Málaga: la ciudad divertida
Calle Larios
La aspiración a la felicidad es legítima, siempre que se persiga para todos
De lo contrario, incurriremos en eso tan feo que llaman exclusión
Pero lo más importante es no ser hipócritas
Desvivir en Málaga
Málaga/Hace un par de artículos me dio por trasladarme al París ocupado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y ahora vuelvo exactamente ahí, a riesgo de ponerme pesado. Tras el impacto que supuso la raída caída de Francia a manos del ejército alemán, la vida siguió transcurriendo en términos más o menos similares tanto en los territorios administrados desde Vichy como en los que quedaron directamente bajo el dominio nazi. Hitler se tomó la gestión parisina, al menos en un primer momento, como una cuestión personal, y lo cierto es que, pocas semanas después de la rendición, nadie habría dicho que París era una ciudad invadida: la calle recuperó su pulso frenético, los cafés volvieron a llenarse, el comercio se reactivó e incluso recibió un notable impulso y también la vida cultural mantuvo sus mimbres habituales. Por razones evidentes, los intelectuales y artistas represaliados quedaron fuera del mapa, pero los teatros, cines y cabarets siguieron abiertos mientras los espectáculos de variedades hacían las delicias tanto de buena parte de los franceses de siempre como de los alemanes recién llegados. Al mismo tiempo, la Resistencia se jugaba el pellejo para expulsar a los nazis, mientras a diario salían del campo de concentración de Drancy, a las afueras de París, vagones repletos de judíos en dirección a Auschwitz. En buena parte de la sociedad parisina (recomiendo la lectura al respecto del revelador ensayo Y siguió la fiesta, de Alan Riding), incluidos muchos que rechazaban la idea de ver convertido su país en una provincia alemana, caló la idea de que, ya no se podía hacer nada, aquella presunta normalización lo hacía todo más llevadero y, por qué no, alegre, divertido. De nada iba a servir llorar y guardar luto. Si alguna redada le resultaba incómoda a alguien, siempre se podía mirar para otro lado. Y seguir adelante, como si nada, bajo la legítima aspiración de ser felices. Nadie tenía la culpa de ser judío, pero tampoco de no serlo.
Recordé esta historia cuando, hace unos días, la concejal de Comercio y Gestión de Vía Pública, Elisa Pérez de Siles, afirmó en el Pleno del Ayuntamiento de Málaga lo siguiente: “Hay que trabajar este asunto de las terrazas con coherencia. Y digo coherencia porque no podemos ser unos hipócritas. Es decir, las terrazas de esta ciudad están llenas porque hay muchísimos malagueños que las consumen. En Málaga se consumen las terrazas de nuestros bares y nuestros establecimientos de hostelería porque Málaga es una ciudad divertida, una ciudad que aspira a ser feliz”. Siempre he considerado a Pérez de Siles una política de altura, inteligente y capaz, y ante tales declaraciones sólo puedo reafirmarme en esta consideración. La concejal dijo esto frente a un grupo de vecinos del centro, a los que tales palabras no gustaron un pelo, hasta el punto de que algunos alzaron la voz y se marcharon indignados; y no hay que ser un lince para advertir que justo ésta era la consecuencia que buscaba Pérez de Siles con su intervención, una respuesta que arrojara una imagen de los vecinos como agentes alborotadores y antidemocráticos. De hecho, señaló luego que en esta cuestión había que “buscar el equilibrio” y conminó a algunos de los que se habían marchado a buscar ese mismo equilibrio por su cuenta. Ahí va eso.
Es un argumento sostenido por un espectro amplio de la opinión pública: lo contrario a las terrazas es una ciudad de calles vacías y tristes, y Málaga no puede parecerse a esto. Del mismo modo, se echa en cara a los malagueños que reclaman su derecho al descanso que luego vayan a las terrazas a tomarse unas cervezas. Un poco como el parisino al que no le hacen ninguna gracia las redadas contra los judíos pero que no por ello renuncia a irse de juerga a los mismos bares a los que van los oficiales nazis. Lo fascinante es cómo se ha aceptado sin más este sofisma en el debate: los que se quejan del ruido y de que no pueden dormir quieren una Málaga libre de terrazas, triste y aburrida, pero luego bien que las consumen, como dice nuestra concejal. Sin embargo, sorpresa: ¡a todo el mundo le gusta ir a tomar una cerveza por ahí! ¡Y si es en una terraza donde se esté cómodo y al fresquito, mejor que mejor! ¡Incluso a los que luego van acosando a los hosteleros les gusta esa cervecita, habrase visto! Entonces, cabe la duda: ¿no será que los que piden que se solucione de una vez el problema del ruido no quieren la desaparición de las terrazas, sino que se cumpla la normativa y que se pongan en marcha los mecanismos que garanticen su cumplimiento no de manera excepcional, sino general? ¿No será que quienes se manifiestan contra la invasión del espacio público no quieren una Málaga triste y gris, sino que la declaración de ZAS sirva para algo a efectos prácticos? ¿Será posible que en Málaga la actividad hostelera se atenga a la legalidad sin verse por ello abocada a desaparecer, como una improbable piedra filosofal?
Precisamente por mi consideración hacia la concejal, estoy convencido de que Elisa Pérez de Siles sabe que la aspiración a la felicidad sólo tiene sentido cuando incluye a todos. Si no lo hace, únicamente podemos hablar de exclusión y desigualdad. Que la diversión a la que alude no es nada divertida si supone una erosión en los derechos de otros, y que tampoco la diversión puede ser, nunca, un eximente de la responsabilidad legal: hay mucha gente que se divierte con el narcotráfico y matando a otra gente. También sabe, seguro, que hacer pasar a los vecinos por incívicos y acosadores significa alimentar un juego sucio que Málaga no se merece. Por mi parte, a mí me encanta salir a tomar una cerveza, pero en función de mi responsabilidad como ciudadano me cuido mucho de hacerlo en lugares que por el ruido o por la ocupación irresponsable del espacio público puedan causar malestar en otros. No sé si esto es hipócrita por mi parte, pero también la concejal sabe cuál es aquí la institución que incumple su propia normativa. En fin. Brindaremos, como lo hacen los judíos de París, por la vida.
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