Málaga: historia de una isla
Calle Larios
A los malagueños no hay quien nos entienda, pero, seguramente, lo mejor que podemos dar a estas alturas es la resistencia a la deriva que pinta a todas las ciudades con el mismo color
Málaga: de quién es la calle
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Málaga/El autobús turístico suele pasar por el barrio sin muchas incidencias, pero, en esta ocasión, un matrimonio había decidido apearse junto a la iglesia de la Victoria. Canosos y enrojecidos ambos, alta y delgada ella, más redondo él con un diámetro en el que podría caber todo un Falstaff (“¡Nada de esperma de gallo en mi bebida!”, afirmó Sir John, si hacemos caso a Shakespeare, cuando el tabernero se ofreció a verter dos huevos en su canaria), los dos con pinta de disfrutar la dicha serena de la jubilación, cámara fotográfica al cuello y plano extendido, a la vieja usanza. Alguien debía haberles contado que el templo es muy bonito, o lo vieron así en alguna guía, y hasta aquí que camparon. Quizá habían puesto el nido en alguno de los apartamentos turísticos cercanos, pero sus maneras, finas, estilizadas, como de flamencos en la charca, resultaban más propias de los hoteles de cinco estrellas, más allá de la Plaza de la Merced todo es un enigma. Caía ya la noche, sin embargo, tampoco Málaga es ajena a la derrota del sol invernal, y encima hace mal tiempo, en cualquier momento cae un chaparrón, pero aquí estaban, ya en la escalinata, dispuestos a presentar sus respetos a la Patrona, cuando algo llamó su atención: desde las bambalinas de la calle Hospital Militar entraron en escena los hombres de trono que mecían sus varales a modo de ensayo, sin imagen aún sobre sus hombros, al compás de una marcha procesional, vestidos de paisano pero con suficiente aroma a incienso como para bendecir la Cuaresma, con lo que los visitantes se detuvieron en seco. De repente se vieron como espectadores exclusivos de tan bello espectáculo, veníamos a buscar lo que todo el mundo encuentra pero se nos ha dado este milagro excepcional, como a la samaritana en el pozo, sólo para nuestros ojos. Y allá que se liaron a tomar fotos como si el mismísimo Cristo del Amor hubiese hecho acto de presencia, sin escatimar en ángulos, objetivos, puntos de vista y selfies a porrillo con tal de dar envidia en Instagram. Para cuando terminaron, la iglesia ya estaba cerrada y la chiquillería jugaba al fútbol en la plaza como si nada, pero qué importaba. Volvieron a la misma parada, esperaron al mismo autobús y se marcharon a saber qué latitud ignota con los deberes hechos. Fue un momento de tantos, pero acorde, al cabo, con el ir y venir armado estos días en los entornos de las hermandades, con ramos de flores de una acera a la otra, indumentarias, tronos en proceso de revisión e instalación y tantos artilugios litúrgicos ya ubicados a la espera de que la procesión salga a la calle, cuántos días faltan, ya no queda nada. Y no deja de resultar excitante que lo que el barrio abraza con familiaridad acostumbrada constituya, a los sentidos del viajero, una experiencia excepcional e inolvidable.
No deja de tener su paradoja, eso sí, que lo que los recorridos oficiales convierten en mercancía sofisticada conserve en los barrios su impronta más fidedigna, popular, de todos. También en esto la Semana Santa de Málaga se parece a su ciudad. Del mismo modo, frente al pulso hegemónico que corta a todas las ciudades por igual rasero, con la multiplicación del atrezzo único para solaz de los turistas más perezosos que se suben a un crucero con el anhelo de encontrar al otro lado exactamente lo que tienen en casa, las hermandades constituyen una resistencia inesperada, pero mucho más ahora, en los prolegómenos, cuando nadie presta atención pero, sin embargo, los barrios bullen en ciertos signos que les son propios. Después, claro, cuando se vuelva a considerar la Semana Santa en virtud de su condición de temporada alta para la hostelería, tal distinción se habrá terminado, al menos en su mayor parte. El horizonte de sucesos del negocio turístico es cada vez más voraz, así que, para que podamos celebrar la imaginería religiosa y su exultación como singularidad propia, fuera de las leyes de mercado, lo mejor es que no la vea nadie, que se preserve a escondidas, fuera del foco, como un privilegio para los barrios antes del Domingo de Ramos. No hay más que darse una vuelta estos días por la Trinidad, entrar en la iglesia de San Pablo y atender al paisaje humano que desfila en su interior día y noche para corroborarlo. Todo esto resucitará después, pero será en otra parte. A estas alturas, ya resulta más difícil creer en la ciudad que creer en los dioses.
Leo en un artículo que Málaga fue una vez, hace miles de años, antes de que la deriva continental la anexionase a la Península Ibérica, una isla solitaria entre el Mediterráneo y el Atlántico. Seguramente, por aquello del exotismo, los prebostes del negocio turístico habrían preferido una Málaga así, a su aire, a la que sólo se pudiera llegar en barco o en avión, como a Mallorca, porque, entre otras razones, la constitución de paraísos fiscales resulta más sencilla en estos minúsculos territorios flotantes. Pero a lo mejor sigue siendo Málaga una isla, a su manera, con suficientes signos propios de identidad como para poder tomar distancia del resto de provincias con suficiente holgura. Es evidente que, cuando nos ponemos, a los malagueños no hay quien nos entienda: lo que parece salirle bien a todo el mundo, como jugar en Primera División, nos cuesta la misma vida, pero luego somos capaces de traernos un pedazo de Broadway o de demostrar a todo el mundo cómo acabar con el arte de una vez por todas. Intuyo, en todo caso, que lo mejor que podemos dar al resto de la humanidad, en lugar de otra candidatura internacional fracasada, tiene que ver con esos elementos resistentes a la gran hegemonía. Esos pequeños encantamientos que la ciudad ya no sabe ver pero que el barrio percibe perfectamente: la conversación en la barra del bar, la complicidad de los vecinos en la cola de la panadería, un balcón que se engalana, lo que no sirve, lo que no tiene precio, lo más inútil. Lo demás, me temo, ya se puede encontrar en cualquier otro sitio, y quizá a mejor precio. No importa: todos estos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia. Y yo, maldita sea, me he dejado el paraguas en casa.
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