Málaga y el alto standing
Calle Larios
Si se trata de que lleguen visitantes de elevado poder adquisitivo, la torre del Puerto es un atractivo idóneo
Otra cosa es que busquemos un turismo sostenible para una ciudad habitable
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Málaga/Hace un par de sábados por la mañana, a eso de las once y media, en la calle Fresca. Hay dos tipos sentados en el escalón de un portal. Se trata de un edificio de apartamentos turísticos, aunque, si los susodichos son turistas, que no lo parecen, su origen es estrictamente nacional. Uno de ellos se dispone a esnifar una raya de cocaína. Para ello, ha depositado la droga en la superficie de su teléfono móvil y ha apartado la raya con una moneda. Su compañero le ríe la gracia a mandíbula abierta: “Pero, tío, ¿de verdad que vas a metértela así? ¡Estás loco, tío!” La escena sucede a la vista de los transeúntes, algunos turistas y también alguna familia autóctona. Sus protagonistas, que andan entre los treinta y los cuarenta, responden al perfil del tipo normal, del montón. Independientemente de que sigan de fiesta a estas horas, perjudicados a tope y llenos de moscas, nada en su aspecto les hace parecer yonquis ni suscita, de paso, desprecio ni conmiseración. Son los compañeros de trabajo habituales, los maestros del colegio, los viajeros del metro, los que buscan el mejor rape en el mercado, vestidos como la mayoría, con las pintas de la medianía más conforme. El más audaz ingiere aquello por la nariz y viene a mi recuerdo la imagen de un suceso similar ocurrido en la misma calle allá por 1989 o 1990. Si la memoria no me traiciona, que espero que no, acababa de salir de la librería de viejo que hacía entonces esquina en la misma calle con un ejemplar de Stephen King (debía ser Cementerio de animales) y todas las ganas de llegar a casa y leerlo en mi adoración adolescente al maestro del terror. Seguramente no en el mismo portal, pero sí en otro muy cercano, quizá anexo, cuando no había apartamentos turísticos y la vía era una estrechura sucia y mal iluminada, había otros dos tipos. Entonces no me paré a pensar en la edad que podrían tener, aunque hoy sospecho que no debían haber contado muchos más de los veinte. Sí los recuerdo ataviados con chaquetas de chándal parecidas, si no, idénticas, debidamente arremangadas. Por un segundo dejé de hojear mi libro, eché un vistazo fugaz y reparé en que justo entonces los dos estaban inyectándose su droga con la jeringuilla recién introducida. Eran los años más duros de la heroína y, de alguna forma, me había acostumbrado a encuentros de este tipo terriblemente frecuentes. La experiencia me había enseñado que al ver algo así lo mejor era salir corriendo, y eso hice. Recuerdo que uno de los dos tipos me llamó con voz rota, rubio, ven aquí. Con lo que entendí que, bueno, los vampiros de los que Stephen King había escrito en El misterio de Salem’s Lot habían decidido invitarme a su fiesta. Aquellos sí eran yonquis de toda la vida, acabados, exhaustos, en las últimas, objetos potenciales de la piedad de cualquiera que pudiera sentirse conmovido ante ellos. Como tantos otros que, en aquellos años, no llegaron a vivir para contarlo.
Costaba resistirse a la tentación de la comparación. Bien, es innegable que algo hemos avanzado: aquellos heroinómanos que amanecían secos cualquier jueves en un banco eran carne de cañón armados con navajas gastadas para quitarles la paga semanal a pánfilos como yo. El consumo de cocaína, ya se sabe, está asociado a adictos más pudientes, en su mayoría gentes de bien que rara vez van por ahí incordiando a quien ni les va ni les viene (cuestión distinta es lo que tienen que soportar quienes tienen la desgracia de compartir con ellos vivienda o parentesco). Aunque sea mezclada, la coca representa un alto standing al lado de aquellas jeringuillas salpicadas de sangre que aparecían día sí y día no en el callejón de detrás de mi bloque. Y no en vano constituye Málaga tanto uno de los mercados fundamentales para la distribución de cocaína en toda Europa como una de las ciudades con mayor índice de consumo en el país, España, donde más coca se consume en el continente. La heroína, además, quedó en su momento asociada al sida y tanta tragedia que el virus trajo consigo, mientras que la cocaína no depende tanto del chute a cuatro manos. Al ver a aquellos dos tipos en el portal con su rudimentario sistema de esnifado, uno sólo podía admitir que Málaga se ha convertido también en una ciudad de alto standing en lo que a sus peores pesadillas se refiere.
Posiblemente sea esta una asociación injusta, pero el empeño en vincular la capital de la Costa del Sol con un turismo de elevado poder adquisitivo tendrá su conquista definitiva con la torre del Puerto a la que el gobierno municipal concederá su última luz verde en las próximas horas. Que los impulsores del proyecto se hayan apresurado a dejar claro que no hay "ninguna fuga legal" se traduce en una notable tranquilidad: a ninguno de nosotros, ni siquiera a los peor pensados, se nos ocurriría sospechar que el Ayuntamiento accedería a aprobar cualquier invento que pudiese incurrir en la mínima ilegalidad. Acabáramos: si se trata de invocar el turismo de alto standing, el rascacielos es el señuelo perfecto. Lo cierto es que quienes cantan las alabanzas del alto standing actual en comparación con aquella Málaga oscura de yonquis en los portales a menudo pasan por alto la evidencia de que al narcotráfico le gusta demasiado esta ciudad y de que la cocaína es hoy día igual de accesible en sus calles que las pipas con sal. Es decir, no se trata tanto de erradicar la desgracia como de elevar su precio, darle un caché más distinguido, más reservado. Del mismo modo, en ningún manual podremos leer que los hoteles de alto standing tengan la llave para un turismo más sostenible en una ciudad más habitable, pero eso es justo lo que pretenden que creamos, por mucho que vayan a plantar uno enorme en la superficie más sensible de nuestro litoral. Un poco como cuando, en Marbella, Jesús Gil prometió erradicar la prostitución y lo que hizo fue expulsar a los chulos de pacotilla y sus esclavas para ceder el negocio a carísimas escorts, no menos esclavas, y sus trajeados y reconocidos representantes. A lo mejor, con un poco de imaginación, podemos atar cabos a lo Michel Houellebecq y hacer del consumo de cocaína un atractivo turístico. El narcotráfico pagaría su parte encantado y ahí sí que tendríamos un turismo de alto standing. Es verdad que, en tal caso, igual sí hay alguna fuga legal, pero ya habrá manera de solucionarlo. Si ahora resulta que la ley de amnistía sí es constitucional, ¿por qué no habría de serlo nuestro definitivo parque temático? ¿No había que darlo todo por Málaga y los malagueños? Pues eso.
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