Málaga y el progreso

Calle Larios

La ciudad ha asimilado con decisivo éxito el modelo orteguiano: a lo grande y con objetivos cada vez más elevados

Pero si hay algo más mutante que la propia Málaga es la misma idea de progreso

La Málaga de quince minutos

Málaga: fuera del escaparate

Ciudad de paso u objeto de especulación: el progreso.
Ciudad de paso u objeto de especulación: el progreso. / Javier Albiñana

Málaga/Asistí a algunos de los encuentros celebrados en Málaga de la reciente edición del festival Escribidores y pude compartir un rato de charla con un escritor admirado y querido cuyo nombre, tal y como está el patio, prefiero reservarme. En nuestra conversación, el autor, recién llegado de Barcelona, me brindó sus particulares impresiones sobre Málaga, detalle que uno agradece en la medida en que la óptica propia se construye también desde las ópticas ajenas. Alabó, ante todo, la organización de un festival literario como Escribidores, el modelo de actividad cultural “que antes teníamos con frecuencia en Barcelona y que ahora, con el clima político que nos ha tocado, se ha trasladado a ciudades como Málaga”. Me contó que había estado anteriormente en la capital de la Costa del Sol sólo una vez, hacía ya muchos años, y que, a tenor de lo que había podido comprobar, la había encontrado muy cambiada, “más luminosa, más viva, más comprometida con el progreso”. Hizo referencia, acto seguido, a los problemas de gentrificación y encarecimiento de la vivienda (“parece que también esto lo está heredando Málaga de Barcelona, como si lo uno viniera con lo otro”), pero consideró que, a ojos del visitante, el balance sólo podía ser positivo. Yo compartí plenamente su diagnóstico, aunque le hice ver que, precisamente, el desarrollo reciente de Málaga había sido diseñado para causar esa misma impresión en el visitante, si bien la población local podía tener algo diferente que decir sobre, por ejemplo, la calidad de los espacios y los servicios públicos. Él admitió que tal distinción es habitual “en casi todas las ciudades que experimentan una pujanza económica”, pero recordó a Chesterton cuando decía que la visión del viajero es siempre más fidedigna que la del autóctono, porque éste, cegado por la costumbre, termina por no ver la ciudad en que vive. Y yo, claro, le di la razón a Chesterton (cómo no darle la razón a Chesterton), aunque puntualicé que, en todo caso, los ciudadanos también tienen la obligación, como deber cívico, de pensar, analizar y revisar de manera crítica la ciudad en la que viven, lo que en absoluto significa dejar de amarla (muy al contrario); y que en eso andamos algunos, aunque a veces la tarea se parezca demasiado a un deporte de riesgo. Me quedé rumiando, eso sí, lo del compromiso con el progreso: cuando visitantes y gobernantes echan mano de la misma fórmula, algo habrá que considerar al respecto.

Cuando visitantes y gobernantes echan mano de la misma fórmula, algo habrá que considerar al respecto

Lo curioso del progreso es que, se quiera o no, resulta muy difícil desvincularlo de la cuestión ideológica desde que el marxismo amenazó con apropiarse el discurso. Hoy se da en este sentido una paradoja especialmente notable en los ámbitos municipales: son los gobiernos más presuntamente conservadores los que, por lo general, hacen referencia al progreso como norte y criterio, mientras que a los gobiernos más reconocidos a priori como progresistas se les suele achacar, justamente, un compromiso escaso con esta dirección. Pero, más allá del sesgo ideológico, también corresponde poner sobre la mesa la clave territorial: en España, la idea de progreso la expresó como nadie Ortega, con enorme influencia en todo el siglo XX, al vincularla con el ejercicio de “pensar a lo grande”, ya que “sólo se puede avanzar cuando se mira lejos”. Por muy cuartelero y pobrecito que hoy pueda parecernos, el desarrollismo franquista se articuló con la mayor fidelidad en torno a esta idea. Ahora, en el siglo XXI, el progreso se sigue entendiendo en los mismos términos, y son las ciudades que mejor se aplican el parche las que ganan un mayor reconocimiento como maquinarias de progreso. Málaga hizo suyo el modelo orteguiano y lo ha aplicado con el mayor rigor, pensando a lo grande, apuntando lejos, consignando su mutación a construcciones faraónicas, adoptando decisiones estructurales propias de grandes metrópolis con las que nunca habríamos soñado compararnos, compitiendo por los primeros puestos del escaparate y poniendo todo el empeño en liderar la mediación tecnológica de los ámbitos urbanos. Este éxito vino aparejado de otro no menor en el campo dialéctico: el reconocimiento de este modelo de progreso como el único posible. No hay otro. Cualquier alternativa entrañaría un retroceso, un paso atrás hacia aquella Málaga en la que el progreso sonaba a utopía imposible.

El modelo vigente disfruta también su éxito en el campo dialéctico al ser reconocido como el único posible: no hay otro

Pero si hay algo tanto o más mutante que Málaga es la propia idea de progreso. Paradójicamente, Ortega describió su ideal hace ya un siglo, así que a lo mejor estamos en condiciones de considerar que se trata de un ideal vetusto. De manera mucho más reciente, el sociólogo Zygmunt Bauman advirtió de que el progreso “ha pasado de ser un discurso sobre la mejora de la vida de todos a ser otro discurso sobre la supervivencia personal”. Y, bien, esta idea también describe las constantes del progreso malagueño, donde los beneficios del mismo se reparten entre cada vez menos manos y donde los ciudadanos tienen que afrontar esfuerzos cada día más trágicos para no verse abocados a una expulsión creciente. Es decir, el progreso de Málaga es incontestable, pero lo es sólo para quien pueda pagárselo; y los precios, como apunta Bauman, ya sólo son asumibles por una minoría extraordinariamente selecta. Sálvese quien pueda. Pero esta deriva contiene un matiz, si se quiere, divertido: la minoría que ahora se permite especular con la vivienda y pensar a lo grande en Málaga se verá tarde o temprano en la misma tesitura que afecta a la mayoría, porque si algo define al modelo es su voracidad. En Manhattan, no pocos inquilinos que podían pagar tres mil dólares de alquiler se han visto ahora obligados a abandonar la Gran Manzana cuando han visto sus mensualidades aumentadas a cinco mil, porque resulta que ahí fuera hay gente que sí puede pagarlos. Y si jugamos a hacer de las ciudades un negocio en virtud de la ley del más fuerte, podemos confiar en que siempre habrá quien tenga más que uno. Mientras tanto, en la vieja y desnortada Europa empieza a calar otra idea de progreso centrada, precisamente, en la mejora de vida de todos como oportunidad de crecimiento económico, implicada en la disposición de más y mejores espacios públicos y zonas verdes, en la proyección del patrimonio histórico como signo de vanguardia, en la creación de más lugares de encuentro y debate y en la proliferación de órganos de autogestión en barrios y distritos para el estímulo de la participación ciudadana. Resulta, sorpresa, que las ciudades en las que sus ciudadanos pueden vivir en virtud de sus derechos, sin tener que convertirse en clientes, son especialmente atractivas para el turismo. Podríamos probarlo. Quién sabe.

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