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Málaga/Uno de los lugares más fascinantes en los que con mayor tino podemos tomar el pulso a la ciudad es la cola que se forma cada día a las puertas del Museo Picasso Málaga, en la calle San Agustín. Independientemente de que acudamos en fin de semana o cualquier otro día, de que lo hagamos por la mañana o por la tarde, de que aprovechemos los horarios de acceso gratuito o no lo hagamos, de que haya exposición temporal o no la haya, la cola estará siempre garantizada y, con ella, la posibilidad de toparse con diferentes historias y personajes. El fin de semana pasado acudimos a ver la recién inaugurada (y extraordinaria) El eco de PicassoEl eco de Picasso y allá que nos plantamos, en nuestra cola, con toda la paciencia y la oreja puesta ante las conversaciones potenciales que habrían de suceder en nuestro entorno, en los más variopintos idiomas. Lo bueno es que el mundo que se arma en esta cola se expande siempre mucho más allá de la misma: los turistas, ya se sabe, atraen en esta ciudad al más pintado y la posibilidad de tenerlos a tiro durante unos minutos hasta que finalmente acceden al museo no la desaprovecha cualquiera. No faltan, por ejemplo, los grupos organizados que, por más que la visita al Museo Picasso no esté programada entre sus actividades, vienen a la puerta a ser testigos del bullicio animados por algún guía por lo general demasiado entusiasta. Así que, una vez que ocupamos nuestra posición en la cola, allá que llegaron, al abrigo del escandaloso megáfono de la líder en busca de los más recónditos secretos picassianos. La buena mujer explicaba a la pandilla de turistas nacionales que, en contra de lo que pudiera parecer, el Guernica no se encuentra en el Museo Picasso Málaga; y cuando animó al grupo a desplazarse hasta el Museo del Prado en Madrid para verlo en todo su esplendor a uno, claro, le entraban ganas de intervenir, oiga usted, aunque por otra parte resultaba más procedente esperar a que fuese alguno de los viajeros el que sacara a la guía de su error, lo que, tal y como cabía esperar, no sucedió. Poco después llegaron suministradores del merchandising más diverso: imanes, postales, objetos inverosímiles para su instalación en vaya usted a saber qué repisa, camisetas, bolsas de tela, abalorios y los artículos más fascinantes, con motivos picassianos o sin ellos, quién, al cabo, no va a cambiar una reproducción defectuosa del mismo Guernica por una bonita imagen de la Malagueta soleada. Me acordé del menudeo de reliquias dispares ofrecidas a los incautos en cada traslado de Jesús Cautivo en la Trinidad, con todas esas identidades de bolsillo llenas de memoria y devoción. Llegaron casi de inmediato no pocos transeúntes a pedir una ayuda para un café o para la más primaria supervivencia, en su circuito habitual desde la Catedral hasta aquí y vuelta a empezar, en número creciente en correspondencia con el vigor demostrado por la maquinaria de la exclusión en Málaga durante los últimos años. Y con ellos se hizo la vergüenza, el mirar para otro lado, la omisión y el soslayo, ya saben, la desconfianza con la que habitualmente se despacha al indefenso, en este país y en cualquier otro. A nuestro alrededor un matrimonio hablaba en inglés, otra pareja lo hacía en francés, una familia de cuatro departía en ruso, un grupo de estudiantes de impecable acento castellano discutía sobre la utilidad de sus carnets a la hora de obtener un descuento en la taquilla. Se nos acercó un señor de calva pronunciada, anatomía graciosamente rechoncha y rostro enrojecido a preguntarnos en inglés a dónde debía dirigirse si ya había adquirido su entrada en internet y le indicamos con amabilidad la cola pertinente, que se note por una vez que nos hemos sacado el B2. Todo funciona razonablemente bien en la cola del Museo Picasso, hasta que das la vuelta a la última esquina y te acercas a la puerta. Sobre todo si, como era el caso, es sábado o domingo por la mañana y la suerte no está de tu parte.
Seguro que recuerdan las imágenes de la basura amontonada en torno a la papelera que hasta no hace mucho ocupaba la esquina del Palacio de Buenavista contigua a la puerta. El museo logró que el Ayuntamiento retirara la papelera, con lo que la tentación de muchos a la hora de arrojar allí sus cosas quedó enfriada a niveles oportunos. A cambio, sin embargo, la misma esquina sirve cada noche de fin de semana de espontáneo urinario público. Y los restos de la batalla se mantienen álgidos durante la mañana siguiente, de manera que allí estábamos, parados en la cola en su último tramo y obligados a soportar el pestazo infame hasta que al fin el guarda pertinente nos dio paso. No hace falta aclarar que para buena parte de los turistas allí reunidos la situación era difícil de asimilar; y, bueno, uno, que ha visitado unos cuantos museos en el mundo, no recuerda haber tenido que pasar un trago semejante a la hora de entrar en sus dominios. Las imágenes de las mesas de los bares cercanos amontonadas o directamente dispuestas frente a la puerta del Museo Picasso y el Museo Carmen Thyssen hicieron bastante ruido la pasada Semana Santa, pero el descrédito siempre puede caer un poco más bajo.
No era la primera ocasión, ni mucho menos, en que nos enfrentábamos a los efluvios en este mismo enclave. También hemos visto la jardinera situada frente al Museo Carmen Thyssen llena de basuras y plásticos más de una mañana. Cabría preguntarse qué ciudad se contenta con este panorama en cualquier caso pero, si tenemos en cuanto todo lo que Málaga se ha jugado con estos equipamientos, y mucho más la cantidad de turistas que atraviesan sus puertas cada día, que a nadie se le ocurra aquí preocuparse por dejar el acceso del Museo Picasso bien limpio cada mañana delata que a lo mejor no somos esa capital cultivada, pujante y moderna, tan distinta de la que fue hace veinte o treinta años. A veces, para dejar claro lo mucho que apreciamos nuestros museos, basta con aplicar agua y jabón. Pero a menudo lo más fácil es justo lo que nos cuesta la vida.
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