Réquiem por un mandaloriano
Calle Larios
Uno cree todavía a estas alturas que quienes vienen a poner a Málaga en el mapa saben hacer las cosas, respetan los principios y observan las costumbres, pero a veces la realidad es muy distinta además de tozuda
Málaga y el progreso
La Málaga de quince minutos
Málaga/El viernes fui a la feria del libro antiguo y de ocasión que han instalado en la Alameda (me traje La novia roja de Fernando Arrabal y una antología poética de Milosz: buena pesca) y me encontré con que el mural de The Mandalorian que habían pintado en el edificio que hace esquina en la misma Alameda y Tomás Heredia ya no estaba. Lo había visto el fin de semana anterior y me había llamado la atención, claro. Ante todo, porque me encanta la serie de Disney +: el mandaloriano es un héroe que conecta bien con la gente de mi generación, con aquellos otros héroes de antaño, imperfectos, metidos a su pesar en los líos más truculentos y dispuestos a partirse la cara con los poderosos por un crío; ya saben, aquellos héroes tan de western con los que nos divertíamos tanto y que excitaban la ilusión de que se parecían a nosotros, maldita sea. Me llamaron también la atención las dimensiones del mural y el sello, estratégicamente ubicado en el conjunto, de la marca Disney como garante de la intervención. Comprobé después que el artista Miguel Ángel Belinchón, conocido en el mundo del arte urbano como Belin, había pintado el casco del mandaloriano así, a lo grande, como parte de la campaña de promoción del estreno de la tercera temporada de la serie. Y que la campaña había sido un éxito viral en redes y toda la marimorena. No faltaron quienes celebraban que Málaga hubiera vuelto a quedar puesta en el mapa gracias a la elección de Disney +, firma que había ido bastante más allá de la cubierta de la Equitativa a manos de Netflix. De modo que ya no tenemos que conformarnos con que sea un jeque o un fondo de inversiones quien venga a sacarnos las castañas del fuego: también las plataformas televisivas se han fijado en nosotros, ruedan aquí sus series y hacen publicidad de sus cosas a lo grande, aleluya. De entrada, la idea de un mensaje publicitario servido no como un anuncio, sino como un mural, con una aspiración de permanencia mucho mayor, invitaba a sospechar de que el trigo no era del todo limpio. Mientras la mayoría festejaba, también había quien recordaba en las redes que el edificio escogido para la intervención era objeto de una protección legal y efectiva por su carácter histórico. Así que, si uno quería pensar mal, pues había campo por delante para correr. Luego, claro, como uno cultiva su fama de cenizo y de grinch, pues intenta contenerse, Bujalance, quieto que lo habrán hecho bien, hombre, es Disney, no la van a pifiar así.
Pero a lo que iba. Al encontrarme el mural borrado sólo una semana después de verlo por primera vez, indagué un poco y terminé hablando con el concejal de Urbanismo, Raúl López, quien amablemente me explicó que nadie relacionado con aquel mural había solicitado a la Gerencia la única licencia que, al tratarse de un edificio histórico y protegido, permitiría su realización. Una licencia que, por cierto, debía haber contado con el visto bueno de la Delegación de Cultura y cuya tramitación no se habría resuelto precisamente en dos días. La única explicación posible, por la que apostaba también el concejal, era que quien hubiera encargado el mural se había pasado la normativa por alto y luego, al reparar en que podía haber incurrido en un delito penal, había ido corriendo a taparlo devolviendo a la pared su color original. Uno querría pensar que después de todo el jaleo con los mosaicos de Invader, de toda la arrogancia y el desprecio, de tanta presunción respecto a la capacidad de hacer lo que a quien puede le da la gana, aunque sea a costa del poco patrimonio que nos queda, algo habríamos aprendido. Pero no, parece que no. Parece que, si eres suficientemente espabilado, si juegas en la liga correcta, puedes disponer del espacio público de esta bendita ciudad como quieras para darle alas a tu negocio, con un mural de artista reconocido hace falta. El problema no es que el mural estuviese muy chulo o fuese un bodrio (si ese fuese el problema, nunca debieron haber pintado las ratas de Casas de Campos), sino que quien ha organizado esto ni siquiera cayó en la cuenta de que había que pedir algún permiso. Y eso tiene que ver con una determinada proyección de la ciudad, una proyección concienzuda y esmerada de un éxito aplaudido desde dentro pero sólo aprovechado por quien no da la cara ahí fuera. Ahora que cada vez cuesta más distinguir el arte del merchandising, el museo de la tienda, los murales realizados en el Soho por artistas urbanos internacionalmente reconocidos constituyen una publicidad perenne, ante todo, para los propios artistas. Y bien, si ellos pueden, ¿por qué no va a poder Disney + o quien decida dar el paso? Y si la liebre sale espantada, lo borramos y listos. El ruido ya estará armado en las redes. De eso se trata.
Lo peor de todo no es que quien borró el mural no tuvo la gentileza de limpiar las pintadas acumuladas debajo durante años. Lo peor es la impresión de que Málaga es vista como una tarta de la que cualquiera, a poco que se esmere lo suficiente, puede sacar su tajada. Llevábamos años mareando la perdiz con la guinda del pastel y, mientras tanto, se lo estaban comiendo por los bordes. De momento, sólo (perdón por la tilde) podemos concluir que pintar un mural publicitario en un edificio protegido para borrarlo poco más de dos semanas después es una chapuza que esta ciudad no se merece y por la que alguien debería dar explicaciones. Porque hay algo más triste aún: la facilidad con la que Málaga confunde promocionarse con quererse, que te hagan caso con que te quieran. Cantaba Roberto aquello de “Ay, Málaga bonita / quién te pudiera coger / en una esquinita”. Pero ya no quedan esquinitas sin exprimir, maldita sea.
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