Málaga: una iglesia en la playa
Calle Larios
Desde el preciso momento en que, de manera interesada, se confunden turismo y convivencia social, se abre la puerta a una conclusión definitiva: todo el mundo es forastero aquí hasta que no se demuestre lo contrario
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Málaga/Hace unos días caminaba junto a la iglesia de la Victoria y una vecina del barrio me llamó la atención y me hizo señas para que cruzara la calle hasta donde se encontraba. Vi junto a ella a una mujer mayor, más cerca de los ochenta que de los setenta, cuyo aspecto me llamó poderosamente la atención. Era menuda, casi una miniatura, con la espalda torcida de manera tan grave que, seguramente a cuenta de una escoliosis, su anatomía quedaba desfigurada hasta reducir aún más la impresión de su tamaño. Conforme me acercaba, otros detalles de la presencia de la mujer me fueron llamando la atención: su melena cana y corta, recogida graciosamente con una pinza, estaba muy sucia y de su barbilla brotaba un manojo de pelos blancos, largos y duros. La piel lechosa de sus brazos estaba arrugada y seca, rematadas sus manos en uñas negras. Mantenía la boca abierta y respiraba de manera fatigosa, lo suficiente para mostrar una dentadura parcial y a la vez sin desarrollar, como la de una niña de siete años. Vestía una camisa rota que se abría desde el cuello hasta el pecho para dar espacio, entendí, a la pronunciada curvatura de su espalda; un pantalón ajustado y agujereado y unas chanclas arrasadas por el uso sobre las que se asentaban dos pies de pájaro, cenicientos y deformados también, en sintonía con el resto de aquel cuerpo varado. Pero me conmovieron especialmente sus ojos, de un azul tan pálido que apenas un leve matiz los distinguía del blanco más absoluto. Me acordé al verla ya de cerca de las brujas de Macbeth. Esperé entonces el olor a rancio que apelaría a la zona más sensible de mi paciencia, pero no, aquella mujer no despedía ningún efluvio especial para vergüenza y denuncia de mi tendencia más prejuiciosa. Durante aquellos segundos en los que mi mirada permaneció clavada a este personaje ni siquiera reparé en la vecina, a la que conocía solo de cruzármela de vez en cuando por la misma calle. Pero entonces la vecina me preguntó si yo sabía inglés y, cuando le respondí que sí, el gesto de la mujer mayor cambió de pronto hacia una sonrisa que delató con más franqueza la podredumbre de sus premolares. Menos mal, creo que está diciendo algo de una iglesia, pero no la entiendo, dijo a su vez la vecina con cierto aire de satisfacción. Escuché entonces la voz dulce, sensible, elevada poco más allá del susurro y con matices metálicos que se expresó en inglés: busco una iglesia para rezar. Inmediatamente señalé a su espalda y le indiqué que justo ahí tenía a su disposición la que tal vez era la iglesia más bonita de Málaga. Pero ella negó con un gesto elocuente y a la vez discreto, con sus manos abiertas: no, no. Quiero rezar en una iglesia junto al mar. En la playa. Hice un barrido rápido en el archivo y la primera que se me vino a la cabeza fue la parroquia del Corpus Christi, en Pedregalejo, como posible candidata al mejor ajuste de su requerimiento. Escribí el nombre en un papel que arranqué de mi libreta, pero le advertí de que se encontraba lejos, así que en el mismo papel le apunté las líneas de autobús que debía tomar hasta el destino. El autobús es mejor que ir a pie, insistí. Si es que prefiere no tomar un taxi. Ella recogió el papel, sonrió otra vez con agradecimiento y echó a andar en dirección opuesta a la parada de autobús que yo le había señalado.
Resultaba difícil no preguntarse después desde dónde podía haber llegado esta mujer, sola, con semejante desorientación, dónde se alojaba, qué hacía por el barrio. Aventuré que a lo mejor paraba en algún hogar de acogida cercano. Tampoco costaba asociarla a la creciente maquinaria de exclusión social en Málaga. En esa ola encuentras gentes de muy diversas procedencias y que, como esta mujer, tampoco hablan español, con lo que la expulsión se recrudece con más puertas cerradas y menos posibilidades de abrirla. Habría sido interesante conocer su historia, qué había detrás de ese cuerpo desmantelado, cuál era su origen, por qué había terminado en este lugar del mundo en el que a duras penas lograría ser más que una extranjera perturbada. Nada tenía que ver con los turistas, por más que, con algo más de higiene y de cuidado, hubiera podido pasar perfectamente por uno de ellos. Había un rastro de miedo en su mirada amable. Y el miedo es razonable cuando ni siquiera sabes hablar el idioma que habla todo el mundo en el lugar donde te sientes atrapado. Los racistas odian siempre, principalmente, en función de las cuentas corrientes ajenas. Pero no podía dar nada de esto por seguro: aquella mujer quería una iglesia junto al mar en la que rezar, eso era todo. Tal vez la imagen de ella misma en recogimiento íntimo con Dios bajo el rumor del oleaje constituía en su ánimo lo más cercano al paraíso. O tal vez ella tenía una iglesia en otra playa y quería sentirse en casa de alguna manera.
Reparé más tarde en que aquella mujer y yo nos parecíamos un poco, más allá de que la suerte, hasta ahora, quiera llevarse mejor conmigo. Es hasta cierto punto fácil sentirse extranjero en una ciudad que aborrece de su propia identidad con tal de hacer la mercancía más atractiva. También voy a veces por las calles buscando un solo lugar en el que reconocerme como parte de Málaga, pero no siempre esos sitios están ahí cuando los necesitas. Cuando creo poder contar con ciertos refugios, como esas casas de amigos a las que sabes que puedes volver siempre y siempre serás bien recibido, a menudo encuentro que ya no existen. Y se pregunta uno entonces si existe la maldita manera de que la ciudad prospere, se transforme, crezca, se multiplique y expanda, abrace la metamorfosis que le es propia, sin que por ello quienes seguimos aquí, de momento, quedemos apartados como extranjeros desorientados que solo saben expresarse en otro idioma. Lo cierto es que no supe guiar a aquella mujer hasta su iglesia en la playa. Y tampoco sé, a estas alturas, dónde estará la mía.
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