Málaga: mi reino por un iceberg
Calle Larios
Y todavía habrá que constatar cuántas otras alternativas delirantes se pondrán en marcha con tal de no poner sobre la mesa la urgencia de una ciudad vivible, amable, al alcance de todos, a medida de sus habitantes
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Málaga/La mejor lectura del asunto la hizo pública un vecino del barrio en la cola de la caja del Maskom: “Pues ya podían haberlo hecho cubitos de hielo y haberlos traído igualmente”. Si se recuerda la crisis de escasez de susodichos, que puso en jaque a una ciudad tan dependiente del turismo y la hostelería como Málaga, la consistencia del argumento se multiplica de forma exponencial. Habría tenido así su funeral vikingo, honroso, a su altura, el iceberg de 15.000 kilos que debió llegar a Málaga procedente de Groenlandia dentro del Desafío Ártico promovido por la Diputación Provincial para la concienciación sobre los terribles efectos del cambio climático. Y, de paso, los bares nocturnos habrían podido cobrar cinco euros más por cubata, a ver dónde te vas a dar otro golpe con un hielo como este. De cualquier forma, si se trataba de concienciar sobre el reto que entraña el calentamiento global, podría haberse obviado la versión oficial del accidente (el iceberg acabó partido en dos por un fallo en una maniobra durante el traslado) y anunciar, al más puro estilo fake news, que el fragmento helado terminó derretido antes de tiempo, como cualquier elemento que se precie en este verano tardío, para que vean ustedes cómo de mal está la cosa. Si optamos por la honestidad, no hay más remedio que admitir que 15.000 kilos son muchos kilos y que, como advertiría Chiquito, no podemos dar dos viajes. Ya tuvo mala pata el desafío. Porque habría quedado precioso el iceberg en la Plaza del Obispo, frente a la Catedral, por ejemplo, a disposición de los asaltadores de fuentes que quisieran atravesarlo; o expuesto en el CAC como obra de arte efímera, mostrada ante un público que contemplaría su progresiva degradación hasta el charco último de agua fresca (no sería la primera instalación de esta guisa que se exhibe en un centro de arte, ni mucho menos), como el pájaro disuelto en sus propias lagrimas que imaginó Borges; o instalado junto a las torres de Martiricos como valor añadido a una operación urbanística que todavía no entiende nadie y que, por lo menos, habría contado así un toque bien exótico entre los atractivos ya celebrados por los futuros propietarios. Resulta significativo lo mal que se le da a esta ciudad todo lo relacionado con la naturaleza y sus dominios. Recuerden lo de Art Natura en Tabacalera, o el picudo rojo al que quisieron eliminar incendiando palmeras, o la determinación, finalmente malograda, de acabar con las cotorras invasoras a base de perdigonazos, al modo americano. Será que nuestra índole urbanita, tan proclive al ladrillo (él sí, feliz y a sus anchas, mimado por el entusiasmo especulativo de los fondos de inversión), repele con la mayor espontaneidad, como en una reacción química elemental, todo lo que huela a ecosistema a kilómetros.
Más allá de la sorna y la vergüenza que hubo que pasar tras la difusión viral del asunto, como confirmación ceniza de que Málaga también forma parte ese club de ciudades en las que la parodia viene servida de antemano, lo interesante es el razonamiento por el que alguien decide que es una buena idea traerse un iceberg de Groenlandia para concienciar sobre el cambio climático a gente que se enfrenta a temperaturas cada vez menos asumibles, a veranos infernales, a los pantanos de su entorno secos como páramos africanos y al discurso oficial que llama al salvamento de la temporada turística por encima de las necesidades y los derechos de los ciudadanos. Un poco como si a los condenados al Infierno de Dante se les advirtiera de las consecuencias de su impiedad. También resulta conmovedor el empeño de la Diputación en ilustrar sobre lo que nos deparará el efecto invernadero en una ciudad cuyo crecimiento ha descartado zonas verdes y reservas climáticas y que, sin embargo, ha visto multiplicada su densidad más árida. Por no hablar de que, respecto a la anunciada metamorfosis de la capital como gran área metropolitana a través de la conexión reforzada con otros municipios de la Costa del Sol, nunca, en ningún momento, hemos tenido noticia de lo que acarreará tal operación a nivel medioambiental. Cierto dicho antiguo reserva a la picaresca que se las ingenia para obtener beneficios sin dar un palo al agua el siguiente dictamen: “Es increíble lo que más de uno es capaz de urdir para no tener que trabajar”. Del mismo modo, resultan dignas de admiración las alternativas propuestas, a cual más delirante, con tal de no poner sobre la mesa la discusión centrada en cómo hacer de Málaga una ciudad más vivible, más amable, al alcance de todos, hecha a la medida de sus habitantes, no de sus inversores. Lo mejor de todo es la certeza de que asistiremos todavía a alternativas mucho más alucinantes. Ni J. G. Ballard habría imaginado una distopía tan hortera.
La cuestión es, claro, que la opción de una política medioambiental eficaz y a la altura de las circunstancias entrañaría la delimitación del aprovechamiento extractivo de sus recursos; es decir, la definición de la ciudad como tal, en virtud de sus vecinos, no como fuente generadora de bienes naturales susceptibles de ser puestos a la venta. Pero algún precio había que asumir si queríamos que Málaga se pusiera de moda. De cualquier forma, hay en todo esto, si quieren, una posibilidad maravillosa: en cada atardecer del otoño, la luz mediterránea filtra en la calle más insospechada matices, colores y contrastes ante los que vale la pena quedarse absorto por un tiempo, como un tarado cualquiera que se detiene en la esquina. Especialmente si hay árboles para que ese filtrado se despliegue como en un espejo solemne, o una orilla en la playa desde la que ese atardecer adquiere su mayor sentido. Disculpen tan patética concesión a la sensiblería. Sólo quería expresar que, cuando ya no queden malagueños a los que traer un iceberg desde Groenlandia, sólo turistas que pidan otro cubito de hielo en su tubo, toda esa belleza permanecerá a prueba de rascacielos y especuladores. Y esta ciudad seguirá valiendo la pena. Como en el ejercicio de una resistencia que, quién sabe, todavía puede alcanzarnos.
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