Málaga o el arte de amar
Calle Larios
A veces lo más difícil, sobre todo en esta ciudad prodigiosa en la que el cambio se entiende como especulación, es celebrar lo que se tiene, sin más beneficios, sin más estrategias
Málaga/Hay contadas ocasiones en las que uno accede a portarse en Málaga como un turista, posar ante la cámara junto a rincones con encanto, disfrutar el espectáculo como si fuese de primeras, llegado de fuera, ávido de las sensaciones que todas las ciudades prometen cuando se visitan a modo de estreno. Una de esas ocasiones tiene que ver con la floración de las jacarandas. Semejante manto de color se cierne en conjunción con el cielo abierto, magnífico y azul, y hay que ser muy cenizo para no darse por aludido. Empeñados como estamos en llenar el calendario de eventos, festivales, desfiles, procesiones y demás acontecimientos periódicos para que así quede constancia de que pasa algo, a costa incluso de mantener la calle Larios secuestrada con todo tipo de parapetos durante la mayor parte del año, resulta gratificante el modo en que la naturaleza brinda aún sus ciclos particulares, también ella, guiada por el paso de las estaciones para vestirse y desnudarse en consonancia. Y tal vez donde las jacarandas se dejan ver con más hermosura es en el Jardín de los Monos, plenas aquí sus ramas, radiantes en la generosidad de sus tonos, de modo que sí, lo mejor que podemos hacer es pararnos un momento y hacernos fotos para dar cuenta de este regalo, como si acabásemos de llegar de otra parte, verdaderos guiris entusiasmados, pero qué bonito es esto. En estos momentos Málaga se vive de otra manera, como si entre todo el ruido y la costumbre pudiéramos reparar, al fin, en lo importante. Y entonces cae uno en la cuenta de que esta maravilla se da en tu ciudad, en la de todos los días, la que habitas, la que escogiste, la que abre sus puertas cada jornada, para bien y para mal, con sus éxitos y sus miserias.
Aquel día no éramos los únicos: otros muchos vecinos andaban por allí haciendo fotos a los árboles, embriagados de este otro cielo lila que tan bien se da la mano con el azul, además de turistas, éstos sí, por derecho, detenidos a admirar el prodigio. Reparamos en un hombre, un señor mayor que andaba de un extremo al otro de la plaza, buscando el mejor ángulo para las fotos que tomaba con una antigua cámara analógica. Coincidimos con él en uno de estos ángulos, especialmente indicado para tomar las mejores vistas, como delante de un antílope en la sabana, y de inmediato comenzamos a intercambiar impresiones, qué bonitas están, es que dan ganas de quedarse aquí un buen rato. Nos contó que acababa de cumplir ochenta años y que había pasado toda la vida en el barrio: “Nací en la calle Picacho. Luego me fui al Camino Nuevo, donde vivo todavía y donde se criaron mis hijos. Siempre estoy aquí. Y el Jardín de los Monos es mi sitio favorito de Málaga. Desde que tuve mi primera cámara, nunca he dejado de hacerle fotos. Tengo fotos hasta del mono Perico. Y vengo todos los años a hacer fotos a las jacarandas porque para mí es lo más bonito que hay”. La pasión con la que hablaba este hombre no era fingida ni impostada, sino absolutamente real, sentida, con el brillo intacto en sus ojos. Cuando decidimos seguir nuestro camino y le dejamos allí tomando más fotos comenzamos a conversar sobre el valor que hay en amar así lo que tienes todos los días. En prestar toda tu atención a lo que se dispone ante tus ojos de la manera más natural y encontrar ahí motivos para el asombro. Menuda escuela. Desconocíamos si nuestro hombre tenía inquietudes literarias, pero, aunque no hubiera escrito una palabra en su vida, era desde luego un poeta extraordinario.
Y de eso va el asunto: de amar. De amar lo que se tiene, que siempre es más difícil que amar lo que se desea. De amar lo que se nos da, lo que no cuesta dinero, lo que no genera beneficios, lo que no cabe en los cómputos al uso ni en los planes de crecimiento y desarrollo. En esta Málaga prodigiosa en la que el cambio, siempre necesario, se ha asociado ya de manera indisoluble a la especulación y la estrategia, a jugar todo el rato a lo que no se es con tal de figurar en las ligas que inventan cada temporada, quienes pasan por los primeros amantes son los que más leña echan a este fuego, los que aplauden, impulsan y alientan proyectos dirigidos a hacer de Málaga una gran metrópoli que no es ni podrá ser, porque, según ellos, la gran metrópoli que ya es Málaga nunca puede ser suficiente. El amor a Málaga se demuestra, parece, empujando para verla competir en los principales escaparates, para que acabe siendo otra Dubai u otra Doha, con muchos rascacielos, mucha esclavitud y con todo el patrimonio apostado al turismo más inhumano; con mucha tecnología de última generación y mucho consumo vacío, porque ahí está el dinero, porque en eso consiste el negocio, amigos. Aquí la playa sólo es bonita si amanece llena de desaprensivos y anochece colmada de basura, con los chiringuitos repletos en cualquier caso. Éste es el único sentido con el que se ha terminado entendiendo el amor a Málaga, si es que una ciudad puede ser a estas alturas un objeto susceptible de ser amado. Si no amas a Málaga en virtud de esta noción de progreso, la más vinculada a la aniquilación (hay más opciones para el progreso, no crean, pero están guardadas a buen recaudo porque exigirían mecanismos menos exclusivos), es que no amas a Málaga, le niegas las oportunidades que, en el fondo, no son más que mecanismos de combustión rápida (tan rápida como los puestos de trabajo presuntamente aparejados). Pero ya ven, nos queda este otro amor, el gratuito, el de un hombre que baja a hacer a fotos a las jacarandas que lleva viendo toda la vida, a modo de íntima resistencia. Así que resistiremos.
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