Málaga: el andén 9 y ¾
Calle Larios
Después de todo el tiempo, de toda la inversión y toda la paciencia, cabía esperar una estación de metro digna de las pirámides de Guiza, de los jardines colgantes de Babilonia, del Taj Mahal
Pero no
Málaga: la ciudad de los famosos
Réquiem por un mandaloriano
Málaga/No hay en Málaga, seguramente, maquinaria creadora de historias más solvente que los autobuses de línea de la EMT. Basta subir a bordo de cualquiera de estos vehículos, con la atención bien afinada y las orejas limpias, y dejarse invadir por las conversaciones, los gestos, las miradas, las discusiones espontáneas, los chascarrillos. No hay mejor escenario para tomar el pulso a la ciudad: en cada autobús, Málaga al completo parece encapsularse en su puesta en marcha. Aquí se habla de política, de economía, de educación, de justicia, de sanidad, de cualquier asunto que se precie. Para conocer bien la incidencia de la inflación en los ciudadanos resulta más ilustrativo subir a un bus que acudir a los mercados. Seguramente por el obligado compartimiento de la estrechez durante un periodo de tiempo a menudo notable, la charla surge por su cuenta, como las hojas de hierba en las aceras, y en tal trance las lenguas tienden a frenarse lo justo. Desde que, además, podemos volver a viajar sin mascarillas, el parloteo se libera de inhibiciones y allá que va todo el mundo hablando de lo suyo. Por más que te pueda caer al lado el pelma de turno dispuesto a contarte el montaje del director de su última visita al urólogo, lo cierto es que echábamos de menos el blablablá gallináceo exento de protecciones profilácticas a bordo del 1 en dirección al Parque del Sur. En el metro, sin embargo, el ambiente es muy distinto, más aséptico, menos fraternal. Aquí se viaja con más holgura y los trayectos son necesariamente más breves, así que no hay mucho tiempo para el dale que te pego. Los usuarios que se desplazan con sus auriculares y embutidos en sus móviles representan en el metro una mayoría absoluta, también porque la media de edad es considerablemente más reducida, de modo que cada cual va a lo suyo, apenas unos minutos hasta Vialia, ya está, hemos llegado. Todo pasa en un suspiro. El viaje en autobús se resuelve en la duración perfecta para un contubernio, ni tan veloz como el metro ni tan prolongado como el Cercanías: la medida perfecta para resolver los problemas de España, valorar la calidad artística de Rosalía o pactar cuál es la mejor receta para las croquetas del puchero. El metro, sin embargo, mantiene intacta esa fascinación que quienes adoramos viajar en tren nos reserva a escala. A un servidor le encanta meterse en el metro de Madrid, Barcelona o Lisboa y liarse a hacer trasbordos y conexiones, probar destinos inesperados, ponerse en el barrio más remoto en menos que canta un gallo y, luego, el transitar largo y penoso por las estaciones, los túneles sucios, húmedos y fríos hasta el siguiente enlace o la luz de la calle. Las posibilidades que ofrece el metro de Málaga al respecto son las que son. Pero bueno, ahí está. Uno pisa el andén sin haber abierto la boca, aunque feliz. Y eso que para viajar en metro tengo que hacerlo ex profeso, ya que las líneas hábiles se mantienen lejos de mis destinos comunes. Como sucede con la mayoría de los malagueños.
El metro de Málaga es, insisto, el que es. Pequeñito, casi de juguete. De hecho, si por la Junta de Andalucía hubiera sido en su momento, hoy tendríamos un tranvía, lo que sí habría resultado definitivamente romántico. Ahora ha cundido la decepción porque la parada de Atarazanas, que dejará a los viajeros en la Alameda a partir de mañana, es pequeñita, discreta, coqueta ella pero con poca capacidad, con un andén de poco más de cuatro metros, lo que obligará a mantenerla menos operativa las tardes de Semana Santa y, en fin, en cada época del año susceptible de muchedumbre. Y si algo nos gusta en Málaga es una bulla como Dios manda. Así que habrá que olvidarse de llegar hasta aquí en metro cuando inauguren el alumbrado navideño y en la Feria, lo que no deja de tener su gracia, porque Elías Bendodo nos prometió que iríamos en metro a la Alameda en la Feria del año pasado y todo apunta a que no podremos ir ninguno. No pasa nada: la estación más esperada de la historia del metro de Málaga no llega a ser una estación propiamente dicha, sino una versión más discreta, en consonancia con el espíritu del metro en sí. Tenemos aquí nuestro andén 9 y ¾, a lo Harry Potter. Con un poco de ingenio, podrán promocionarlo como atractivo turístico. Eso sí, con cita previa.
El chasco es comprensible. Después de todo el dinero invertido, de todo el tiempo, de toda la paciencia, de todo lo que ha habido que aguantar en El Perchel, de todas las promesas incumplidas y de todo el meneo, pues oiga, a lo mejor nos merecíamos una estación de metro en la Alameda con moqueta roja, hilo musical, climatización al gusto, arboleda natural, parque zoológico, una terraza de El Pimpi, tres carriles en cada sentido para la circulación a pie y un andén de diez metros, digna de las pirámides de Guiza, de los jardines colgantes de Babilonia, del Taj Mahal o del Parlamento de Bucarest. Y ahora resulta que habrá que tener cuidado para no toparse con el muro cuando bajemos del vagón. Y eso cuando podamos llegar hasta la Alameda y no nos obliguen a bajarnos en El Corte Inglés. Sin embargo, lo cierto es que en las redes de metro de las grandes ciudades las estaciones distan mucho de atenerse a una medida estándar. Las hay amplias y diáfanas, pero también estrechas, oscuras y hasta apestosas, al aire libre o enjauladas. La orografía de la Alameda Principal es también la que es y no hay manera de ubicar aquí una parada mayor, pero el chasco sería más leve si contáramos con ciertas garantías de que el metro seguirá hasta el Parque, Pedregalejo y El Palo. Incluso perdonaríamos la parada de la Plaza de la Marina. Sin embargo, con todo lo que ha costado, con todo el aguante puesto a prueba, con tantos negocios mandados al traste a cuenta de las obras interminables y sin ningún apoyo, casi dan ganas de decir que está bien así, que lo dejen ya, que nos apañamos. El problema no es que tengamos una estación pequeña en la Alameda. El problema es que hemos pagado una cantidad descomunal de dinero, energía, bienestar, sensatez y gobiernos de la Junta de distinto signo pero igual sensibilidad para un metro de pega cuya contribución a la reducción de los problemas de movilidad de esta ciudad es muy, muy escasa. Queda la impresión de que lo público, lo que es de todos y no depende de un fondo de inversiones, vive sometido a un desprestigio tan vergonzoso que parece calculado. Pero no seamos mal pensados.
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