Desvivir en Málaga
Calle Larios
Se trataba de hablar bien de la ciudad, de cantar las bondades del producto en los mejores escaparates con tal de que pudiera venderse al precio más elevado, y eso es justo lo que tenemos
Decir ciudad
Málaga/Seguro que conocen el chiste, pero van a permitirme que lo cuente por aquí otra vez, como en las postrimerías de una boda demasiado chunga. Dos amigos se encuentran y uno le informa al otro de que se ha comprado un caballo. El primer amigo, entusiasmado, empieza a cantar al segundo las virtudes del equino: el caballo es estupendo, el caballo es magnífico, manso, fiel, limpio y ordenado, se deja montar siempre que queremos, obedece sin rechistar y apenas come. El caballo nos hace la cena, lleva a los niños al colegio cada mañana, practica yoga, es del Madrid y del Cautivo y le ha añadido un punto extra al Tractatus de Wittgenstein. Apabullado, el segundo amigo muestra al primero un interés creciente por el caballo hasta que, ya sin medias tintas, le pregunta por cuánto estaría dispuesto a vendérselo. El primer amigo rechaza la oferta, lo siento, no está en venta, pero poco a poco va dejándose seducir hasta que finalmente le pone un precio: medio millón de dólares y el caballo es tuyo. Los dos amigos realizan la transacción y, unas semanas después, vuelven a encontrarse. El segundo amigo reprocha al primero que le engañara vilmente: el caballo que me vendiste es un desastre, no hace más que comer, muerde al primero que pasa, no hay quien lo levante del sofá, lo pone todo perdido y se caga en la alfombra. Así que devuélveme mi dinero y quédate con tu caballo. A lo que responde el primer amigo: como sigas hablando así del caballo, no lograrás venderlo en tu vida. Me acordé de este chiste el otro día cuando pasé por los nuevos rascacielos de Martiricos, a punto ya de caramelo y dispuestos a acoger a los compradores, si es que éstos deciden hacer uso de sus viviendas en lugar de especular con ellas (no es un exabrupto, sino una práctica habitual; a estas alturas, de hecho, es difícil soltar exabruptos sobre la materia). Rendido ante el perfil imponente de tan horribles edificios, feos, cutres, vulgares, metidos con calzador en un entorno adverso y eficaces, eso sí, a la hora de cargarse el paisaje desde casi cualquier punto de la capital, recordaba todo el empeño puesto en los últimos años en promocionar a Málaga como la perla del sultán, el capricho más exclusivo, la guinda del pastel, lo más bonito del escaparate. Recordarán, incluso, que la nomenklatura municipal nos conminó a los contribuyentes a hablar bien de Málaga como un deber cívico, a tiempo y a destiempo, a no echar cuenta de lo que no funcionaba o lo hacía regular y a pregonar la incomparable calidad de vida de este enclave privilegiado. Y allá que fuimos, sin complejo ni mesura, convencidos de que estábamos en la capital del sur de Europa, la ciudad de los museos y de la cultura, la gran metrópoli con sus torres altísimas y el hub tecnológico puntero, seguros de que ganaríamos algo a cambio. Y se nos dio de lujo: llenamos las portadas de la prensa internacional, lideramos los rankings, Málaga se puso de moda, se habló de la nueva Barcelona y desfilaron famosos que confesaban su anhelo de retirarse a Málaga, su Arcadia feliz. En consecuencia, como en el chiste del caballo, salió gente dispuesta a pagar el precio. No sé si se trata de un precio acorde con las virtudes reales, porque no soy capaz de poner precio a esta ciudad. Pero, sorpresa: los que podían pagarlo ya no éramos nosotros.
La cara que debió quedársenos sí que daba para una comedia de las buenas. Salieron entonces multimillonarios cataríes que se negaban a dar la suya y mandaban a negociar al expresidente de un equipo de fútbol con tal de imponer sus criterios, dado que habían pagado lo que se les había pedido: queremos el rascacielos en el Puerto ya y, si no, nos enfadamos. Resultó que aquellos mochileros descamisados que venían a pimplarse a la Feria con la acreditación de CEO en la cartera tenían dinero para comprar la fuente de las Tres Gracias, y la compraron. No dejan de resultar significativos los pasos dados en esta ciudad para convertirse en una versión a escala de Silicon Valley, seguramente el ecosistema más especulador y extractivo del planeta. Todos ellos pagaron el precio, pero, eh, perdón, nadie dijo nunca que en el reparto de beneficios iban a estar los ciudadanos. De nuevo, cara de póquer. Hombre, qué se han creído: esto ya no es una ciudad de pobretones, sólo tienes derecho a quedarte si puedes pagarlo. Las consecuencias son evidentes, con viviendas de protección oficial a casi 300.000 euros y franquicias de pubs suecos de pega haciéndose con el local del Café Central en la Plaza de la Constitución. Recordemos, además, que el plan municipal, anunciado a las claras, pasa por consolidar esta línea en el centro y extenderlo después a los barrios, lo que no deja de resultar lógico: nadie en su sano juicio renunciaría a otra porción. En Málaga ya no se puede disfrutar una vivienda ni emprender un negocio por las buenas, porque eso te iguala con la chusma, con los que no tienen derecho a darle palmaditas en la espalda al señor concejal o al señor delegado cuando se lo encuentran en Starlite. Aquí ya no se puede vivir, sólo desvivir. Como dice nuestro alcalde: haber estudiado.
Si a todo esto le añadimos el empeño mostrado desde el Gobierno autonómico en bajar los impuestos con un criterio menos equilibrado que el firme de Dos Aceras, hay que resistirse mucho, muchísimo, para no considerar que el objetivo había sido siempre hacer de Málaga, con el viento a favor desde Sevilla, un paraíso fiscal. Tan hortera, chillón, vacío y triste como todos los paraísos fiscales. Por si acaso, la Junta ha colado en la opinión pública el falso silogismo por el que sólo bajando así los impuestos se pueden gestionar bien los servicios públicos, como si hasta hoy hubiese sido imposible pero ahora les hubiese sido revelado el know how. Pero no pasa nada, sabemos que un bosque urbano no se puede vender, así que tanto da. Lo dicho: una comedia de las buenas.
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