Málaga o los malagueños

Calle Larios

A nadie se le habría ocurrido pensar hace sólo una década que la ciudad puede ser el peor enemigo de los ciudadanos, pero la historia nos revela que esta adversidad es recurrente

Y sus consecuencias, invariables

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La ciudadanía es estable, no está de paso: sin permanencia, desaparece.
La ciudadanía es estable, no está de paso: sin permanencia, desaparece. / Javier Albiñana

Málaga/Para tomarle el pulso real a la campaña electoral había que bajar al barrio y tomar un café en El Tornado. Eso hice. Me senté en una mesa y orienté la antena a las mesas colindantes. El mediodía es ese momento de la jornada en que quien puede se reúne en torno a un café o una cerveza para contarse sus problemas. Y en mi barrio, en la Victoria, los problemas son los propios de una población de una media de edad considerable, formada, en un altísimo porcentaje, por propietarios de viviendas que en muchas ocasiones acogen a familiares más o menos directos con serias dificultades para instalarse por su cuenta. Semejante estadística tiene que ver con la multiplicación de los apartamentos turísticos en la zona en un periodo muy breve. Este impulso de la industria ha permitido a otros propietarios que acuden a esta fórmula rehabilitar sus casas, algunas bellísimas en esta parte de la ciudad y condenadas al abandono durante décadas, para darles este uso vacacional; sin embargo, al mismo tiempo, mi barrio es uno de los que han acusado con más fuerza en Málaga la subida del precio del alquiler, inasumible ya para cualquier familia, a cuenta de los mismos apartamentos. Pensaba entonces, sentado mientras esperaba mi café, en cómo el envejecimiento de la población del que hasta hace poco se hablaba en relación con el ámbito rural afecta ya también a las ciudades, en la medida en que esas familias se ven obligadas a alquilar o adquirir su residencia fuera de Málaga, aunque trabajen y estudien aquí. La cuestión es que se sentaron en la mesa que quedaba a mi derecha dos mujeres, una de edad más avanzada, la otra en sus cuarenta, tal vez sus cincuenta, entre las que parecía haber un vínculo familiar no muy directo (al menos, daba la impresión de que hacía tiempo que no se veían). Estaban las dos mujeres hablando de sus cosas cuando entraron de lleno en la cuestión de las elecciones y la mayor dijo algo que llamó mi atención: “Dicen todos que van a hacer con Málaga esto y lo otro, ¿y conmigo, qué van a hacer?” Empezó entonces a quejarse la señora de que su calle estaba sucia, de que había mucho ruido por las noches y de que tiene miedo a salir a hacer la compra cuando llueve porque el suelo resbala y puede caerse. Es decir, puso sobre la mesa sus propios problemas, que consideraba distintos de los problemas de la ciudad. Y esto, claro, merecía una jornada de reflexión tanto o más que cualquier voto.

El envejecimiento de la población del que hasta hace poco se hablaba en relación con el ámbito rural afecta ya también a las ciudades

Dentro o fuera del periodo electoral, el debate político tiende a nombrar cada vez más a Málaga y menos a los malagueños. Cada formación, cada portavoz, propone medidas que cree beneficiosas para la ciudad y, en general, se da por hecho que esas mismas medidas resultarán beneficiosas para los ciudadanos. La lógica más evidente invitaba siempre a establecer esta relación directa, al menos hasta hace cosa de una década. Sin embargo, más o menos desde el mismo plazo, esta relación ya no se da. Y aunque el debate político sigue señalando a Málaga como principio esencial, el debate ciudadano sí parece haber establecido distancias. Cuando se emprendió la peatonalización del Centro hace dos décadas, todo el mundo bendijo la iniciativa como una conquista ciudadana. Pero ahora, a punto de culminar la peatonalización en Carretería, las asociaciones de vecinos y comerciantes han advertido de que la actuación entrañará el punto y final de la ya muy avanzada gentrificación del entorno, para su definitiva incorporación al modelo. Hace diez años todo el personal anhelaba en mi barrio la peatonalización de la calle Victoria. Ahora, por lo mismo, mi impresión, a pie de calle, es que las voces disonantes son cada vez más, por mucho que en varios tramos de la misma calle también haya ya más apartamentos vacacionales que viviendas residenciales. Cuando hace poco más de diez años se hablaba de la expansión del modelo del Centro a los barrios, no pocos vecinos aplaudieron la idea porque entendían que se traduciría en más servicios y más limpieza, más prosperidad y más oportunidades para sus distritos; ahora que ha quedado claro que la misma idea implica que tal vez tendrán que irse de sus casas, ya son muchos menos los que lo ven con buenos ojos. Es decir: poco a poco se va asimilando no ya la sospecha, sino la certeza, de que lo que es bueno para Málaga no es necesariamente bueno para los malagueños. De hecho, a menudo es justo lo contrario.

El debate político tiende a nombrar cada vez más a Málaga y menos a los malagueños

Es verdad que este proceso de exclusión se da en todas las grandes ciudades, convertidas ya en productos para su mercantilización y revalorización a beneficio de los fondos de inversión. Si en España se ha dado por hecho que la gentrificación afecta a eso que llaman clase trabajadora, en ciudades como Londres y Nueva York nos encontramos ahora con que las clases pudientes que hace unos años podían alquilar un apartamento por tres mil dólares son desplazadas ahora por quienes llegan de otros sitios y pueden pagar diez mil. Porque el quid ya no está en el poder adquisitivo, sino en la misma definición de la ciudad. Como explica Jorge Dioni en su último libro, El malestar de las ciudades, “la ciudad no es un lugar para vivir o, por lo menos, ya no es la actividad más importante. Es un espacio económico que necesita movimiento constante, propio y ajeno. Necesita que reproduzcamos esa dualidad entre trabajador y turista en nuestra ciudad o en otra. Todo está lleno, pero es gente de paso”. Frente a quienes valoran el crecimiento de la actividad inmobiliaria como un indicador de bienestar, Dioni recuerda que las viviendas que se construyen “no son para vivir, porque son apuntes contables, productos de inversión (…) La ciudad crece, pero se acumula para incrementar la tasa de valor, como el gas en el otoño de 2022”. Pero, de cualquier modo, yo destacaría dos particularidades con las que se ha dado el fenómeno en Málaga: la primera, su rapidez, vertiginosa, que ha llevado a la ciudad a lidiar en muy poco tiempo con problemas que esas otras grandes capitales llevan décadas asimilando y gestionando. La segunda es el largo historial de complejos, rencor y revanchismo con el que Málaga se ha mirado tradicionalmente a sí misma a cuenta de cierto maltrato institucional del que han salido beneficiadas otras ciudades: no niego ese maltrato (valorarlo en su medida más justa entraña, eso sí, una tarea pendiente), pero sí cabe lamentar cómo ha fomentado un chauvinismo elemental y pobrecito que ha hecho de Málaga una abstracción merecedora de la mayor reparación a cualquier precio, incluso los propios malagueños. Deberíamos darnos por satisfechos, parece, con ver a Málaga brillar en el escaparate turístico, campeona en terrazas y en museos, líder en todos los rankings por encima de sus competidoras, aunque no podamos vivir aquí, aunque se permita a los turistas ir en bicicleta donde los locales son sancionados; aunque se prohíba a los niños jugar a la pelota en la plaza de Camas, después de haber instalado un parque infantil, para que no molesten a los clientes en las terrazas. La historia, eso sí, nos enseña que en no pocos periodos, desde el Renacimiento a la Revolución Industrial, la ciudad ha actuado como el peor enemigo de los ciudadanos. Nadie habría apostado por esto hace diez años, pero aquí estamos. Y lo que nos queda.

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