El parqué
Álvaro Romero
Tono alcista
Irene Vallejo | Escritora
Málaga/Autora de novelas como La luz sepultada (2011) y El silbido del arquero (2015), doctora en Filología Clásica y columnista, Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es la autora de El infinito en un junco (Siruela), un ensayo a medio camino de la autoficción en el que describe la prodigiosa historia de la invención del libro y sus usos en Grecia y Roma. Semejante introducción al mundo clásico ocupa ya los puestos más altos en las listas de ventas de no ficción, si bien Vallejo parte del pasado para ofrecer un pormenorizado diagnóstico de la salud de la lectura en el presente. El próximo martes 29 a las 19:00, la escritora presentará su obra en la librería Áncora (Plaza de Uncibay, 9).
-¿La decisión de escribir un ensayo no convencional, en el que abundaran referencias contemporáneas y contara su propia historia, estuvo clara desde el principio o la fue madurando conforme escribía el libro?
-Para mí era muy importante desde el principio escribir un ensayo en la acepción más amplia del término. Es decir, un libro de alguna forma experimental. El mundo clásico se ha abordado casi siempre en España con el ensayo académico que apenas ha cambiado desde el siglo XIX, pero desde hace ya bastante me interesa mucho el modelo anglosajón, más dinámico y abierto. Es cierto que había precedentes en este sentido como Librerías, el libro de Jorge Carrión, pero encontré la manera de hacer mía la cuestión al decidir escribir un ensayo que siguiera el modelo narrativo de Las mil y una noches, con todas esas historias que entran, salen y se interrumpen continuamente. Así me resultaría más fácil tomar al lector de la mano y conducirlo a Grecia y Roma.
-Al describir a los autores y personajes abundan las anécdotas. ¿Cuestión de pedagogía?
-Sí. Mi experiencia como profesora me dice que lo que queda al final en el recuerdo del alumno, lo que ves en los exámenes, son las anécdotas. Los elementos que hacen a los escritores y personajes históricos más cercanos, más humanos. De todas formas, en El infinito en un junco rindo homenaje a todos los copistas, viajeros, traductores y bibliotecarios anónimos que contribuyeron a la supervivencia del libro ya en la Antigüedad y de los que nadie se acuerda. Ellos han sido tanto o más importantes que los reyes y emperadores que hicieron posibles milagros como la Biblioteca de Alejandría.
-¿El clásico es, como apunta en su obra, un autor capaz de significar en cualquier circunstancia?
-Sí. De emocionar, incluso. Quien se hace con el status de clásico lo logra porque es capaz de hablar a lectores de muy distintas épocas. Piensa que ha habido clásicos que han necesitado milenios y lectores de otras épocas para ser considerados tales, y esto se debe al empeño de algunos lectores que consideraban que su obra era importante para ellos, por más que en vida de estos autores nadie los leyera.
-¿Demuestra el libro, como objeto, que seguimos culturalmente ligados a Grecia y Roma?
-Así es. Aunque la escritura fuese anterior, el libro es un invento de Grecia y Roma. Como dice Amelia Valcárcel, allí empezamos a ser tan raros. A partir de aquí, me apetecía mucho contar cómo el libro ha tenido una continuidad ininterrumpida desde entonces, y que esta continuidad es un milagro. A pesar de catástrofes como la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, donde se perdió un legado irreparable aunque pudieron reescribirse muchas obras que afortunadamente habían sido memorizadas, el libro, y con él los clásicos, han llegado hasta nuestros días. Los clásicos son la raíz que necesitamos en tiempos donde todo parece tan volátil y líquido. Sin ese bagaje, habríamos tenido que empezar de cero muchas veces y no habríamos llegado tan lejos. Tanto a nivel social como a nivel particular, los libros nos describen y nos definen. A pesar de su fragilidad, contienen saberes que se remontan a miles de años.
-Pero los clásicos también incomodan a menudo, especialmente desde un punto de vista moral.
-Es que la incomodidad forma parte de la experiencia lectora. No podemos crecer como lectores leyendo únicamente libros edificantes. Hay un debate candente todavía en no pocos países sobre si resulta oportuno sanear libros antiguos en nuevas ediciones para no perturbar a los lectores contemporáneos, eliminar o cambiar pasajes y expresiones que entren en colisión con ciertos valores. Y yo soy profundamente contraria a esto, porque, entre otras cosas, se daría por hecho que los clásicos escribieron sus obras así, edulcoradas, y que así es como han perdurado. Pero sospecho que los clásicos incomodan hoy a muchos, además, porque a menudo parecen más listos, más atinados que nosotros, más acertados a la hora de interpretar los acontecimientos. Para algunos lectores, descubrir esto significa un cuestionamiento directo de la idea de progreso; pero para otros puede entrañar la oportunidad de sacudirse algunos complejos, especialmente el adanismo que en estos tiempos nos convence de que todo lo hemos inventado nosotros y de que antes de nuestro tiempo no había nada. Además, los clásicos nos aportan un valor aún superior, y es la convicción de que no estamos solos. De que alguien, en algún momento, pasó por lo que estamos pasando nosotros y dejó constancia de ello en un libro escrito hace dos milenios y que inexplicablemente ha llegado hasta nuestros días. Ahora que los nacionalismos se empeñan en señalar diferencias esenciales entre nosotros, la literatura hace justo lo contrario: revela cuanto tenemos de común para hacernos sentir acompañados.
-En cuanto al presente, recuerdo que Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451, dijo tras la aparición del ebook que al final “no hacía falta quemar libros: bastaba con convertirlos en electrodomésticos”. ¿Ha hecho el sector editorial todas las reflexiones?
-Cuando empecé a escribir El infinito en un junco se hablaba por todas partes del libro electrónico en clave apocalíptica, como de una catástrofe que iba a terminar con el libro en papel. Pero yo nunca creí nada de esto. La perspectiva dejaba bien claro que a lo largo de la historia de la literatura nunca, jamás, un nuevo formato ha sustituido a otro por completo. Lo que se ha dado siempre es una reorganización del espacio que ha permitido convivir a los formatos. Estaba convencida de que con el libro electrónico sucedería lo mismo, y así ha sido. A veces se dan bucles curiosos: dentro de algunos años veremos pantallas digitales que podrán enrollarse como los antiguos papiros. Creo, de todas formas, que a los lectores nos corresponde mantener la templanza cada vez que llegan advertencias de un cambio radical de paradigma. No hay que rendirse ciegamente ante ciertos mensajes interesados. Por culpa de cierto sesgo tendemos a valorar lo más nuevo como más perdurable, pero esto no es verdad, ni mucho menos. Además, los libros de papel son más democráticos. Sería terrible que las compañías eléctricas pusieran precio al acceso al conocimiento.
-¿Es muy comprometido preguntarle por su clásico predilecto, el que más recomienda?
-Ovidio es esencial en mi trayectoria. Su mirada, tan llena de humor, es indispensable para entender el mundo actual. Hay un pasaje del Arte de amar en el que sostiene que renuncia al placer sexual si la mujer no lo alcanza antes. Decir esto hoy, incluso en un contexto feminista, es revolucionario.
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