De quién es Málaga
Calle Larios
Lo peor de ponerle precio a las ciudades es que siempre hay alguien dispuesto a comprarlas, así que tal vez la prosperidad consista en salir de esta lógica y ofrecer alternativas
Málaga: la ciudad divertida
Málaga/Entre las fuentes idóneas para tomarle el pulso a la ciudad destacan, además de los autobuses de la EMT, María la del barrio, mi vecina Carmen y las pocas cafeterías de siempre que siguen abiertas, los taxistas, especialmente los lapidarios, los que cuando deciden entablar conversación lo hacen con la precisión que delata una mirada bien entrenada. La última vez que subí a un taxi, enfundado inútilmente en mi mascarilla, pasamos junto al centro comercial Rosaleda y el conductor, con la suya en ristre sobre un bigote piloso, ojos pequeños, pelambrera desordenada y la voz propia de un señor más cerca de cumplir los sesenta que de haber cumplido los cincuenta, aprovechó un semáforo en rojo para echar un vistazo a las obras del nuevo hotel anexo. Yo hice lo propio y manifesté a las claras mi asombro por el buen ritmo de la construcción, si bien llamé la atención sobre la peculiaridad del entorno: hace sólo un lustro, señalé, ya con toda la intención de obtener la opinión de mi chófer, a cualquiera le habría parecido una locura poner aquí un hotel de cuatro estrellas, ya sabe, con la Palmilla a un paso y todo eso, se nota que Málaga está cambiando. El taxista tomó la rotonda que una vez estuvo dedicada al jeque y ahora luce el nombre de la afición malaguista, como una cruel broma del destino, mientras cabeceaba de manera esforzada mientras barruntaba su respuesta, así que me preparé como pude a que me negara la mayor, haga usted el favor de bajarse de mi taxi ahora mismo, qué se ha creído; sin embargo, afirmó en un tono discreto, sin apenas hacerse notar más allá de la mascarilla: uno ya no sabe de quién es Málaga. Málaga ya es de cualquiera menos de los malagueños. Suspiré aliviado, diga usted que sí, y me acordé entonces de la Plaza Skanderberg.
La Plaza Skanderberg ocupa el corazón de Tirana, la capital de Albania. Fue construida en el año 1900 como signo de celebración tras la liberación de manos del Imperio Otomano, si bien su diseño se consolidó durante la ocupación italiana en los años 30. Con la llegada del siglo XXI, el enclave se sometió a una profunda remodelación que concluyó con su completa peatonalización, esto es, una superficie de 40.000 metros cuadrados al servicio de los paseantes rodeada además por un hermoso cinturón verde. La intervención obtuvo en 2018 el Premio Europeo al Espacio Público Urbano y se convirtió en motivo de orgullo para los albaneses, quienes desconocían, sin embargo, que aquella actuación constituía sólo el primer paso de un plan denominado Tirana 2030, que contemplaba la elevación de numerosos rascacielos en el mismo entorno de la plaza. La continuidad del plan pasaba por la destrucción de numerosos edificios históricos, muchos de ellos de alto valor patrimonial y arquitectónico, como el Teatro Nacional. A día de hoy, la iniciativa sigue su curso: las primeras torres ya están construidas, las demoliciones se atienen a la agenda prevista y todo apunta a que en ocho años el nuevo centro financiero de Tirana será una realidad. El plan obtuvo una respuesta inmediata de arquitectos, urbanistas y geógrafos que se opusieron frontalmente a la medida, pero también de la misma ciudadanía, que ha protagonizado en los dos últimos años numerosas manifestaciones de muy elevada participación ante las que las autoridades desplegaron sonoros dispositivos antidisturbios. El gobierno nacional y el local defienden el plan, sostienen que el objetivo es poner fin a la “dispersión urbanística” de Tirana y dar respuesta al crecimiento de la población, pero también de hacer de la ciudad, sin salida al mar pero cercana al bello puerto de Durrës, un núcleo atractivo para turistas, profesionales de distintos sectores e inversores interesados. Se trata, dicen, de crear oportunidades. Especialmente reveladoras me resultaron las declaraciones del alcalde, el socialista Erion Veliaj, recogidas por el semanario Bloomberg en noviembre de 2021: “Hemos roto el mito de que sólo las ciudades ricas son capaces de hacer algo así”. Efectivamente, Albania figura cada año, en cada estadística, a la cola de Europa en renta per cápita, crecimiento económico y otros indicadores. Así que no es poco lo que hay en juego.
Esta historia le sonará de algo, seguro, al lector malagueño. También en Málaga celebramos hace veinte años la peatonalización del centro histórico como un hito fundamental, sin atrevernos a presentir lo que vendría después. Lo cierto es que aquel día, a cuenta de aquel taxista y de su interrogante, me acordé de la Plaza Skanderberg. Y ahora, aquellas declaraciones de Erion Velaj me invitan a hacerlo de nuevo. Ya no está de moda, parece, hablar de ricos y pobres, pero igual hay que admitir que todavía en esta Europa confusa las ciudades juegan en divisiones muy distintas. Velaj considera que los rascacielos contribuyen a subir de división, aportan caché y consideración y además hay gente dispuesta a invertir, y en eso Tirana no queda muy lejos de Málaga. Pero sí sabemos que en las ciudades decididamente prósperas, mucho más al norte, aunque quizá no tanto, las administraciones apuestan por modelos sostenibles, por la definición de los espacios públicos en virtud de la ciudadanía, por el crecimiento de los servicios y las zonas verdes, por el arte urbano como medio de integración social y no de especulación urbanística, por la delimitación de la construcción en altura fuera del patrimonio arquitectónico, histórico y paisajístico, y que todo esto conforma un atractivo turístico, empresarial y financiero tanto o más que las políticas extractivas de combustión inmediata. También en Málaga muchos, demasiados, creyeron que los rascacielos, el encarecimiento de la vivienda y la expulsión de la ciudadanía mucho más allá del centro nos permitirían subir de división, porque había inversores dispuestos a comprar el producto y paliar la deuda, pero no, nos estaban haciendo más pobres, más dependientes y menos autónomos. Queríamos ser Barcelona pero nos parecemos cada vez más a Tirana. Y, ojo, igual no está tan mal. Al final, y aunque no esté de moda, ganan los de siempre. Aunque no den la cara.
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