Málaga: la fuerza de la costumbre
Calle Larios
Siempre se cuenta con que la población se hará a la idea, incorporará los hábitos, pasará página, pero, aunque sea en ejercicio de la ciudadanía, ante determinadas derivas sólo se puede decir que no
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Málaga/Coincidí con un viejo compañero del oficio periodístico y, como correspondía, nos pusimos al día. Resultó que teníamos nuestros destinos en la misma dirección, así que echamos a andar mientras conversábamos. Atravesamos Atarazanas y pasamos junto al hotel de Moneo, que entró de lleno en nuestra charla. Recordamos la presentación del proyecto, la respuesta social contraria a su construcción, el derribo de La Mundial, los retrasos, todo aquello. Mi compañero se quedó entonces mirando a la fachada del hotel y afirmó: “No sé. La verdad, creo que ya me he acostumbrado a verlo”. Y lo cierto es que entonces mi colega dio en el clavo. Porque de eso se trata: de acostumbrarse. Antes pasaba uno junto al hotel y evaluaba sus hechuras, su acabado y su volumen, a un lado y a otro, y echaba un buen rato. Ahora, apenas llama la atención la ampliación progresiva de la terraza que va conquistando el antiguo Hoyo de Esparteros. Parece, por lo demás, que el hotel siempre ha estado ahí, que La Mundial nueva siempre ha estado donde la han puesto, como estaba la antigua, como estaba el aparcamiento aquel habitualmente atestado. Es más, en su momento, mientras se resolvía el proyecto, y ante una oposición ciudadana creciente, el mensaje común entre los promotores, las autoridades municipales y el mismo Rafael Moneo venía a ser el mismo: el edificio resultará una novedad abultada, pero los ciudadanos se acostumbrarán y lo asimilarán. Iguales advertencias llegaron desde diversos portavoces del Ayuntamiento, la Junta de Andalucía y el Gobierno Central respecto a la torre del Puerto: ya se acostumbrarán. Y es cierto: la costumbre es, tal vez, la principal argamasa que une y da consistencia a la población de cualquier ciudad. Las autoridades lo saben, como saben que el hábito generado por la costumbre es de muy difícil disolución. Crear una tendencia adversa a la rutina es una tarea rematadamente difícil, lo que se traduce, sin remedio, en una especie de carta blanca a nivel político. Samuel Johnson lo expresó a la perfección: “Las cadenas del hábito son generalmente demasiado débiles para que las sintamos, hasta que son demasiado fuertes para que podamos romperlas”. La Historia nos ha dejado testimonios, periódicamente renovados, de personas que han logrado habituarse a guerras, catástrofes naturales, hambrunas, crisis económicas y asedios terroristas. Al cabo, la vida necesita siempre una mínima impresión de costumbre. Durante la pandemia, el confinamiento impuso a la fuerza unas rutinas que, una vez acabado el encierro, muchos echaron (y echan) de menos. Pero que el ser humano sea un animal de costumbres es, insisto, una verdad muy tenida en cuenta a la hora de ejercer el gobierno. Siempre se cuenta con que la gente se acostumbrará y pasará página. La costumbre da votos. Contar con ella entraña una enorme ventaja.
Mucho tiene que ver el hábito, por extensión, con la definición del modelo de ciudad actualmente aplicado en Málaga. Resultaba previsible, al menos hasta cierto punto, que los malagueños fueran a acostumbrarse, por ejemplo, a la proliferación en el centro y en los barrios de los apartamentos turísticos. Tanto, que ahora hay aquí más apartamentos turísticos que en ningún otro sitio en España. Y, si la gente se acostumbra a ver las casas convertidas en hoteles, tal vez, con un poco más de esfuerzo, llegará a acostumbrarse a no poder pagar el alquiler, ni la hipoteca, y tener que irse a vivir a otra parte. Poco a poco nos hemos ido haciendo a la idea de que las terrazas de la hostelería invaden naturalmente los espacios públicos, a menudo más allá de lo que contempla la normativa al respecto, hasta el punto de ver mesas montadas en las mismas puertas de los museos. También se puede acostumbrar la gente a la falta de zonas verdes: Málaga es un vivo ejemplo de esta domesticación. Mientras tanto, no faltan voces, desde la administración y la opinión pública, prestas a aconsejarnos amablemente que, si no nos hemos acostumbrado aún, mejor lo vayamos haciendo, porque, efectivamente, es lo que no hay y no existen alternativas, tal y como vemos en algunas de las grandes capitales del mundo (busquen por cierto a Leslie Kern y su libro La gentrificación es inevitable y otras mentiras, muy ilustrativo sobre la cuestión). No importa si otras muchas ciudades europeas, incluso con mayor población que Málaga, han desarrollado (y desarrollan) con éxito proyectos de regeneración y sostenibilidad urbana que pasan por una gestión más sana de los espacios públicos, más zonas verdes y un control racional y equilibrado de las infraestructuras turísticas y hosteleras, sin que la afluencia turística se vea mermada. No veremos esos casos sobre la mesa, salvo en el caso de algún que otro pesado, porque atentan directamente contra nuestras sanas costumbres.
Resulta, sin embargo, que hay ciudadanos que protestan contra la proliferación en las calles de candados con las llaves de los apartamentos turísticos, por el riesgo que suponen para la seguridad de las comunidades de vecinos. Y saben dirigir su protesta de tal forma que los medios se hacen eco y el Ayuntamiento acaba retirándolos. Hay también ciudadanos, como Alejandro Villén, que denuncian los abusos permitidos en Málaga a cuenta de la hostelería y el turismo, a veces incluso con riesgo personal, con tal de azotar la costumbre y de que podamos ver algo más allá. Pocos han escrito más y mejor sobre la costumbre que Albert Camus, quien oponía a la misma la rebeldía. Para Camus, el hombre rebelde es el que dice no. Y, de igual modo, cabría definir al buen ciudadano como el que dice no. El que dice que esta historia de éxito a la que nos hemos acostumbrado no es tal, sino la historia de una ciudad vendida a la industria turística y hostelera, de la manera más extractiva y a tierra quemada, con su patrimonio histórico destruido y su población expulsada. El que dice que una ciudad nunca puede enriquecerse a costa del empobrecimiento de sus ciudadanos. Que no todo vale para que cuadren las cuentas. Y que a lo mejor estamos a tiempo para hacer las cosas de otra manera. No hay una única forma inevitable de hacer ciudad, por mucho que el discurso que así lo sostiene haya sido asimilado en Málaga con una hegemonía aplastante. Tenemos tiempo, sí. Pero tampoco mucho.
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