Málaga: lo que era de todos

Calle Larios

No faltan avisos de que la mercantilización del espacio público en la ciudad ya apenas tiene límites, pero el discurso del éxito es siempre más fuerte

Algún día, todo eso que ven nuestros ojos será nuestro. / Javier Albiñana

Málaga/Hay, seguramente, un signo de los tiempos en la facilidad con la que se habla ya de megayates cuando antes queríamos decir yates, a secas. En lo que a yates se refiere, parece que ahora cualquier pardillo puede tener el suyo. La diferencia está, claro, en los megayates, los más gansos, los que tienen helipuertos, lanzaderas y gadgets molones con los nunca pudo soñar el capitán Kirk. Desatada la invasión en Ucrania, la respuesta sancionadora pasaba por expropiar no los yates de los magnates rusos, porque no hay que ser un magnate ruso para permitirte un yate, cualquier funcionario de carrera puede inscribirlo en su patrimonio, sino sus megayates, que surcan el Pacífico y cortan el viento que ni la jaca de Estrellita Castro. Por eso, lo que vamos a tener en el Muelle Uno no es una dársena de yates, pero qué se han creído, eso será en Sevilla, sino una plataforma de megayates, recibidos al peso, ande o no ande, gigantes que podamos admirar desde tierra firme para alimentar nuestras ensoñaciones más íntimas, cómo viven los ricachones, en qué piscina se acuestan y en qué mansión se levantan. Es de suponer que, como todo en la vida, esto de los megayates tendrá sus ligas, no será lo mismo parar en un puerto que en otro, y seguramente las propinas que se gasten los propietarios deben ser de órdago, igualito que cuando venía el rey Fahd a Marbella a hacerse fotos con el Emérito. Así que, para ascender puestos, conviene garantizar la máxima comodidad a los usuarios, que estén a gusto y se sientan como en casa, y ya sabemos que, a partir de cierto nivel adquisitivo, la gracia de viajar consiste en comprobar que todo lo que hay ahí fuera es exactamente igual que lo que se tiene de puertas adentro. Ahora, la valla instalada estos días en el mismo Muelle Uno para aislar la dársena de megayates del resto del área ha sido objeto de indignación y críticas: hubo que esperar largas décadas para vernos liberados de la valla del Puerto y, milagro, aquí la tenemos de nuevo, muy moderna, eso sí, con esos barrotes dispuestos para hacernos sentir enjaulados a los que quedamos a este lado, pero calma que parece que van a poner buganvillas. Es curioso porque si algún valor distinto del comercial arrojaba el Muelle Uno tras su redefinición era la posibilidad de darse un garbeo y observar las vistas de la Catedral y el mismo perfil de Málaga. Ahora, hasta este mínimo consuelo se nos arrebata, dada la dificultad para atisbar algo por encima de la valla. Casi inspiraba cierta ternura la invocación de la Autoridad Portuaria en aras de la seguridad, cuando hasta los comerciantes recordaban que se podía haber apostado por una solución transparente, como en el Muelle 2, que mantuviera las vistas y sin necesidad de elevar la protección a tanta altura. Lo cierto es que los dueños de los megayates podrán asomar la colita y tostarse tumbados en la popa mientras se toman unas olivas sin temor a ser vistos, sin que esos pelmas que se plantan allí a un paso del amarre, obnubilados por la majestuosidad de la nave, hagan escrutinio de nuestros michelines. No pasa nada. Esas vallas son las mismas que llevan años ya en las calles del Centro, las que que segregan y marginan a los barrios, las que mantienen la calle Larios convertida en un espectáculo de saldo durante prácticamente todo el año, las que definen la exclusividad y delimitan dónde está lo que importa y dónde no. A menudo estas vallas son igual de sólidas, bien visibles; otras, sin embargo, se extienden de manera más discreta. Pero su mensaje es en todo caso el mismo: esta ciudad, Málaga, es ya sólo para quien pueda pagársela.

El mensaje de todas esas vallas es el mismo: la ciudad es para quien pueda pagársela

Mostró también el destino su carácter más intrépido cuando hizo coincidir el hallazgo de la nueva valla del Muelle Uno con la decisión por parte del Ministerio de Cultura de archivar su anterior informe sobre los efectos expoliadores de la Torre del Puerto. Hay, si se quiere, un diagnóstico saludable en la oposición de buena parte de la opinión pública respecto a un proyecto que ha logrado concitar en su contra una unanimidad significativa de voces autorizadas. Si una representación no precisamente discreta de la sociedad malagueña entiende que el edificio resulta indeseable, es fácil entender que se dan criterios cívicos y de responsabilidad democrática que no deberían ser pasados por alto. Lo cierto, sin embargo, es que el hotel se construirá, por mucho que se aparezca la Virgen de la Santa Faz en la Farola, si quiere, sencillamente porque quienes lo promueven no van a renunciar a llevarse sus beneficios, que desde luego son prometedores. Y quedará para la historia la torre como certificación de una verdad fundamental: pudo más quien más dinero tuvo. Como ha sucedido siempre. No importa el paisaje, ni la consideración patrimonial de la bahía, ni la evidencia de que Málaga no es ni puede ser ese tipo de ciudad que la torre promete, ni la declaración BIC de la Farola, ni las consecuencias políticas (a ver cómo logra recomponerse del revés Daniel Pérez, si lo logra) ni medioambientales. Lo que importa es el compromiso asumido por las administraciones públicas, a cambio de las migajas, para que unos inversores a los que no conocemos, a los que no hemos visto la cara, hagan negocio con lo que presumiblemente es de todos.

Y quienes se preguntan dónde está la sociedad civil, dónde queda final esa conciencia democrática, tendrán su respuesta en el discurso del éxito metido hasta en la sopa en lo que concierne a Málaga desde hace ya tantos años. Resulta admirable la eficacia con la que, muy a pesar de la evidencia de que ese éxito es cada vez más excluyente y se ofrece tan sólo para unos pocos, cada vez menos, tal discurso ha logrado calar e imponerse a aquellas objeciones cívicas. Nadie quiere desprenderse de su traje de Emperador, por más que el Emperador esté desnudo.

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