Málaga y la clase turista
Calle Larios
Igual nadie contaba con que, cuando todo fuera escaparate, no iba a quedar nadie para seguir pregonando el pescado, pero el territorio mantiene su futuro hipotecado en los mismos términos
La Vega de Mestanza también existe
Málaga y el derecho a la ciudad
Málaga/Me llegó el mensaje al móvil cuando iba de paseo con Estrella por el barrio. Se trataba de un anuncio de un famoso portal inmobiliario sobre un piso de dos dormitorios y sesenta metros cuadrados, situado en el Ensanche (o Soho, como prefieran), propuesto para alquiler con una mensualidad de 1.700 euros. En la foto aparecía un tugurio frío, estrecho y mal iluminado. Los propietarios ni siquiera habían tenido el buen gusto de darle una mínima dignidad a la escena. Debían estar convencidos, supongo, de que se lo quitarían de las manos. Algunos días después me dijeron que en la Goleta los alquileres rondan ya los novecientos euros, en calles donde familias en su mayor parte muy necesitadas que hasta hace poco pagaban trescientos o cuatrocientos están viendo sus cuotas multiplicadas año tras año. Hace algún tiempo se hablaba en el barrio de los asustaviejas, pero ya no es necesario acudir a una figura tan desagradable para regular el mercado: la misma demanda se ocupa de mantenerlo todo en los cauces previstos para la ansiada igualación por arriba. Evidentemente, quienes pueden permitirse tales precios son turistas o profesionales de países europeos y norteamericanos que llegan a Málaga para engrosar la colonia de nómadas digitales. Pero las caras que ponen cuando llegan a este otro barrio y se lo encuentran tan distinto de la calle Larios prometida en las promociones turísticas son, según cuentan algunos vecinos, merecedoras de salir en las portadas. Mientras tanto, claro, los mismos vecinos van sabiendo cuál es el objetivo establecido a plazos cada vez más cortos para sus propios alquileres. Pero no todos pueden plantearse una alternativa. Ni mucho menos. Málaga empieza a funcionar un poco como los aviones, pero al revés: si no puedes viajar en clase turista, es mejor que vayas a pie. Sólo cuando las startups tecnológicas de mayor apogeo en Málaga empiezan a crear divisiones inmobiliarias para la adquisición de grandes edificios en el Centro (no se podía saber) se entiende bien el empeño puesto en la creación del Málaga Valley, la Málaga Tech y las demás marcas al uso. Porque el destino natural de estos edificios, claro, pasa a ser el de neveras de flamantes apartamentos para más nómadas digitales de alto standing. Cuidado, que el precio de la vivienda se dispare y, más aún, que no se vislumbre una cima a tal ascenso, constituye un indicador económico del que Málaga sale beneficiada en no pocos rankings internacionales. La cuestión es en qué beneficia semejante revalorización al ciudadano de a pie, al que vive aquí y que tiene que lidiar con los salarios de aquí. Ahora sabemos que nada en absoluto, pero esto tampoco tiene importancia. Lo interesante es la cara del alemán, el inglés, el saudí o el canadiense que se deja novecientos euros en el alquiler de un piso con menos luz que el aseo del conde Drácula al ladito del parking Las Delicias. Es que esto es Málaga: haber escogido muerte.
El turista, ya sea el que viene para una escapada lúdica, ya sea el que viene a producir para su empresa con el portátil bajo el brazo para una temporada, es percibido como una criatura con mucho dinero. En este sentido, la industria ha cambiado poco desde el Torremolinos Chic. Ahora, el turista representa, fundamentalmente, el papel de alguien que puede dejarse novecientos euros por dormir un mes en la Goleta o 1.700 del ala por hacer lo mismo un mes en el Soho sin despeinarse. Así que, incluso con nuevos agentes en juego como los graciosamente incorporados desde el sector tecnológico, el negocio sigue dependiendo de que el pescado se pregone en el mejor puesto del mercado, algo que corresponde ya no sólo a la industria sino a la ciudadanía en su conjunto. Esto explica que el consejero de Turismo, Arturo Bernal, sea capaz de garantizar el suministro de agua al turismo de la Costa del Sol para este verano y advertir a la población de que tendrá que afrontar novedades de calado en el consumo ante la situación de los pantanos en la misma rueda de prensa. Un poco como cuando el alcalde, Francisco de la Torre, defendió que la ciudadanía tendría que sacrificar su movilidad para garantizar la seguridad de los turistas, advertencia en la que la peatonalización de la Alameda prometida por Daniel Pérez encaja como un guante. Nuestros representantes institucionales consideran que la ciudadanía de Málaga sigue encantada bajo el hechizo del discurso del éxito internacional y que ve por tanto con buenos ojos que al turista se le garantice como privilegio lo que hasta hace poco eran derechos de todos. Y probablemente tienen razón. El problema es que, cuando te igualan el alquiler al del turista, a muchos no les queda más remedio que largarse. Y a ver quién va a seguir pregonando el pescado cuando ya no quede nadie en el mercado.
Parece, con todo esto, que la industria turística nos ha conducido a una situación similar a la que asumió el Imperio Romano en su decadencia, sólo resuelta con su fragmentación. Ya desde el siglo II de nuestra era, los ciudadanos que se dejaban dos décadas de su vida en el ejercicio militar para la defensa de las fronteras del Imperio regresaban a sus casas con una mano detrás y otra delante, sin asistencia, sin manutención y sin muchos recursos para garantizar el sustento de sus familias. Por más que emperadores como Marco Aurelio intuyeran que aquí había un problema serio, la administración común consideraba que la gloria de haber contribuido al sostenimiento del Imperio constituía una razón suficiente para que los regresados aceptaran sin más sus difíciles condiciones (lo que explica, por otra parte, el ascenso del cristianismo en ciudades como la misma Roma, ya que las comunidades cristianas garantizaban con sus diezmos la protección de huérfanos, viudas y personas con menos ingresos; recomiendo la lectura del historiador irlandés Peter Brown al respecto). Aquella gloria, como sabemos, no resultó sin embargo suficiente. Como tampoco lo es, quién sabe, el consuelo de estar contribuyendo al éxito corporativo de una ciudad a costa de la pérdida de derechos de sus ciudadanos. Entiéndanlo, no es turismofobia: es, simple y llanamente, hartazgo. La Historia también nos regala otra lección: al menos desde el Renacimiento, la ciudadanía está dispuesta a ser tomada por tonta sólo hasta cierto punto. Con sequía o sin ella.
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