Decir ciudad
Calle Larios
Cada vez son más los que optan por trasladarse al pueblo o al campo, ya no sólo por exclusión social de los espacios urbanos, sino por el hartazgo y el desencanto
La trampa de la equidistancia
Málaga/En los últimos meses he coincidido con varios amigos y conocidos que me han expresado su intención de trasladarse a un pueblo, o al campo, después de vivir en Málaga, a menudo, desde que nacieron. En algunos casos se trataba, exactamente, de una mera intención exenta (de momento) de pasos concretos hacia su materialización, mientras que en otros mis amigos me trasladaban decisiones ya asumidas y puestas en marcha, con los traslados ya efectuados o, cuanto menos, con los nuevos domicilios comprometidos y la mudanza correspondiente en un horizonte próximo. He coincidido en los últimos años con personas que han adoptado cambios de rumbo similares, aunque me ha llamado la atención que la incidencia, al menos en mi círculo más cercano, haya crecido ahora de manera notable. Muchos de estos amigos son autónomos, dueños de su propio negocio o abonados al teletrabajo, con lo que, sin demasiadas mochilas al cargo, lo tienen relativamente fácil para marcharse. Otros han decidido emprender nuevos proyectos en municipios más pequeños y entornos rurales, de manera que lo uno ha venido por lo otro, aunque no siempre es fácil dilucidar si el huevo precede a la gallina o al contrario. Los motivos que les han llevado a tomar la decisión, o cuanto menos a planteársela, tienen que ver en gran medida con la dificultad de encontrar una vivienda en la capital, el encarecimiento de los precios del alquiler, la imposibilidad de afrontar una hipoteca y, en fin, el problema acostumbrado. En su gran mayoría, estos conocidos son graduados universitarios, doctores, profesores, profesionales de trayectoria contrastada y hasta alguna autoridad académica de proyección reconocida, es decir, gente con una formación de aúpa, de modo que no sé hasta qué punto es fiable el diagnóstico emitido por nuestro alcalde al respecto. Otro amigo me contaba que su hijo había logrado su plaza de maestro en Málaga pero que, al vivir solo (y con un salario de maestro, cuidado), únicamente podía permitirse un piso más allá de Casabermeja, así que él mismo había decidido ayudarle económicamente para que pudiera quedarse en Málaga. Pero no todos los que optan por dejar la ciudad aducen motivos económicos: no pocos manifiestan también un cierto desencanto, un hartazgo, un descontento provocado por la vida en la ciudad. Ya no sólo por el ruido, el colapso, la suciedad, la degradación de los espacios públicos, la carencia de zonas verdes y la suicida inmersión en unas hechuras metropolitanas de pega a base de ladrillo, también por el agotamiento de las posibilidades que la ciudad ofrece. Como si hubieran visto ya colmadas las oportunidades y hayan decidido hacer el petate para buscar nuevas experiencias para ellos y sus familias, nuevos modos de relacionarse. Se trata de un fenómeno general, claro, mucho más allá de Málaga, que poco a poco va afectando a las grandes ciudades pero en el que la misma Málaga ha sido pionera hasta situarse en la cima de los precios abusivos de los alquileres, por ejemplo. Digamos que aquí este pequeño gran éxodo se da como un insecto frente a la lupa del entomólogo, con una especial cristalización, óptima para los observadores sociales. Tanto en sus causas como en, por supuesto, sus consecuencias.
Pero también podemos hablar de este creciente descrédito de la ciudad como ecosistema humano a la manera de un fenómeno cultural. Desde que se acuñara la marca de la España vacía, la nostalgia por la vida en los pueblos y en el campo se ha convertido a su vez en una marca no menos atractiva. La cantidad de obras literarias que abordan la cuestión es ya abultada, con una aceptación nada discreta. No pocas figuras relevantes del presente intelectual han emprendido ese camino y defienden sus razones en títulos elevados a lo más alto de las listas de ventas. Para buena parte de los referentes más visibles, la ciudad se ha convertido en pasto del capitalismo devorador, la deshumanización, la desigualdad y una impostura que lo convierte todo en mercancía. Como en la ciudad de plástico de Rubén Blades, aquí nadie ríe, nadie llora. Y el sol, al contrario que en el precepto evangélico, parece salir sólo para unos pocos. Quienes graban esta idea en su escudo de armas tienen así posibilidades notorias de ganar el aprecio y el interés de urbanitas huérfanos, culturetas arrepentidos, apóstoles de lo rural y críticos de diverso pelaje. Con argumentos que, desde luego, hacen estricto honor a la verdad.
Así que, quién sabe, tal vez lo más saludable sea buscar aposento, como Don Quijote, en alguna venta del camino que pueda pasar por castillo ante nuestros ojos. Sin embargo, muy a pesar del descrédito, del espectáculo, de la insostenibilidad, de los malos humos, de los muchos tinglados y las pocas luces, de los rascacielos y de la certeza de que Málaga ya es sólo para quien pueda pagársela, cabe recordar que decir ciudad es, también, decir encuentro, comunidad, vecindad, espacio de todos y para todos. Continuamente escuchamos en boca de nuestros representantes democráticos, sobre todo de quienes ostentan el gobierno, que decir ciudad es decir negocio, pero ya advirtió Sócrates que la palabra hace, que el modo en que llamamos a las cosas termina definiendo a las cosas; así que insistiremos en que decir ciudad es decir atención, afecto, solidaridad, crecimiento, familia, libro, oportunidad, futuro, esfuerzo compartido, igualdad, la necesidad del otro para llegar a ser lo que queremos ser, aquello que significaba la libertad antes de que la indigencia moral aupada al trono corrompiera el término en fondo y forma. Habrá que decirlo como un ejercicio de resistencia. Pero echar por tierra la ciudad, seguramente la conquista más trascendental en la historia de la humanidad, tendrá que tener un precio.
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