Málaga: la bolsa y la vida
Calle Larios
Mantener el discurso del éxito cuando la población sufre la erosión de derechos fundamentales es una invitación a la pregunta fundamental: ¿para quién se gobierna?
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Málaga/Esta vez me paré a tomar el café en Vélez-Málaga. Acudí a la presentación del libro de Antonio Sánchez Millán en el CAC Francisco Hernández y llegué con tiempo, así que allí me vi, en la remozada plaza de las Carmelitas, con una terraza a mi disposición y una ración de lectura en la fanega para matar el rato. Tendí la oreja, sin embargo, al trío que se sentó en la mesa de al lado. Debían andar por los cuarenta (seamos generosos), dos hombres y una mujer animosos y de buen talante. Comprobé que hablaban de otra mujer, una amiga de la vecina que tenía ante mí y que residía en Málaga. Y era ella, la susodicha, la que relataba a los dos varones los problemas que esta amiga había tenido que afrontar con su alquiler. Bien, no hay manera, pensé, esta pesadilla me persigue, me vengo a Vélez-Málaga a tomar un café y hablar de libros un rato y ya está aquí, no falla, el problema inmobiliario. Pero es que resultaría interesante, a nivel estadístico, hacer el recuento de las personas que en las terrazas de todos los bares, en las colas de los supermercados y en los autobuses urbanos conversan sobre la cuestión. La historia era la de siempre: la joven, pues la mujer aclaró que su amiga andaba por los treinta y pocos, trabajadora abnegada en una tienda de Zara y sin hijos a su cargo, tuvo que dejar el piso en el que vivía, por la zona de Eugenio Gross (o eso me pareció entender), dado que ya no podía asumir la última subida del alquiler de su vivienda. Uno de los hombres que compartían la tertulia matizó: es que eso está pasando en Vélez también desde hace tiempo, no es precisamente nuevo. Acto seguido, el tercero en el ruedo recordó el caso de una conocida, propietaria de un piso en Vélez-Málaga, que tuvo que enfrentarse recientemente a una doble tragedia: la pérdida del trabajo y un incremento de la hipoteca variable que la hacía inasumible. “El banco se quedó con el piso, aunque antes de irse ella destrozó lo que pudo”. Insisto, es cada vez más difícil salir a la calle y no encontrarte con historias así. Recordé la noticia, publicada en este periódico, sobre el estudio-buhardilla de 42 metros cuadrados (35 útiles) puesto alquiler en el centro histórico de Málaga por 650 euros y en que, literalmente, una persona adulta no podría estar de pie. Durante meses hemos encadenado balances que situaban a Málaga a la cima del aumento del precio de la vivienda en España a la vez que se desplomaba mientras, hace apenas una semana, nos encontrábamos con los datos del INE que situaban a nuestra provincia como la séptima más pobre del país en términos de renta neta meta anual media. Bien, maldita sea, no hay más remedio que hablar de esto. Podríamos dedicar este café a debatir sobre la amnistía. Pero mejor no: hablemos.
¿Qué puede pasar cuando en un territorio vinculas pobreza y encarecimiento de la vivienda? Pues, exactamente, lo que cabría esperar. Lo bueno de la economía es que, por mucha interpretación que apliquemos a los datos, las variables siempre nos dejan ver el bosque (al menos, de momento). En su último informe, Cáritas señala que el número de personas que viven en la calle ha aumentado un 50% en Málaga durante el último año. Y la organización apunta al encarecimiento de la vivienda como primera clave para la explicación de esta crisis. Para saber que hay más gente viviendo en la calle sólo hay que asomar la nariz y echar un vistazo. En el barrio la situación es cada vez más grave, especialmente desde que las noches llegan antes y el frío aumenta. Pararse un segundo a escuchar a estas personas entraña una pedagogía definitiva: una mujer que debía andar también por los cuarenta, aunque aparentaba fácilmente veinte más, vestida con un abrigo negro roto por varios sitios, con el pelo sucio y el tinte rubio arrasado entre un océano de canas, a la que no había visto antes (y eso que en el barrio tengo fama merecida de portera cotilla), se me paró en la acera hace unos días para pedirme una moneda y me contó que había perdido su casa, que esperaba que sus hijos estuvieran con su padre aunque no estaba segura y que le había quedado una pensión de 400 euros. “Con eso puedo apañármelas para comer, pero no mucho más”, apostilló, antes de darse la vuelta y marcharse. Las personas que viven en la calle, por lo general, repiten muchas veces lo que dicen. Pueden pasar de ser amables e inspirar ternura a parecer profundamente desagradables y liarse a cagarse en la madre de todo el mundo en cuestión de segundos. Es curioso cómo la experiencia de haberlo perdido todo se traduce en perfiles de rasgos bastante comunes. Pero más curiosa aún es otra evidencia: la mayor parte de las personas que llegan ahora al desamparo tuvieron, no hace mucho, un oficio, una familia y una vivienda. Con su política al respecto, esta ciudad les ha dado la espalda. La puerta, como advirtió el profeta, es cada vez más estrecha. La vulnerabilidad es ahora, del mismo modo, una condición general, en la medida en que atañe a cada vez más gente. Al contrario que el derecho a la vivienda en Málaga, la marginalidad sí es inclusiva. Todo el mundo cabe en la calle. Los atracadores de antaño te obligaban a escoger entre la bolsa o la vida. Lo bueno es que, gracias al sutil modelo extractivo de nuestros tiempos, ya ni siquiera hace falta que escojas.
Es de suponer que una consecuencia lógica de convertir un derecho en bien especulativo para fondos de inversiones es que la respuesta a esta situación por parte de las administraciones se haya quedado, hasta ahora, en las mismas promesas relativas a la construcción de más vivienda pública igualmente inasequible y anclada en un mercado voraz. Ya no sorprende que determinados líderes sigan hablando de Málaga como una historia de éxito mientras la provincia lidera la subida del paro en octubre. No es que el emperador vaya desnudo, es que perdió la ropa hace ya demasiado tiempo. Pero, quién sabe, igual un día podemos dejarnos de presumir de marcas como niños engreídos a la puerta del colegio y ponernos a trabajar por una ciudad en la que no tenga que terminar tanta gente en la calle. Algo se podrá hacer, ¿no? O, más bien, la pregunta oportuna sería otra: ¿para quién gobiernan los que gobiernan?
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