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El diario de Prospero
Aunque en la era del cine mudo se realizaron más de cuatrocientas adaptaciones de obras de Shakespare, y no siempre bien documentadas, se considera El rey Juan, que dirigió Sir Herbert Beerbohm en 1899, la primera película basada en un título del Bardo. Más allá del registro histórico, sin embargo, el punto de partida en un sentido crítico suele establecerse en el Ricardo III (1912) de James Keane, filme que de alguna forma anticipaba las líneas maestras que definirían la traducción de Shakespeare a la pantalla durante no pocas décadas. En lo que a modelos se refiere, sin embargo, es evidente que, muy a pesar de las deliciosas La fierecilla domada (1929) de Sam Taylor y Romeo y Julieta (1936) de George Cukor, resultó muy difícil llevarse al huerto al autor de Troilo y Crésida sin tener en cuenta el Enrique V (1944) de Laurence Olivier, quien de hecho consolidó su propio método al respecto, con hechuras hegemónicas, en Hamlet (1948) y Ricardo III (1955). Hasta el mismo Orson Welles se mantuvo fiel al canon, adscrito al mismo tiempo a una lectura radicalmente genuina, en Macbeth (1948) y Otelo (1952), aunque su apogeo de mayor libertad en Campanadas a medianoche (1965), con su inmortal encarnación de Falstaff, brindó, con perdón, la más genial de las adaptaciones cinematográficas shakespeareanas. Inolvidable, aunque también apegado a la didáctica de Laurence Oliver, es el Julio César (1953) de Mankiewicz. Aunque conviene celebrar entre las lecturas más reveladoras versos sueltos como Kiss me Kate (1953) de George Sidney, que adaptaba en clave musical La fierecilla domada; Planeta prohibido (1956) de Fred Wilcox, que daba la razón a quienes veían en La tempestad un antecedente directo, cuando no un ejemplo por derecho, de la ciencia-ficción; o los pulsos con los que Akira Kurosawa retó a Macbeth en Trono de sangre (1957) y a Rey Lear en Ran (1985). Por cierto, que el mejor Lear del séptimo arte se lo debemos al Grigori Kozintsev, quien en 1971 demostró que si la tragedia del viejo rey despechado era irrepresentable, el cine sí era capaz de recrear el terrible mundo que alumbró Shakespeare.
De cualquier forma, Shakespeare y el cine han parecido llevarse siempre razonablemente bien, lo que no puede decirse de otros autores. Lo interesante es considerar cómo la manera de abordar a Shakespeare en cada momento histórico nos da información bien reveladora sobre el modo en que cada generación percibe al Bardo, al cine y a su momento histórico en cuestión. Así, resulta sintomática de un cierto hastío respecto a la postmodernidad una película como El rey (2019), en la que David Michôd adapta Enrique V desplazando por completo el texto original de la obra (así como las dos partes de Enrique IV a las que se hace referencia de manera, digamos, superficial). Seguramente, la abundante filmografía shakespeareana de Kenneth Brannagh, el más fiel y devoto de los discípulos de Laurence Olivier, sentó un precedente demasiado peligroso para cualquiera que haya decidido asumir después este riesgo: ni El mercader de Venecia (2004) de Michael Radford, ni el prometedor Coriolano (2011) de Ralph Fiennes ni el Macbeth (2015) de Justin Kurzel han dado de sí lo que se esperaba de ellos, aunque siempre resulta gratificante volver al extraño y divertido documental que firmó Al Pacino sobre su particular búsqueda del grial shakespeareno en Looking for Richard (1966).
Sin embargo, cabe esperar el comienzo de un nuevo capítulo de esta historia en La tragedia de Macbeth, que dirige Joel Coen con Denzel Washington y Frances McDormand como protagonistas, y que se estrena en salas el próximo diciembre. Las reacciones a su reciente puesta de largo como cinta inaugural en el Festival de Cine de Nueva York así lo confirman: Joel Coen no reniega de la naturaleza escénica de Macbeth, sino que, consciente de que en Shakespeare el escenario es siempre un personaje más (acaso el fundamental e imprescindible), la expande y multiplica en un lenguaje descarnado y directo bendecido por la fotografía en blanco y negro (las imágenes promocionales que de momento han podido verse por aquí remiten de hecho, al menos en cierta medida, al Rey Lear de Kozintsev). Shakespeare ha sido una constante en el cine de los hermanos Coen desde Sangre fácil (1984), sobre todo a la hora de trazar en una lógica contemporánea la maquinaria argumental del destino, entre el azar y la voluntad, propia de la tragedia. Todo apunta a que esa constante ha dado fruto hasta servir en bandeja un nuevo cauce para la consideración de Shakespeare como materia cinematográfica por encima de plataformas, modas y avatares. Habrá Shakespeare y habrá cine. Eso es seguro. Y es suficiente.
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