La identidad del monstruo
Vengo de ese miedo | Crítica
Miguel Ángel Oeste firma una novela sobrecogedora sobre el abuso y la violencia en el seno familiar que entraña, a su vez, una revelación certera y distinta sobre el viejo arte de contar historias
La Ficha
Vengo de ese miedo. Miguel Ángel Oeste. Tusquets Editores. Barcelona, 2022. 304 páginas. 19 euros.
A Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973), el comienzo de Vengo de ese miedo (Tusquets) le llega caído del cielo, de la misma parcela que atizó a Kafka, Nabokov y demás allegados a la hora de tentar la primera línea: “Quiero matar a mi padre. No metafóricamente ni en la ficción de una novela en la que lo he matado cada vez que la narración abría la más mínima posibilidad de hacerlo”. El narrador expresa así el anhelo de trascender la costumbre de inventar historias para llegar a la praxis decisiva, absoluta e irreversible. Como en una Odisea inversa, Telémaco parte aquí en busca de su padre no para su restitución, sino para una sanación propia que pasa por la eliminación del progenitor. Sin embargo, será la propia literatura la que abrigue tanto el viaje como la reparación, la mejor disposición hacia un futuro posible. El lector no tarda en advertir que el narrador se identifica con el autor, Miguel Ángel Oeste, lo que de manera irremediable asienta el pacto autobiográfico en la mesa de juego. No obstante, el escritor malagueño invita a ir mucho más allá de las convenciones al respecto para abordar una revelación certera y particular sobre qué historias podemos contar y cómo podemos contarlas, cuánto debemos a la imaginación y cuánto a la experiencia a la hora de reconocernos. Tras abordar cuestiones cercanas al abuso y la violencia familiar en su anterior novela, Arena (2020)Arena, lo hace ahora de manera frontal al narrar su propia historia, marcada a fuego por la relación con su padre, arquetipo perfecto del abusador criminal, encantador fuera de casa y verdadero monstruo de puertas adentro; así como con su madre, cómplice apática incapaz de recomponer sus sueños rotos; y un hermano empeñado en mantener un vínculo familiar tóxico e insostenible. Todo en el contexto de la Málaga que transcurre entre la infancia del autor, en los años 70, y la actualidad desde la que Oeste narra cómo concibe, trabaja y pelea el libro que el lector tiene en sus manos, escrito a lo largo de doce años. Una ciudad, como él, sometida a abusos demasiado prolongados y obligada a buscarse las esperanzas en otra parte. Nos encontramos, por tanto, ante lo que parece ser un ejemplo paradigmático de novela de no ficción, de testimonio documental o de una autoficción en la que el autor muestra a las claras la cocina en la que pone al fuego sus hallazgos. Pero, de nuevo, conviene no dar aquí nada por sentado.
Conocedor de fondo y divulgador certero de la literatura de género, el cine y el cómic, Miguel Ángel Oeste es un autor familiarizado con las estrategias narrativas de la novela popular, de las que hace gala en Vengo de ese miedo con soltura y oficio. Y, en este sentido, tal vez la manera más honesta de acercarse a esta obra sea desde su reconocimiento como novela de terror. El ritmo, el pulso, el lenguaje incisivo e inclinado a la esquematización, la repetición como emulación del montaje cinematográfico para el mayor suspense, la construcción de los personajes, la descripción de los ambientes (progresivamente degradados y deshumanizados) y la arquitectura, estrecha y luminosa en los grados idóneos, remiten a maestros del género como H. P. Lovecraft, Stephen King o Mariana Enríquez. Los capítulos en los que Oeste va dando cuenta de la creación del libro, a través tanto de pormenorizadas investigaciones como de exigentes diálogos que el autor mantiene con su propia conciencia, no remiten tanto a la autoficción postmoderna sino a la notoria tradición norteamericana expresada, por ejemplo, en las ácidas conversaciones que Henry Roth mantiene con su ordenador Ecclesias o en los escritores trastornados y de lengua demasiado larga del citado Stephen King. Pero donde Oeste muestra su mayor audacia es a la hora de desenmascarar al monstruo: donde en los lugares comunes de la literatura de terror abundan demonios, vampiros y zombis, aquí vemos al monstruo tal cual es, sin necesidad de disfraces que den miedo porque el miedo viene de serie, pleno en su identidad, con referencia y sello en el registro civil. El padre no inspira tanto terror por lo que hace, por las palizas, por las puertas abolladas y los pestillos reventados, por las intrusiones humillantes en el dormitorio, por su exhibición obscena en casa mientras fuera presume de sus hechuras de hombre cabal, sino justamente porque es el padre, porque estamos (estamos, con el autor) unidos a él por un nexo que no se puede disolver ni soslayar, que es más fuerte que nosotros. Oeste quiere apartarse de la ficción para hacer justicia y decide contar su historia. Pero el resultado es, sin embargo, un maravilloso homenaje a la ficción, a sus mecanismos, a las posibilidades que nos ofrece para ponernos en el lugar del otro. Si consideramos que el padre-monstruo (no muy lejano del padre-cosa de Philip K. Dick) se empeñaba en destruir todos y cada uno de los libros y tebeos con los que el Oeste niño y adolescente se procuraba un refugio consolador, convendremos en que la reparación que empieza a construir en la madurez el Oeste padre y escritor es real. Y profundamente humana.
Existe, al mismo tiempo, una lectura política de Vengo de ese miedo: en pleno debate social sobre las diversas manifestaciones de la violencia machista, la novela de Oeste ofrece un oportuno medio para conocer de cerca, mano a mano con las víctimas, los procedimientos corruptos y los círculos viciosos que se dan en las familias. Y también es de justicia reconocer la valentía de Miguel Ángel Oeste a la hora de retratar el lado menos amable de la Costa del Sol de los años 70, un territorio elevado hoy a los altares de la nostalgia por los incondicionales del kitsch que, sin embargo, dejó un rastro de adocenamiento y miseria moral cuyas consecuencias aún colean. De cualquier forma, Vengo de ese miedo es un testimonio sobrecogedor que sólo se puede leerse de un tirón, sin aliento, hasta un final que también para el lector resulta reparador e inolvidable. Si hoy necesitamos alguna literatura, es la que Miguel Ángel Oeste nos ofrece aquí.
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