Málaga: la ciudad nómada
Calle Larios
A la nueva definición de ciudad, concebida como un negocio, le sienta bien el dinamismo de los lugares de paso, pero lo difícil será establecer un equilibrio justo con el arraigo que precisa la ciudadanía
Málaga o los malagueños
Málaga: donde hay un río
Málaga/Desde que se dejó de hablar de pandemia hemos puesto el acento en la cuestión de la vivienda, en las dificultades relativas a su accesibilidad; en las últimas semanas, sin embargo, diversas personas de mi entorno han decidido marcharse de Málaga también por otras razones, sobre todo las que tienen que ver con la imposibilidad de desarrollar aquí proyectos vitales y profesionales, a los que ven más luces en otros territorios. Málaga empieza a ser una gran ciudad en algunos nichos, aunque en otros sigue sin ofrecer las garantías necesarias y conserva su identidad de plaza periférica, exenta de las oportunidades reservadas tradicionalmente a núcleos centralistas. Sí, me refiero en primer lugar a sectores creativos y artísticos, pero también a otros tantos que precisan del interés de comunidades implicadas en motores de desarrollo distintos del turismo. Bueno, no pasa nada: la opción de no deshacer del todo las maletas para probar suerte en otro sitio es siempre digna de ser tenida en cuenta y en ocasiones preferible, saludable. Un servidor es padre de una hija de quince años a la que querría ver haciendo esas maletas cuando llegue el momento para trasladarse a donde quiera con tal de depender de sí misma. Al mismo tiempo, no obstante, resultaría razonable reivindicar el derecho a la permanencia, de manera que quien quiera vivir aquí no tenga que vérselas compitiendo con fondos de inversión para hacerse con un techo, ni renunciando al descanso ni a la calidad de vida de la que esta ciudad ha hecho gala siempre. El nomadismo rejuvenece y mantiene la inteligencia activa (aunque también hay quien lleva años por ahí y no se ha enterado de nada), pero siempre debería entenderse como una opción, no como una imposición. Por otra parte, si a Málaga se le dan de lujo las paradojas, en este particular no iba a ser menos: tengo la suerte, al mismo tiempo, de conocer cada vez a más personas llegadas de otros sitios que han decidido establecerse aquí por motivos relacionados, ante todo, con esa calidad de vida y las oportunidades que Málaga ofrece. Participé en varios encuentros del festival de literatura hispanoamericana Verdial, celebrado en varios municipios de la provincia hace algunas semanas, y he podido entablar una incipiente amistad con algunos escritores de gran influencia en América Latina que ha decidido venirse a vivir a Málaga rendidos ante sus encantos. Algunos, más aún, han dado este paso después de haber residido algunos años en Madrid, ciudad de la que han terminado cansados por motivos consabidos, y de haber encontrado en la Costa del Sol un nido mucho más amable y muy bien conectado, con casi las mismas facilidades para subir a un avión y visitar sus lugares de origen u otros cualesquiera. Me gusta pensar en Málaga como una solución preferida por muchos, igual que me gusta considerar malagueño de pleno derecho a quien viene aquí a buscarse la vida, ya sea de manera holgada o compartiendo piso con otras familias, afrontando problemas de integración y con serios apuros para que cuadren las cuentas.
El nomadismo, ya sea como oportunidad de mejora o como exilio forzoso, ha existido siempre, con su lógica, sus parabienes y sus contrapartidas. Pero este fenómeno tiene en realidad poco que ver con el que atañe a las ciudades desde que ya no se consideran tanto lugares para vivir, independientemente de donde hayas nacido, como productos para su compraventa, es decir, como mercancía para hacer negocio. Si se trata de cambiar crecimiento por crecentismo (un desarrollo económico en beneficio de los habitantes por un desarrollo económico en beneficio de la acumulación de capital), la evidencia es que el estancamiento resulta siempre adverso a la lógica de mercado. A cualquier negocio le sienta bien el dinamismo transitorio, la disposición abierta y continua a revisar y reformular, esto es, cambiar unos productos del escaparate por otros a la mayor velocidad. Y, si Málaga ha quedado convertida en un negocio, sin tiempo apenas para caer en la cuenta, lo que el mercado va a demandar es justamente un dinamismo expansivo que ya no tiene que ver tanto que ver con el nómada de siempre sino con una idea de ciudad a modo de estación de servicio, de lugar de paso. Por eso la figura del nuevo nómada digital, promovida en los últimos años incluso como deseable arquetipo de éxito social, encaja a la perfección con este nuevo paradigma: el nómada digital, vinculado especialmente al sector tecnológico, trae su pueblo consigo, va de un lado a otro sin haber salido realmente de su casa ni de su trabajo, por lo que se limita a consumir determinados servicios en cada sitio sin preocupación alguna por el arraigo: cuando no le guste donde está, se trasladará a otra parte y listos. Este perfil, a medio camino entre el profesional y el turista, entraña el modelo productivo que más interesa a un negocio cuyo objetivo último es que toda la población se comporte como turistas, en cualquier época del año y sea cual sea su ocupación. El problema llega cuando se pretende hacer pasar este fenómeno por el nomadismo de siempre. No, son distintos. El primero, deseado o no, fortalece a las ciudades. El segundo las aniquila.
Porque, por más que les pese a algunos, las ciudades son entornos sociales definidos por el rango de ciudadanía. Y, desde la fundación griega de la polis, la ciudadanía encuentra su identidad en la permanencia necesaria para transformar ese entorno, en términos de cooperación, en función de sus necesidades. Convertir a los ciudadanos en turistas eternos, con sus puestos de trabajo a cuestas, es tal vez el mejor modo de destruir la ciudadanía y con ella, claro, al poder político y económico que legítimamente le corresponde. Y esto explica que las ciudades funcionen cada vez más como parques de atracciones en lugar de espacios sostenidos, dirigidos y significados por la ciudadanía. Si la ciudadanía no ejerce su responsabilidad, renuncia a sus derechos y se desentiende de sus aspiraciones, deja su cuota de poder en manos de especuladores cuyas motivaciones no son precisamente democráticas. Por eso, Málaga, igual que cualquier otra ciudad que se precie, necesita recuperar las bases más amplias de su sociedad civil, en la que tendrá que haber sitio para cualquiera que esté dispuesto a partirse aquí la cara por los suyos, hombro con hombro, venga de donde venga. Y todo esto tiene que ver con la educación, por supuesto, aunque en un sentido bien distinto al que señalaba nuestro alcalde. Málaga no necesita más peones, sino ciudadanos conscientes de su poder y sin miedo a utilizarlo. No es descabellado considerar que pocas veces desde el advenimiento de la Edad Moderna ha estado tan en peligro el modelo que ofrecen las ciudades como marco de convivencia. Pero lo peor es que no parece haber una alternativa.
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