Málaga: Paraíso para uno
Calle Larios
La población de personas que viven solas sigue creciendo en la capital y su provincia sin que el fenómeno sea percibido como un problema, aunque igual podríamos apuntar algo respecto al modelo de nuestras ciudades
Málaga, santa y barroca
Carta de amor a Gerard Piqué
Málaga/La mujer llega a la terraza del bar en Fuente Olletas. El ambiente está tranquilo, hay poca clientela a esta escasa hora del día en la que es tarde para desayunar y temprano para el aperitivo. Ella, sin embargo, llega con prisas, como preocupada por hacerse con su mesa favorita. En la acera se desenvuelve cierto trajín de transeúntes que van y vienen del supermercado, de la carnicería o de vaya usted a saber dónde, con la cervecita del momento aún remota, primero termino de organizar el día y luego a ver si me da tiempo antes de que salgan los niños del colegio. La mujer debe andar por los sesenta años, viste una blusa roja con pantalón corto a juego y unos crocs de imitación, luce una melena degradada y no muy limpia recogida en una coleta y unas gafas bajo las que el estrabismo dibuja una silueta amable, familiar, hasta cierto punto acorde con sus hechuras menudas y discretas. Se sienta en su silla de nuevo con prisas, como si alguien amenazara con quitarle el trono, cual Lady Macbeth celosa de sus dominios; y pocos segundos después llega el camarero, quizá aburrido, en todo caso distraído bajo su camisa blanca y la cabeza en otra parte, también cuando toma nota de la comanda, por otra parte sencillísima, tanto que convierte en inútil la libreta ajada que esgrime por si acaso: una cervecita. Y aquí vuelve el presunto tres minutos más tardes con su copa de cerveza y una concha con almendritas, a la manera antigua, que a mí me hace recordar a mi padre. La mujer da un primer sorbo a su brebaje, ese primer contacto que impregna de espuma los labios, casi sagrado, cómplice con la destrucción de los relojes, y clava entonces la mirada en el vacío como si ciertamente el tiempo se hubiera detenido en una recóndita región de su sesera. Me marcho, entonces, no en vano yo también tengo que hacer mis mandados y bastante tiempo he perdido ya con semejante espectáculo. A los veinte minutos, según el trazado previsto, las leyes de mercado estipulan que compremos la verdura congelada en un sitio y el pescado fresco en otro, vuelvo a la misma acera y allí continúa la presunta, con la copa apurada algo más allá de la mitad de su contenido, la mirada fija en el mismo enigmático nódulo del espacio-tiempo y bastantes almendras menos en la concha, pero ya no es la única. Hay otras dos mujeres de edad similar en otras tantas mesas con, respectivamente, otra cerveza, una copa de vino tinto, y, eso sí, la misma ración de almendras por cortesía de la casa. Tres mujeres en tres mesas que me evocan ahora a las tres brujas de Macbeth. Espero que a ninguna le hormigueen los pulgares, pero, en todo caso, cruzo ahora a más velocidad para evitar un vaticinio de su parte. No hay peligro: las dos recién llegadas tienen la mirada puesta en sus móviles. Hacen aquí lo que supongo que harían en casa, pero al fresco. O quién sabe.
No hay ningún secreto en la evidencia de que las mujeres mayores airean su soledad con más soltura que los hombres en la misma edad. Es bastante más difícil encontrar a varones solos en la misma tesitura, únicos en su mesa. Desconozco si hay alguna tradición cultural que explique tal inclinación del fenómeno, quizá una recóndita potestad de un matriarcado silente, aunque supongo que todo se debe a que las mujeres suelen vivir más años y tarde o temprano se enfrentan a la experiencia de la soledad sin remedio. No pocos clásicos del cine nos han enseñado que un hombre solo es un hombre avergonzado, aunque el séptimo arte no se ha detenido en la soledad femenina con igual atención. No hace mucho conocí a otra vecina del barrio, María, que enviudó hace un año y se quedó entonces sola, recién jubilada y sin hijos, con todo el tiempo, que es demasiado, para ella en exclusiva. Y me contaba que, durante la vida en común, el orden en la casa parece una quimera imposible, mientras que después, en soledad, el orden se estanca como un pozo y llega a pesar una tonelada. Además de María, en los últimos años he conocido a otras mujeres solas y ya jubiladas que distraen esa tozudez del orden doméstico participando en las actividades más variopintas (convendría subrayar cuánto debe la ensimismada Málaga cultural a estas mujeres, dispuestas a hacer de público generoso en cualquier trinchera y tan poco reconocidas a cambio) y buscando excusas para salir a la calle y volver tarde, cuando ya el declinar del día invita a la percepción de que todo está hecho. Mientras tanto, los datos comparten su natural frialdad: según los últimos balances del INE, en 2021 vivían en Málaga más de 74.000 personas solas en sus domicilios y en la provincia lo hacían más de 166.000, cifras notablemente superiores a las del anterior registro. Es complicado que la sociedad contemporánea perciba la soledad como un problema, entre otras razones porque quienes viven solos se resisten a menudo a ser percibidos como personas en riesgo de exclusión social; pero, sin más remedio, a partir de cierta edad el problema no soporta ya más maquillajes. Cuidado, el problema existe también en edades mucho más tempranas, agravado por un acceso a la vivienda tan restringido que a menudo se lleva por delante los más anhelados proyectos de convivencia y vida en común. Y las consecuencias pueden ser aquí tanto o más indeseables.
Al final, basta darse un paseo por cualquier barrio para corroborar que mucha gente vive sola en Málaga. Si paseamos por el centro, ya lo sabemos, la historia es otra. María, la viuda a la que conocí recientemente, me confesó que ahora Málaga se le hace más cuesta arriba y que casi prefiere evitar el centro. En ese escenario de fiesta permanente, apuntó, moverse a solas entristece a cualquiera. De cualquier modo, no estaría de más considerar hasta qué punto el modelo adjudicado a esta ciudad, basado en la explotación turística hasta sus últimas consecuencias y en la erosión de los signos más fidedignos de la identidad urbana, así como en la sustitución de espacios públicos de legítima titularidad ciudadana por terrazas a rebosar en cualquier esquina, por no hablar de una expulsión programada de inquilinos y residentes a zonas cada vez más periféricas, no hace de Málaga una ciudad más inhóspita, menos humana y, por tanto, menos acogedora para quienes esperan encontrar en sus calles un bálsamo contra su soledad. Es lo que hay, parece. Esto mismo tenemos en todas las grandes ciudades: mucha gente olvidada a su suerte y sacada del foco para que los atractivos turísticos resuenen en todo su esplendor. Pero qué lástima no haberlo intentado, ¿verdad?
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