar
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Málaga/Hace unos días tuve la oportunidad de conversar con una responsable de una importante agencia de innovación europea, que acudió a Málaga para participar en un seminario organizado por la Unesco. La mujer alabó la transformación que había experimentado la ciudad en los últimos veinte años, que consideraba modélica, pero me expuso de manera discreta (de ahí que prefiera dejarla en el anonimato) algunas dudas. Me preguntó si, tal y como ella entendía, los pilares productivos en los que Málaga había asentado su desarrollo económico eran la tecnología y el turismo, y yo le respondí de manera afirmativa. Le maticé que el Plan Estratégico 2030 incluía otras cuestiones para la definición de la ciudad, como la cultura y la sostenibilidad, para lo que la Expo de 2027 resultaría un apoyo fundamental; pero convine en que, en términos productivos, Málaga ha asumido el reto de convertirse en un centro de innovación internacional y de consolidar a la vez su posición como atractivo turístico. Yo le pregunté después sus impresiones al respecto, y ella me respondió con dos ideas: por una parte, esa alianza entre tecnología y turismo es una quimera a la que aspiran justamente otras muchas ciudades en toda Europa que cuentan con una larga tradición como focos de atracción turística; y, por otra, la misma alianza implica la coexistencia de dos modelos de producción cuyas condiciones difícilmente pueden ser más dispares, con un sector donde son habituales los salarios elevados y los contratos estables y otro donde la estacionalidad y la precariedad siguen siendo abultadas. En consecuencia, concluyó, estos dos sectores ofrecen a las ciudades fuentes de financiación inestimables, aunque ahondan en la polarización social de sus poblaciones de un modo que podría resultar grave. Nuestra conversación concluyó aquí, con lo que me quedé sin aportar un último matiz: estos dos sectores podrán estar polarizados, aunque al mismo tiempo son interdependientes en la medida en que quienes vienen a ganar mucho dinero querrán gastárselo aquí también. Pero lo cierto es que esta apreciación no hace sino reforzar la conclusión de que, si la apuesta se mantiene en estos términos, Málaga necesitará a una élite especializada de muy alto poder adquisitivo y a una población dispuesta a trabajar en lo que toque por mucho menos. Lo que no viene a ser otra cosa que el capitalismo social en sus términos habituales. Otra cuestión es, claro, cómo gestionamos la convivencia, si es que vale la pena hacerlo o al final damos por buenos los extremos y que Dios nos coja confesados. El Plan Estratégico 2030 hace referencia también entre sus ejes a “una Málaga integradora e integrada”, pero a ver cómo se logra eso si necesitas que unos ganen mucho y otros muy poco.
Terminada la conversación con esta experta, comprendí que Málaga se dispone a convertirse, otra vez, en la que ha sido siempre: una ciudad que en realidad es dos, sólo que con un disfraz distinto. La polarización es aquí una cuestión endémica, como seguramente en muchos otros sitios, si bien la calidad de los recursos naturales, entendidos como objetos de aprovechamiento inmediato, ha conferido más transparencia a los procesos. Málaga tenía ya una sociedad fuertemente polarizada en la época islámica, con guetos más definidos que en otras ciudades del entorno; y la siguió teniendo tras la reconquista y su posterior repoblación, con nuevos habitantes abocados a ocupar estratos fuertemente preestablecidos para la reactivación de una urbe que se había quedado vacía de manera literal. Cundieron aquí a partir de entonces y a partes iguales la prosperidad y la miseria, la oportunidad y el fracaso, la distinción y el pozo ciego. Eso que llamaban Málaga la roja no era más que una ciudad polarizada entre una mayoría abocada a la absoluta falta de horizontes y una minoría que se limitó a exprimir aquellos recursos mientras le fue posible. Hoy, startups creadas hace menos de una década compran los principales edificios del centro para convertirlos en apartamentos turísticos (aclaremos que el nomadismo digital no es más que otra forma de hacer turismo) mientras cada vez más gente se ve abocada a la calle al no poder hacer frente al precio de la vivienda. Que el capitalismo funciona así y el liberalismo económico también ya lo sabemos desde hace mucho. Lo que quizá debería servir de motivo de preocupación es que se ajusten las vías del desarrollo inmediato de la ciudad a la misma polarización social y no se adviertan los riesgos que la jugada entraña sólo en términos de convivencia. Ya no se trata sólo de turismofobia: si conviertes los derechos de la ciudadanía en privilegios para quien pueda pagarlos, empezando por los espacios públicos, es razonable pensar que no todo el mundo va a estar contento.
O sí. Si algún indicador puede permitirnos confiar en que la integración será posible es el modo en que buena parte de la sociedad malagueña percibe esta polarización como oportunidad. Semejante congregación de turistas y residentes de alto standing garantiza el sostenimiento de otros standings no tan altos pero igualmente necesarios, aunque quienes los integren ni siquiera vivan en Málaga. Cuando en el mismo Plan Estratégico se avanza en la definición de la ciudad como una gran metrópoli que abarcaría toda la Costa del Sol, ya planteada desde 2007, se apunta justo en esta dirección. Y, sí, buena parte del debate en torno al rascacielos del Puerto, por ejemplo, sigue girando en torno a los empleos que esta estructura generará, aunque sus titulares tengan que desplazarse cada día cincuenta kilómetros o más para acudir a sus puestos de trabajo a cambio de salarios que muy difícilmente les permitirán llegar a fin de mes. Que sí, que Málaga va camino de ser una gran capital y este es el precio. Pero llama la atención lo poco que hemos aprendido de esas otras capitales ya veteranas, que llegaron a ser tales después de siglos de evolución (Málaga se ha visto obligada a completar el mismo recorrido en apenas dos décadas, tanto en términos poblacionales como productivos) y cuyos problemas de convivencia social son a menudo alarmantes. Tendremos, por tanto, dos ciudades, quizá muchas otras, y en ellas a cada vez más gente excluida del juego. No hace mucho resultaba oportuno sostener que nunca se puede hablar de desarrollo si el mismo no es común, general, de todos. Me temo que ahora tal apreciación ni siquiera tiene sentido.
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