Málaga y los héroes cotidianos
Calle Larios
Existen y se dejan ver, a pesar del ruido y de que sus gestos no interesan a una mayoría que sólo pide grandes hitos
Pero, sobre todo en días como hoy, conviene recordarlos por todo lo que hay en juego
Regreso al Cementerio Inglés de Málaga
Málaga: son como niños
Málaga/Hace unos días volví a meterme en el barrio de la Goleta y me dediqué un paseo a gusto, a pesar del calor. Presenté mis respetos a la antigua taberna La Raya, donde me llevaba mi padre a beber un zumito, y luego me interné por la calle San Rafael para seguir después por Goletera, Grama, Gigantes, Álvarez, Purificación, Wad Ras, Don Rodrigo, el Monasterio de San José y, ya saben, todo este entramado, detenido en el tiempo, que frecuenté en mi infancia. Supongo que, precisamente, el hecho de que todo se conserve más o menos como entonces hace posible cierta recreación nostálgica en la que uno, maldita sea, se siente a gusto. Hace unos meses, después de que distintas peticiones ciudadanas para la creación de un Barrio de la Música en este enclave fueran descartadas, el Ayuntamiento anunció la creación de un centro audiovisual y escénico en la antigua fábrica de Fiat Lux, lo que sin duda transformará el paisaje, aunque, previsiblemente, con consecuencias deseables; pero mientras tanto, ya ven, uno trisca por aquí como lo hacía de camino a casa de su abuela, cuando Málaga era más pequeña y el mundo más grande. La cuestión es que, ya puestos, decidí dirigir mis pasos a la Biblioteca Cánovas del Castillo, de la que soy asiduo, en el Centro Cultural Provincial de la calle Ollerías; y decidí tomar el atajo que me condujo a la plaza de Los Cristos, uno de mis rincones favoritos de la ciudad, con ese jardín frondoso y umbrío que evoca antiguos ejercicios conventuales y empresas desamortizadoras. Cuando se llega a tales rincones, uno no tiene más remedio que pararse y hacerse a la idea de que esta Málaga de callejuelas y esquinas sorprendentes, tan veneradas en otras ciudades y aquí conscientemente destruidas ya por aquella burguesía del XIX que preferías las extensiones abiertas, es aún posible. Pero hubo algo más que me llamó la atención. El sitio estaba razonablemente limpio, aunque en una de las jardineras se habían acumulado varias botellas de plástico. Ante una situación así, ya saben, uno tiende a fruncir el ceño, a negar con la cabeza y mostrar su poquita de indignación, ay, qué ciudad nos ha tocado, y luego dejarlo correr, sin más, con la esperanza de que el dispositivo competente haga su trabajo pronto y deje la estampa como corresponde. De buenas a primeras, sin embargo, tieso yo allí como un espantapájaros ensimismado, apareció una vecina salida de vaya usted a saber dónde. E hizo algo que asimilé como un sopapo en toda la barba: la buena mujer, seguro más cerca de los setenta que de los sesenta, con su blusa estampada ancha, su pantalón holgado, sus gafas contra la miopía y sus chanclas contra el sofoco, saltó la vallita disuasoria, se metió en la jardinera, cogió las botellas con sus propias manos, volvió a la acera y arrojó la pesca en el contenedor de reciclaje señalado a tal efecto a pocos pasos. Me quedé con todas las ganas de decirle algo, pero cualquier palabra habría resultado ridícula, lo suficiente como para merecer otra bofetada. Pues nada, le haré un artículo. Es más ridículo aún, pero al menos uno se desahoga en compañía.
Y ya no porque, bueno, uno trae aprendido del manual de instrucción elemental que lo que ensucian unos no voy a recogerlo yo, como si la calle no fuera mi casa; sino, sobre todo, porque no queda otra que el convencimiento, de progresión lenta pero eficaz, de que son estos gestos los que hacen ciudad. Más ciudad, casi, que cualquier otra hazaña digna de portada. Hace ya algunos años reparé en un señor que, una vez terminado un partido de fútbol en La Rosaleda, se dedicaba a limpiar de latas y botellas la acera de acceso al estadio en la más absoluta soledad. Esta vecina me devolvió a aquel hombre que no hacía, ni más ni menos, que lo que entendía que tenía que hacer. Lo que no haría ninguno de los que vivimos con la idea de que eso no es cosa nuestra, que ya hay quien se encarga. Que queden ciudadanos sabedores de que Málaga es cosa suya hasta el punto de que decidan dejarla limpia en virtud de sus medios y sus posibilidades, sin esperar a que los servicios públicos hagan su trabajo, entraña un acontecimiento de relieve ante la evidencia de que Málaga es una ciudad muy sucia. Lamentablemente sucia. Y, más aún, podemos echar la culpa de la basura acumulada en las aceras al alcalde, a la Empresa Municipal de Limpieza, al concejal de turno, a los turistas y quien queramos, pero la mayor responsabilidad del desastre es competencia exclusiva de los propios ciudadanos. De modo que qué quieren que les diga, una vecina dispuesta a dejar el jardín de su plaza limpia de botellas de plástico representa algo así como la heroicidad en su estado más fiel. Ahora que los bocazas lo tienen fácil para multiplicar sus púlpitos, la rebeldía y la resistencia se demuestran, más que nunca, en gestos pequeños. Los más imprescindibles.
Otra cosa es que, claro, esas victorias cotidianas queden fuera de los centros de atención y del ruido ya doloroso con el que se pretende convencer al respetable de que lo importante debe ser grande, complejo y muy competitivo. En Málaga gusta especialmente este tono grueso para pregonar lo campeones que somos en cualquier reto que nos planten, aunque, al mismo tiempo, los verdaderos éxitos no figuran en los planes estratégicos, ni en las tribunas de la prensa, ni en los debates de los plenos, ni en las candidaturas al próximo hito internacional. No deja de resultar estimulante, en todo caso, saber que hay ciudadanos dispuestos a hacer de su barrio un lugar mejor, por debajo de toda esa fantasmagoría mediocre, sin más satisfacción que la certeza estoica de saber que se hace lo que hay que hacer. Y no hay nada más difícil que vivir a la altura de tal premisa. Especialmente en días como hoy, conviene recordar que lo más trascendente se resuelve en pequeños gestos. Y que es ahí, en lo minúsculo, lo infraordinario, lo que nadie pregona, donde más posibilidades tenemos de encontrarnos y adoptar el mismo rumbo, aunque pensemos de manera diferente. Nada genera más desconfianza que el subrayado, la mayúscula, el convencimiento. A menudo lo más fácil es lo que cuesta la misma vida. Y nunca está de más que salga una vecina al corazón de su plaza para recordarlo.
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