Málaga: yo no soy tonto

Calle Larios

A menudo las decisiones que permiten ganar una ciudad mejor, las que se inscriben en el pulso transformador de la rebeldía, al cabo las que más cuentan, son las anónimas, pequeñas, discretas, en las que nadie repara

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Hay que ser tonto para renunciar a la tajada.
Hay que ser tonto para renunciar a la tajada. / Javier Albiñana

Málaga/Por razones que ahora no vienen a cuento, en los últimos meses hemos emprendido mi familia y yo la búsqueda de un local comercial en el que desarrollar una actividad particular. Ha sido un proceso muy interesante, fatigoso a veces, desolador en ciertos momentos, esperanzador en otros pero, en todo caso, con final feliz. No ha sido fácil, por supuesto. Hemos tenido que vérnoslas con delegados de inmobiliarias que me han hecho firmar compromisos financieros disparatados sólo por enseñarnos un local que no era, ni de lejos, el que habíamos acordado; con propietarios dotados de la templanza suficiente para cambiar de opinión en el último momento, con todo ya resuelto; y, sobre todo, con una tendencia generalizada a recalificar los locales y bajos comerciales como viviendas para poder explotarlos como apartamentos turísticos. En virtud de este último punto, llegué a dar por imposible la compra o alquiler de un local a un precio razonable: todo se nos ofrecía por las nubes, nos exigían cantidades alucinantes mientras nos advertían de que ya estaban haciendo cola otros potenciales compradores con el dinero en la mano. Finalmente, pude firmar hace unos días el alquiler de un local perfecto, idóneo para las necesidades del proyecto, bien situado y con un precio al que, haciendo los debidos ajustes, sí podíamos hacer frente. El acuerdo fue posible, en gran medida, gracias a que a la propietaria le encantó la finalidad a la que Manuela y yo vamos a destinar el uso del local. Y a partir de ahí empezamos a tirar del hilo en una de nuestras primeras conversaciones. La propietaria nos contó que llevaba ya años recibiendo llamadas de interesados en comprar su local para poder explotarlo como apartamento vacacional, solución a la que ella se ha negado siempre porque, en sus propias palabras, “con tanto local convertido en apartamento no va a quedar sitio para hacer nada más”. Le hacía ilusión pensar, nos contó, que su propiedad pudiera emplearse para una actividad más constructiva. Nos contó que las presiones que ha recibido al respecto, desde inmobiliarias y particulares, no han sido pocas, pero ella se ha mantenido siempre en sus trece. Y nos habló de un conocido, propietario de otro local cercano, que sí recalificó el suyo en su momento y ahora lo alquila como apartamento turístico. Este conocido, según nos relató, se le acercó un día y le dijo: “No seas tonta. Estás dejando de ganar una fortuna”. Y la propietaria se limitó a responderle que en sus cuentas mandaba ella y que cada uno tiene las razones que tiene para tomar las decisiones que toma. Ahí va eso.

El ejercicio de la ciudadanía consiste en considerar hasta qué punto lo que uno emprende o deja morir afecta a la vida de los otros

Y creo que en ese no seas tonta se encierra parte de la cuestión que con más urgencia atañe a Málaga en este tiempo. Es relativamente fácil considerar que corresponde a las administraciones gestionar los apartamentos turísticos y dejar así a la conciencia suficientemente satisfecha: si no se hace nada, al cabo, es porque tampoco el asunto será tan grave. Pero también la sociedad civil tiene mucho que hacer y decir al respecto. Y eso pasa por pensar bien las decisiones que se toman, por calibrar sus consecuencias y, sobre todo, asumir la responsabilidad que corresponde, porque, por mucho que queramos hacer como que no, esa responsabilidad existe y no se puede revertir. Supongo que hay que ser aguafiestas para invocar la responsabilidad ante la posibilidad de un enriquecimiento inmediato como el que ofrece la explotación turística de cada palmo de suelo, pero en eso consiste, justamente, el ejercicio más deseable de la ciudadanía: en tener en cuenta hasta qué punto lo que uno emprende o deja morir afecta a la vida de los otros. En el anterior Calle Larios me dio por hablar de moral (cuando me pongo pelma, ahí no me gana nadie) y una concreción de semejante patata caliente podría ser la siguiente: explotar un inmueble cualquiera bajo el único criterio de la ganancia fácil e inmediata, con precios abusivos bajo la certeza de que habrá quien pueda permitírselo, sin reparar en los vecinos que se ven obligados a marcharse precisamente porque no pueden entrar en esa liga, puede ser legal, pero no legítimo. Y no puede ser legítimo, sí, por una inequívoca razón moral. Si el único criterio válido es el enriquecimiento a toda costa, por las mismas no se podría reprochar a ningún propietario que destinara su inmueble a cualquier actividad, por turbia que pueda resultar, por mucho daño que cause en su entorno y más víctimas que se lleve por delante. Si no hay más razón que el dinero, bien, juguemos al dinero. Y ya verán qué bonitos se quedan nuestros barrios. Justo tal y como se están quedando. Por eso mismo, tal y como hubo que regular las casas de apuestas, habrá que regular los apartamentos turísticos. Pero la responsabilidad de quien tiene un inmueble y decide explotarlo precede siempre a la intervención de la normativa. Sobre todo cuando, como es el caso, esta llega tan lamentablemente tarde.

La responsabilidad de quien tiene un inmueble y decide explotarlo precede siempre a la intervención de la normativa

De modo que sí, se trata de eso: del miedo a parecer tontos delante de los demás. De quedar como poco espabilados, de que nos tomen por mindundis poco hechos. Eso nos aterra. Diría, aún más, y que Dios me perdone, que el carácter netamente malagueño contiene un escrúpulo bien gordo a la sola idea de quedarse el último. Esa especie de susceptibilidad acomplejada se nos da de lujo. Pero convendría darle la vuelta a la tortilla y considerar que el problema no está en quienes a ojos de ciertos espabilados parecen tontos, sino en quienes se pasan de listos. Ya dijo el profeta que los listillos heredarán la Tierra, pero todo apunta a que nos lo hemos tomado demasiado a pecho. Por el contrario, nunca está de más recordar que Albert Camus definió al hombre rebelde como el que dice no. Y pocas veces ha sido tan necesaria esa rebeldía, así de justa, así de precisa, anónima, de andar por casa, resuelta en lo inmediato. Hay que ser tonto para decirle que no al dinero fácil, pero el día en que esa rebelión sea mayoritaria tendremos esa ciudad que Málaga puede ser a la vuelta de la esquina. Por delante de cualquier político capaz de vender nuestro litoral por otro montón de ladrillos.

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