Málaga: la ciudad de los famosos
Calle Larios
Nunca los quince minutos de fama que vaticinó Andy Warhol para todo el mundo habían tenido tanto sentido como aquí, donde es difícil no sentirse parte del espectáculo inagotable
Pero no tenemos la culpa de parecernos tanto a George Clooney
Réquiem por un mandaloriano
Málaga y el progreso
Málaga/Me contó la anécdota mi amigo Pablo, quien, aunque tocayo, es buena persona. Hace unos días, su padre acudió al hospital para someterse a un reconocimiento y, al salir, se encontró con un hombre joven que se dirigía a él a toda velocidad. El chico formaba parte del personal sanitario encargado de las ambulancias, andaba allí bregando con un vehículo y al verlo salió disparado a por él. Al alcanzarlo, el susodicho se dirigió al padre de Pablo entre avergonzado y dispuesto hasta que expresó a las claras su objetivo y le pidió un autógrafo. Habría sido un gustazo ver la cara del padre de mi amigo al recibir tal requerimiento, pero un autógrafo por qué, aunque por otra parte no es difícil imaginar la escena. Pero, ¿usted no salía en tal película, no es usted el que hacía de? Ahora, al reparar en su error ante la expresión del desconcierto de aquel señor que acababa de salir del hospital, con su rebeca al hombro y sus ganas de llegar a casa, lo bueno habría sido ver la cara de este profesional de la salud, arrebol cual tomate en la parra, consciente ya de su patinazo y de la inutilidad de sus excusas, disculpe usted, de verdad que le había confundido, es que es usted igualito a tal, vea usted esta película y me entenderá. En realidad, gracias al Festival de Málaga, historias como la del padre de Pablo no son ni mucho menos aisladas. Estos días la ciudad se llena de famosos, famosos de los de verdad, de los que salen en la tele, así que todo el mundo es susceptible de ser famoso en la medida en que todo el mundo es susceptible de parecerse a un famoso reglamentario. Como dice mi amigo Pablo: nos puede la cinefilia.
Durante los años en los que cubrí el festival me encantaba salir del Hotel Málaga Palacio después de haber hecho las entrevistas pertinentes, con mi acreditación todavía colgada al cuello (hay que llevarla ahí dentro sin remedio para que te permitan entrar y salir), y comprobar cómo los fans que aguardaban apostados a un lado y otro del pasillo de seguridad a la caza de un autógrafo o un selfie se ponían en guardia para percibir inmediatamente la desilusión en sus rostros, no es nadie. Hubo alguna vez, sin embargo, quien se empeñó en pedirme la foto o me extendió la libretita en la que cobijaba primorosamente sus rúbricas de Pablo Puyol y Macarena García con el convencimiento de que yo había salido en no sé qué serie; y, es más, quien incluso insistía cuando, amablemente, me ofrecía a sacar al fan de su error, bueno, da igual, algo tendrás que ver con todo esto, eso me vale. Lo de las acreditaciones, por cierto, tiene su miga: es cierto que estos días, como siempre en cada edición del festival, aparecen espabilados con el escapulario puesto en Pedregalejo, en el Soho, en la Misericordia y hasta en Torremolinos, pero es que si lo luces a todas horas es mucho más fácil que te confundan o que, directamente, te identifiquen con un pez gordo de la industria, este tío tiene que conocer por fuerza a Maribel Verdú. Málaga es, quien lo iba a decir, esa ciudad donde los quince minutos de fama que Andy Warhol vaticinó para todo el mundo se cumplen con fidelidad bíblica. La alfombra roja extendida desde la calle Larios hasta el Teatro Cervantes excita de manera poderosa la ilusión de que es posible, de que el famoso también es uno, de que cualquier día estarás paseando al perro y mientras el guarda urbano te pregunta si llevas la botellita con agua y vinagre cualquier espectador que se precie te estará pidiendo que le firmes la camiseta.
En realidad, la Málaga de los famosos trasciende el mismo Festival de Cine por mucho que tenga aquí su expresión más reconocible. La identidad cultural de Málaga se define especialmente a través del sarao, el cocktail de inauguración, la fiesta a la que vienen a pinchar Alaska y Mario, la gente guapa y el frenesí helicoidal de después. Digamos que el acontecimiento cultural sirve en esta ciudad, esencialmente, como medio para el fin contenido en la copa posterior. Cabría establecer una ley al respecto que explicaría el éxito de los museos en Málaga: a más museos, más exposiciones y, por tanto, más botellas descorchadas en cada puesta de largo y más ocasiones para estrenar modelo. Una vez que la capital de la Costa del Sol adoptó el criterio urbanístico de Marbella, desarrollista, especulativo y devorador, le faltó una jet set a juego, una beautiful people que completara el paquete, y encontró en la cultura la solución perfecta con un matiz interesante: frente a la exclusividad de la noche marbellí, aquí cualquiera tiene al alcance sentirse parte del escaparate. Es más, lo verdaderamente difícil es mantenerse fuera. Sobre todo porque fuera no hay nadie. También Cervantes debía pensar en Málaga cuando escribió El retablo de las maravillas.
Resultó sonada, en este sentido, la reciente recepción del Premio Málaga del festival a manos de la actriz Blanca Portillo, quien compareció en el Teatro Cervantes vestida con unos vaqueros y una camiseta. La intérprete se refirió a sí mismo como “mamarracha” y con ello no hizo sino aplicar el recurso que los cómicos vienen despachando desde Aristófanes: hacerse pasar por mamarrachos para delatar a los mamarrachos auténticos. Portillo reivindicó a las personas por encima de los disfraces, al amor por encima de la admiración y la caña compartida con los amigos por encima de las botellas de champán. Se refería a su profesión y a todas las mamarrachadas que la misma conlleva, pero podríamos establecer una reflexión similar en clave cívica. Málaga se ha creído tan en la cresta de la ola, tan reluciente en el escaparate, tan trasunto de Broadway, tan ensimismada en su fiesta de expos internacionales y sedes de Google, con sus saraos y su gente guapa, sus brindis y su alto standing, que cualquiera que vaya a cara descubierta y con la mayor franqueza queda relegado a una marginalidad cada vez más estrecha y pobrecita, al círculo dantesco de los bichos raros. Ya lo cantaba Rubén Blades: “Era una ciudad de plástico / de esas que no quiero ver / de edificios cancerosos / y un corazón de oropel”. Pero bueno, en fin. Tampoco tenemos la culpa de ser la tierra de Antonio Banderas ni de parecernos tanto a George Clooney. Haber escogido muerte.
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