Málaga: una apuesta por el decrecimiento
Calle Larios
No se trata de empobrecernos, sino de distinguir entre el crecimiento y el crecentismo
O, en todo caso, de buscar fórmulas para un desarrollo menos proclive a la desigualdad
Málaga y la clase turista
La Vega de Mestanza también existe
Málaga/Hace unos días estuve de escapada literaria en Melilla. Entablé allí conversación con un oriundo de origen marroquí que durante muchos años venía con frecuencia a Málaga y que ahora, terminados aquellos negocios, vuelve de vez en cuando. Afirmaba el buen hombre que Málaga le fascina, que le encanta patearla a conciencia y disfrutarla, que siempre se ha sentido aquí como en su casa porque, sostenía, se trata de una ciudad hospitalaria como pocas. Me confesó, sin embargo, que sus últimas visitas le habían dejado un sabor agridulce: los lugares que frecuentaba, los bares en los que se reencontraba con sus amigos, sus tiendas favoritas y sus rincones predilectos ya no estaban, sustituidos en su mayor parte por espacios franquiciados y, según decía, “con mucha menos alma”. Por no hablar, añadió, de que “donde antes te cobraban un euro con cincuenta por una cerveza, ahora te piden cuatro”. Admitió el amigo que seguramente la menor frecuencia de sus viajes a Málaga tenía que ver con esta percepción. Yo le repliqué que Málaga se había convertido en una gran ciudad, que seguía haciéndolo de hecho, y que eso exige una metamorfosis veloz, es cierto, pero necesaria. Y él me respondió a su vez que eso lo daba por sentado, y que era inevitable y bueno que ese cambio se diera, pero me precisó que se refería a otra cosa: “Antes, Málaga me parecía una ciudad más acogedora, más abarcable. Era muy fácil sentirse de allí porque te conocían en todas partes y siempre volvías con la sensación de llevártela contigo. Ahora todo es muy distinto, más frío, más distante. Ya no es que todo sea más caro, eso se entiende; es que todo va mucho más rápido y te da la impresión de que sólo eres un número. Exactamente como pasa en Madrid o en Barcelona”. Convinimos, al final, en que la consideración de Málaga como gran ciudad entraña algunos peajes. Y que algunos, como la dificultad del acceso a la vivienda, son especialmente dolorosos ya no para los visitantes, sino para su población. Pero que siempre cabe la posibilidad de que estos peajes se corrijan, o se reduzcan, con las políticas adecuadas.
Algunos días después, de regreso a Málaga, recordé esta charla cuando Irene me contó que estaba estudiando en la asignatura de Geografía la teoría del decrecimiento, que comenzó a raíz de la extensión del reciclaje de residuos en las grandes ciudades y que ha terminado abarcando otras muchas cuestiones. Esto de las nuevas teorías del desarrollo social funciona a menudo, ya saben, a base de gurús charlatanes, aunque a veces vale la pena separar el grano de la paja. Indagué después por mi cuenta a partir de la pista que me sirvió Irene (qué momento impagable cuando los padres aprenden de los hijos) y llegué a la figura del antropólogo económico Jason Hickel, catedrático del Instituto de Ciencia y Tecnología Medioambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona y una de las referencias principales en la teoría del decrecimiento (por cierto, la editorial Capitán Swing publicará el próximo 8 de mayo uno de sus ensayos más destacados, Menos es más: cómo el decrecimiento salvará al mundo). Hickel hace una distinción muy interesante entre crecimiento y crecentismo, y es interesante porque muy a menudo se hace referencia a lo primero cuando, en realidad, se está hablando de lo segundo. El crecimiento económico es, evidentemente, un factor deseable en todas las sociedades; el crecentismo, sin embargo, hace referencia a un modelo de crecimiento por el crecimiento mismo, esto es, por la mera acumulación de capital, en lugar de la satisfacción de las necesidades humanas y la consecución de determinados objetivos sociales centrados, Constitución en mano, en la igualdad de derechos y oportunidades de todos los ciudadanos: aquello por lo que justamente nació el Estado moderno y por lo que la existencia del mismo se sigue juzgando necesaria. Hickel propone, de manera un tanto audaz, el alumbramiento de una economía postcapitalista, pero no resulta menos interesante el debate sobre el posible margen de corrección que ofrece el capitalismo contemporáneo a tenor, justamente, de la desigualdad que propugna.
Llegados a este punto, no es difícil considerar que en Málaga, especialmente en los últimos años, la ciudad ha experimentado algo mucho más parecido al crecentismo que al crecimiento, en la medida en que las inversiones no han revertido tanto en la ciudadanía como en el crecimiento mismo. Málaga es una gran ciudad a tenor de ciertos valores estratégicos, pero, a la vez, es una ciudad pequeña si atendemos a la posibilidad general de acceso a determinados servicios y derechos, empezando por la vivienda y siguiendo por otros muchos recursos, como el espacio público, ahora reconocidos como privilegios. Y sería interesante comprobar en qué medida un decrecimiento bien calculado podría tener efectos beneficiosos. Supongo que algún lector se estará llevando ahora mismo las manos a la cabeza, así que, por si acaso, matizaremos que el decrecimiento no es contrario al crecimiento, sino al crecentismo. Que no se trata de empobrecernos, sino de establecer unas pautas de crecimiento en las que quepamos todos. Y de que el crecimiento económico del que Málaga presume revierta en más y mejores servicios no sólo en periodo electoral.
El mes pasado leí un artículo revelador en el Diario del viajeroDiario del viajero sobre Zaragoza. Se publicaron entonces, casi a la vez, un informe de Exceltur que situaba a la capital aragonesa a la cola de las grandes ciudades de España en un ranking de competitividad turística centrado, esencialmente, en las inversiones hechas en la materia y en otras claves como la participación en ferias internacionales; y un estudio de la OCU que situaba a Zaragoza como la segunda ciudad española con mayor calidad de vida, sólo detrás de Vigo. Lo curioso es que Zaragoza ganó durante 2022 un millón de viajeros, un 50% más que en 2021, con lo que recuperaba los registros previos a la pandemia. Pero todo apunta a que lo que se ha dado aquí es un caso de crecimiento real, ordenado, que ha permitido a los ciudadanos conservar su status, en lugar de un crecentismo abúlico y descontrolado. ¿Permitiría una menor inversión en materia turística en Málaga, equilibrada con una mayor inversión en zonas verdes y servicios, una mejora de la calidad de vida sin que la afluencia turística se viera resentida? ¿Es decir, una medida de decrecimiento entendido como atención puesta a prioridades cada vez más urgentes? Parece que a otras ciudades no les ha ido mal. De momento, no sobraría un debate político y social al respecto en la provincia, en lugar de esta especie de celebración acrítica de cada portada internacional ganada, de cada gol metido en vaya usted a saber qué portería, sin que sepamos a estas alturas qué significan estos hitos, cómo corresponde interpretar esta historia de éxito.
Vuelvo a aquella conversación en Melilla. Que Málaga se haya convertido en la gran ciudad que aspiraba a ser hace unos años es una buena noticia. Que siga trabajando para serlo más aún, es otra noticia mejor. Pero que se empeñe en mirar los problemas a los que debe hacer frente con las mismas lentes entraña un problema aún mayor. Será cada vez más difícil reconocerse, encontrarse a los mismos amigos en los mismos lugares, y lo echaremos de menos, pero sabíamos que esto llegaría, y estábamos dispuestos a pagar el precio. Lo que no debe darse por bueno, sin más, es el mecanismo que transforma ese crecimiento en un modelo de exclusión, en el que a los ciudadanos se les reserva una función de clientes en un mercado cada vez más restringido. A lo mejor, sí, hay que renunciar al dinero más fácil para vivir mejor. Y no será tan grave. Como afirma Chantal Maillard, llega un momento en que lo que no es imprescindible, sobra. Y el momento es ahora.
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