Málaga: por un año de resistencia
Calle Larios
Frente a la pujanza del escaparate, la verdadera ciudad seguirá ahí, en los pequeños gestos, en signos que no pueden ser comprados pero alientan aún el sentido mayor de la vecindad
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Málaga/Poco antes de las vacaciones de Navidad volví a concertar con mi pescadero de confianza en el Mercado de Atarazanas (no inviertan su tiempo en esfuerzos inútiles: no voy a revelarles de quién se trata) la compra de gambas rojas de Garrucha para la cena de Nochebuena. Quien ha probado la verdadera gamba roja de Garrucha, no ningún sucedáneo al uso, sino la auténtica, la fidedigna, sabe bien que no existe bocado igual en todo el planeta, ni en otro tipo de gamba o marisco ni en cualquiera otra gama de productos gastronómicos que al inquisidor se le antoje. Mi pescadero la tiene, la trae en fechas puntuales y yo se la reservo con absoluta confianza. Así que allí estaba yo el sábado 23, en su puesto, con la mayor discreción y a la hora convenida, preparado para retirar la mercancía, como si de una sustancia ilegal o una tecnología extraterrestre desconocida por la NASA se tratara, tras haber pactado con mi dealer la cantidad concreta de piezas que incluiría el lote. Delante de mí, en la cola, ocupaba su puesto una mujer que debía andar más cerca de los ochenta que de los setenta, delgada, vestida de manera sencilla, de cierta finura en el gesto y el tono popular en su acento, y allí los dos, sin nada mejor que hacer, nos procuramos consuelo mutuo tras la racanería del Gordo de Navidad cantando las excelencias que nuestro pescadero exhibía al público general en su puesto, qué color, qué grosor, qué frescura, pero si está todo vivo, qué maravilla. Comprobé que mi encargo estaba ya convenientemente apartado y, mientras se me hacía la boca agua, llegó el turno de la buena mujer, que pidió cuatro carabineros escogidos a dedo, este y este y este y este, a conciencia, como anillos de boda. Una vez servidos, nuestro hombre le preguntó si quería algo más y la mujer negó con la cabeza mientras extendía su mano derecha en un movimiento cortés y eficaz, mientras le respondía: “No, nada más. Yo paso la Nochebuena sola y con esto, un poco de vino y si acaso un cachito de queso ya me lo monto estupendamente”. De modo que allí estaba: aquella mujer iba a vivir la ceremonia más familiar en soledad y se había plantado en Atarazanas para darle a la cita la misma consistencia, el mismo sentido que tendría si la celebrase rodeada de gente. Quizá más aún, quién sabe. La buena mujer se despidió con una sonrisa amplia no sin felicitar las fiestas a todos los que habíamos cruzado una palabra con ella. Llegó mi turno y me llevé mis gambas rojas de Garrucha como si trasladase en la bolsa el Santo Grial, pero mi cabeza, gracias a aquella vecina, estaba ya en otra parte: en la certeza, a la que conviene volver de vez en cuando, como un recuerdo mucho más merecedor de la incorruptibilidad que cualquier himno, de que siempre hay quien, con todo en contra, está dispuesto a darle una coartada a la alegría. De que ahí fuera, en la otra puerta, en la cola del mercado, en el centro de salud, en la barra de la cafetería donde a duras penas nos quitamos las legañas de los ojos, hay quien le pone color a una Nochebuena en soledad en vez de maldecir su suerte, entregarse a los demonios, dárselas de listo o enfadarse con todo el mundo. Y de que estos vecinos brindan una lección diaria que no estamos en condiciones de desaprovechar.
Pocos días después, en una tarde que se nos hizo noche sin darnos cuenta, paseaba con Manuela por el Llano de Doña Trinidad. Queríamos comprobar cómo marchaba la rehabilitación de la plaza, con el corazón entre encogido y esperanzado. Pasamos después frente al corralón al que llaman del Mickey por el peculiar diseño de su enrejado. Es uno de mis corralones favoritos del barrio, aquí, entre el Perchel y la Trinidad, a espaldas de la calle Mármoles, en esta frontera milenaria y austera. Y su decoración navideña es siempre de fábula. Había un vecino en la acera que, tras apurar un pitillo, se nos acercó y nos preguntó: “¿Queréis ver un Belén bien bonito?” “Venga”, respondimos sin pensarlo. El buen hombre, con su pelo cano, su rostro afable y sus manos grandes y redondas, nos abrió la cancela del corralón y nos indicó que pasásemos a la derecha. Allí estaba: un Belén bellísimo, desde luego, mimado al detalle con figuras de tela primorosamente cosidas. “¿Quién ha hecho esta preciosidad?”, preguntamos. Y él respondió, henchido de orgullo, como si lo hubiese construido el más querido de sus hijos: “Los vecinos”. Y sí, puñeta, de eso se trata. De darle valor a lo que hacen los vecinos. Porque ese valor es distinto del precio. No se puede comprar. Salimos después y el vecino, que tenía que marcharse a toda prisa pero se había tomado unos minutos para mostrarnos el tesoro mejor guardado de su corralón, nos invitó a volver cuando quisiéramos. “Estáis en vuestra casa”. Qué prodigiosas sonaron estas palabras en una ciudad empeñada en expulsar a los suyos de todas partes.
Es ciertamente complicado vivir bajo la distinción del valor y el precio, como pedía Juan de Mairena, en una ciudad cuyos principales líderes no sólo confunden ambos conceptos todo el tiempo sino que, más aún, insisten en que en esa confusión está la clave para nuestro desarrollo y nuestro crecimiento. Pero, en realidad, la distinción sólo tiene mérito si se aplica de manera inconsciente, espontánea, no en virtud de un credo político ni de una convicción ideológica, sino de la vida misma, esa que en los barrios se defiende a duras penas, con la verdad con la que se dan el agua o el aliento, sin injerencias intelectuales ni discursivas. Con un modelo cada vez más deshumanizado, que sólo sabe jugarse el tipo a los rascacielos y olvida tan a menudo los servicios públicos elementales, los que presuntamente eran de todos, la ciudadanía se parece cada vez más a un artículo de fe. Pero ahí sigue, sin embargo, sin promocionarse, sin un rincón en el stand de Fitur, sin que la nombren apenas en los planes especiales ni en los debates más urgentes. Queda por delante otro año para la resistencia en el que podremos comprobar qué barrios, qué casas, cuánto patrimonio, cuánta memoria seguirá en pie. Y cuántos vecinos seguirán defendiendo la alegría como se defiende la vida.
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