Málaga: son como niños
Calle Larios
La evolución de la ciudad, especialmente en el Centro, se ha dado en los últimos años en términos de infantilización, como dirigida a una minoría de edad perpetua para la satisfacción del cliente
Málaga y los movimientos geopolíticos
Historia de dos Málagas
Málaga/Cuando vi las imágenes de aquella pandilla de italianos jugando al fútbol en Alcazabilla y emprendiéndola a balonazos contra el Museo de Málaga recordé otro episodio reciente. Acababa de abrir el bar de copas, o pub nórdico, o llámenlo como quieran, en el local del antiguo Café Central, en la plaza de la Constitución, y allá que me asomé a cotillear de qué iba la cosa. Cuando comprobé que se trataba de otro local franquiciado más, igual que otros muchos del Centro, vi que salían dos parroquianos locales, visiblemente indignados, o al menos con caras de pocos amigos, con sus pantorrillas blancas de jubilados activistas bajo sus pantalones cortos, completados con polo blanco en un caso y camiseta del Málaga en la otra. Y escuché cómo uno decía al otro: “Vámonos. Este no es sitio para que una persona adulta se tome una cerveza como Dios manda”. Confieso que no entendí de primeras el reproche, pero caí en la cuenta más tarde de que el decorado, que por otra parte dejaba bastante que desear, le confería al local un aspecto que aquel cliente frustrado percibió como infantil, más propio de un parque de bolas. Y, bueno, si uno decide darse un rato de asueto con el compadre para hablar de los problemas con Hacienda, con la parienta o con el jefe, igual no se trata del entorno más adecuado. Aquel mismo día enfilé por la calle Larios y su entorno, alertado ante el anuncio de ciertas marcas de moda que habían decidido sacar de aquí sus sedes ante una subida de precios en los alquileres que tampoco estas empresas podían asumir (el capitalismo pop tiende a devorarse a sí mismo a mayor velocidad que el de toda la vida). Y encontré entre las nuevas incorporaciones a la vía más señorial de Málaga algunas tiendas de chucherías, galletas, funkos y otros enseres para la fiesta de cumpleaños perfecta. De hecho, comprobé que una franquicia de golosinas muy vistosa, con piezas enormes cobradas a precio de caviar, se había hecho con varios locales entre la plaza de la Constitución y la de la Marina. A poco que prestaras atención a la clientela del resto de comercios, sobre todo los de moda, encontrabas, por una parte, a gente muy jovencita y, por otra, a gente que no lo era tanto aunque demostraba iguales maneras. Así que todo tenía sentido: los centros comerciales dirigen todo su atractivo a espectros de edad cada vez más reducidos, que es donde con mayor incidencia se acumulan el poder adquisitivo y la actividad consumista. Así que, si conviertes el corazón de tu ciudad en un centro comercial, de manera inevitable tienes que hacerlo familiar a clientes que van a sentirse cómodos en un entorno lo más parecido posible a Disneylandia, entre comida rápida, juguetes, productos azucarados vendidos al peso y las marcas más reclamadas por adolescentes con dinero en los bolsillos.
De manera que sí, el gran milagro urbano que fue el Centro de Málaga se parece cada vez más a las tiendas gigantescas de M&M’s que encuentras en las grandes capitales y de las que sales con la satisfacción de haberte dejado la entrada de un piso en chocolatinas, camisetas y un oso de peluche. Insisto, no se trata sólo de gente muy joven, también de quienes disfrutan actuando como los arquetipos que ciertos canales de televisión han asociado de manera nefasta a los adolescentes. Quienes montaron su partido junto al Museo de Málaga ya eran talluditos, pero vieron a huevo la oportunidad de portarse como los chusmillas que fueron (o siguen siendo), en parte porque la ciudad lanza una invitación permanente al respecto, y allá que se quitaron la camiseta para señalar las porterías. A los desgraciados que van lanzando berridos con sus megáfonos en sus despedidas de soltero parece excitarles la posibilidad de hacer justo lo que les prohibían en sus casas cuando eran niños; es más, lo verdaderamente excitante para muchos de ellos, y algún testimonio tenemos sobre el particular, es poder hacer aquí lo que de ninguna manera se les ocurriría hacer en sus ciudades, donde el hábito sancionador está, parece, más organizado y donde por razones no bien explicadas se sienten conminados a portarse como los adultos que son. Cuando, además, no te alojas en un hotel, sino en un apartamento turístico en el que percibes una mayor legitimidad para hacer el cafre, es relativamente fácil que los entornos públicos y privados se diluyan. Los futbolistas sólo desistieron de seguir estampando balonazos en el Palacio de la Aduana cuando una vecina amenazó con llamar a la policía (y ya nos hemos acostumbrado a que un entorno patrimonial como la calle Alcazabilla se encuentre desprotegido ante el solaz de los bárbaros), exactamente igual que los niños que hacen una trastada en el barrio y son sorprendidos por sus mayores.
En su momento hizo Woody Allen una reflexión interesante sobre cómo al ser desplazadas las salas de cine a los centros comerciales el cine mismo se había visto abocado a una minoría de edad constante: cuesta la vida, afirmó Allen hace ya algunos años, encontrar películas dirigidas a personas adultas, que hablen sobre las emociones, los problemas y las ilusiones de personas que tienen cierta edad y viven de acuerdo con la misma. Sería interesante abordar una reflexión similar sobre la suerte de las ciudades cuando las mismas dejan de funcionar como lugares habitables para convertirse en centros comerciales. Podemos señalar a los museos del Centro como gran excepción en Málaga, pero también contamos entre los últimos fichajes a un Museo del Videojuego decididamente infantilizado, cuyas lucecitas resultan irritantes también a expertos jugadores (me consta, tengo amigos hasta en el infierno) que no por serlo renuncian a la edad adulta. No obstante, lo más paradójico de todo esto es que Málaga sigue siendo una ciudad deficitaria en infraestructuras para los niños, en la que se prohíbe jugar a la pelota en los pocos parques infantiles habilitados, en la que las zonas verdes y los árboles que dan sombra se cuentan con los dedos de una mano y en la que apenas quedan plazas libres de terrazas en las que los pequeños puedan jugar, corretear y pasarlo bien, como les corresponde. No pasa nada: tenemos una Málaga cuchipandi para eternos jovencitos, pero sólo si sus papás aflojan la guita. Cualquier día cobrarán por entrar, como en todo parque de atracciones que se precie. Pero mejor no le hagan caso a este viejo amargado al que le bastan un banco debajo de un árbol y la luz de la tarde para amar a esta ciudad.
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