Don Quijote de Málaga
Calle Larios
Habrá que agradecerle a la compañía Pata Teatro, siempre, su empeño en darle a esta ciudad su símbolo más necesario, el que más se ajusta a su historia y a su presente, un modelo en el que podemos reconocernos
Málaga: la ciudad inteligente
Málaga/Olvídense de Picasso, de Victoria Kent, de Bernardo de Gálvez, del Café de Chinitas, de Antonio Banderas, de Prados, Altolaguirre y todos esos aficionados. No hay mejor embajador de Málaga que Don Quijote. Y no porque el dichoso ventero se acordara en su novela de Los Percheles y las Islas de Riarán, sino porque nadie ha ofrecido un símbolo tan necesario y eficaz a esta ciudad. Un modelo de héroe en el que, al fin, podemos reconocernos. Que el hidalgo viniese al mundo en La Mancha es lo de menos: Alonso Quijano nació para ser malagueño, de modo que haríamos bien, ya que el turismo de congresos se nos da de lujo, en organizar mil y un simposios en torno al Caballero de la Triste Figura, porque nadie se parece más a él que nosotros. Por si faltaban argumentos, la compañía Pata Teatro representa estos días en el patio del Instituto Vicente Espinel (sí, el Gaona) su adaptación escénica de la obra cervantina dentro de su ciclo Clásicos de Verano. Quedan aún algunas funciones hasta el próximo sábado, así que no deberían perdérsela. Así comprobarán que Don Quijote se ha convertido ya en uno de los nuestros, un chupitira, un biznaguero, un amante fiel del gazpachuelo y del cateto en La Campana. La historia nos brindó a dos de sus mejores sosias, Chiquito y Rockberto, así que podemos darle una oportunidad al original, ponerle un semáforo si hace falta, un busto en la Plaza de San Pedro de Alcántara. Fui a ver el espectáculo protagonizado por Josemi Rodríguez, Macarena Pérez Bravo y David Mena y salí emocionado, tocado ante una aventura a la que sólo se puede responder desde el corazón. Pata Teatro presenta a un Quijote en las últimas, diezmado ya, regresado a casa a la espera del fin, consumada la derrota, acumuladas las flaquezas, y sin embargo ahí estaba, enamorado hasta los huesos de Dulcinea, dispuesto a enfrentarse a los gigantes y a ajustar cuentas con el mago Frestón, vil engañador y causante de sus males. La encarnación que hace Josemi Rodríguez del caballero es conmovedora hasta el abrazo, con la humanidad precisa para hacer norma del desvarío, amor de la soledad; igual que el Sancho que compone David Mena, soberbio, capaz de demostrar con un solo gesto que era él, el escudero, el verdadero arquetipo humanista que quiso legar Cervantes; por no hablar del ama de Macarena Pérez Bravo, el equilibrio perfecto entre el idealismo y la existencia, la voz a punto de romperse y sin embargo entera en su maravillosa compasión. Hay que ser de piedra para acercarse al Gaona a ver este monumento a la dignidad y la esperanza y no dejarse una libra del espíritu en la butaca. Vayan a verla, insisto. Reirán, llorarán y se harán un regalo inolvidable.
La cuestión es que en aquel viejo chocho abocado a la derrota pero negado en redondo a la rendición encontré la inspiración que Málaga merece. Y me refiero a la Málaga presente, pero también a la ciudad atravesada por la historia, así como a la que se juega todas las cartas cada día al porvenir. A esta Málaga delirante, desquiciada, rebosante de odiseas y sedienta de gestas ante las que los demás reaccionan con burlas o, si hay suerte, con indiferencia. A esta Málaga que insiste en ver un gigante destructor de su paisaje donde los promotores e inversores presentan un rascacielos en el Puerto que traerá prosperidad y puestos de trabajo durante muchos años. A esta Málaga a la que demasiado tiempo quisieron convencer de que no necesitaba más parques ni más jardines, de que ya tenía bastantes, y ahora reivindica ínsulas donde se pueda vivir y respirar, un bosque si hace falta donde adentrarse hasta penetrar la cueva de Montesinos. A esta Málaga sometida a los engaños del sabio Frestón, que nos hace ver hoteles descomunales donde antes creíamos tener garantizado nuestro patrimonio. A esta Málaga desnortada, majarona, que no se entera, que hizo galopar a Rocinante para detener la destrucción de La Coracha y se encontró con que había demasiada gente aplaudiendo, que planta batalla ahora porque aquel órdago fue el primero de muchos. A esta Málaga que imagina un río, un Guadalmedina recuperado, integrado en sus hechuras, una nueva zona de expansión capaz de vertebrar el norte y el sur y que prefiere no dejarse engatusar por los ejes litorales ni las blancas lunas con las que pretenden distraerla, aunque siempre tendrá la duda, y si realmente esto es un río limpio, con su caudal y su tiempo, y si es el mago Frestón el que se empeña en mostrármelo así, dique seco, surco olvidado. En Don Quijote de la Mancha, Cervantes cuenta la historia que pone todo su empeño en ser lo que es, más allá de la razón, de lo que está de moda, de lo preferible, de lo moralmente aceptable, del qué dirán, de lo que hagan otros caballeros, de donde esté el dinero, de la competencia, de los balances, del reparto de beneficios. Alonso Quijano quiere ser Don Quijote y lo consigue: ésa es su hazaña. Por eso corresponde convertirlo en signo de Málaga, porque esta ciudad lucha su particular batalla por ser la que es, la que quiere ser, no la que el mercado, las tendencias, The New York Times y los millonarios cataríes dicen que debe ser. Habrá que darle siempre las gracias a Pata Teatro por devolvérnoslo con tanta generosidad: Don Quijote de Málaga, así reza su nuevo escudo de armas.
La derrota de Don Quijote era inevitable. Su tiempo era otro. Sin embargo, luchó hasta el final. Los tiempos con los que tiene que lidiar Málaga son favorables a un negocio que hace tabla rasa por igualación, que ignora los elementos propios en virtud de una hegemonía de atrezzo impostado, que entiende el turismo como combustible barato y que sólo aspira a agotar los recursos para sacar el mayor provecho. No son tiempos, entonces, para nuestro Don Quijote. Su derrota está cantada. Pero no su rendición: habrá que seguir defendiendo la posibilidad de que Málaga rechace el sacrificio de su identidad urbana por un plato de lentejas revestido de colorines y alumbrados. Si según algunos decir no a este modelo de progreso, pensado sólo para unos pocos, significa despreciar a Málaga, habrá que volver entonces a subir a Rocinante, lanza en ristre, para insistir en que hay otros modelos de progreso en los que la sostenibilidad y la inclusión tienen su espacio garantizado, para embestir contra los mamarrachos que hacen del centro un lugar inviable, para abrir espacios públicos en los que se pueda estar a gusto sin consumir nada, para hacer visible nuestro patrimonio y librarlo de andamios y piquetas, para que haya menos salas de juego y más zonas verdes, para que los barrios luzcan limpios, para que quien quiera residir aquí pueda hacerlo, para jurar amor eterno a Dulcinea, para que Málaga sea al fin la ciudad amable que es, que quiere ser. Nos dirán que estamos locos, que no entendemos nada, que es lo que hay, que no se puede hacer de otra manera, que no podemos permitirnos poner en peligro tal oportunidad, que hay mucho comprometido, que no hay vida más allá del turismo, que sólo hay un modelo de ciudad posible y es el que nos ponen delante como una zanahoria para tirar del burro, pero qué le vamos a hacer, ya sabemos que nos aguarda la derrota, la rendición, nunca. Donde Frestón lanza un producto perfecto, la perla del escaparate, nosotros seguiremos viendo la ciudad que amamos, la que queremos, por la que trabajamos, aunque cueste cada día más vivir en ella, cuántas veces, por esa misma llanura, en horas de desaliento así te miro pasar.
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