Las luces de Málaga

Calle Larios

Cada Navidad, el alumbrado del Centro nos demuestra hasta qué punto hemos dejado de vivir en una ciudad

Pero ya sólo cabe admitir que, seguramente, esto es lo mejor que podría pasarnos

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Porque un monumento histórico nunca es suficiente.
Porque un monumento histórico nunca es suficiente. / Javier Albiñana

Málaga/Parejas entregadas al manoseo desatado bajo un bosque de puntos de luz, turistas alucinados que se las ven y las desean para no derramar el café del Starbucks mientras todo el mundo se agita a su alrededor, familias al completo que no dan abasto con los móviles, niños subidos a hombros que esperan la salida de Papá Noel o de los Reyes Magos como colofón a la altura, abuelos llegados en autobús y armados de paciencia que preguntan cada tres minutos si ya ha terminado el espectáculo, estudiantes que se lo toman todo a guasa recién salidos del McDonald’s e indigentes que insisten en pedir una moneda antes de pasar la noche en los portales de Cortina del Muelle. Como ocurre en cualquiera de las convocatorias masivas que Málaga acumula en su calendario, la verdadera función está abajo, a pie de calle, en los rostros, los gestos, las miradas. En gentes de todas las edades, orígenes y condiciones se suceden la alegría y el hartazgo, la diversión y el estupor, pero, sobre todo, la fascinación. Me llamaron la atención las imágenes de la inauguración del alumbrado navideño de la calle Larios en las que, al ritmo marcado por un DJ, todo el mundo ondeaba su teléfono móvil iluminado en una coreografía digna de una piscina del Imserso. Pero es que, unos días después, ya in situ, resultaba terriblemente complicado resistirse a la tentación de dejarse llevar por la ola: si al personal le hubiera dado por bailar bachata, celebrar un ritual ancestral a lo Midsommar o asaltar los comercios colindantes, uno se habría dejado llevar sin duda, presa de la emoción colectiva, queréis mi sangre, aquí la tenéis. De modo que sí, te metes en pleno barullo, sobrecogido por los dieciséis ángeles de cuatro metros e irresistible flequillo, y no paras de moverte a un lado y a otro, con el móvil en la mano para atrapar el momento y subirlo luego a las redes. Un espectador sagaz comentaba a mi espalda que Gerard Piqué había entendido perfectamente de qué iba todo esto cuando invitó a sus fieles a meterse en la fuente de la Plaza del Obispo y, ya puestos, a arrojarse desde los balcones. Y tenía razón: la sugestión aquí es enorme. Luego, cuando todo parece calmarse, miras alrededor y lo que ves es gente divirtiéndose. Pasándolo bien con los suyos, vivan dos barrios más allá o en otro meridiano. Y, para entonces, la marca ha multiplicado su exposición en redes y programas de televisión. Sí, por ahí tienen árboles de Navidad más grandes que el de la Plaza de la Constitución, pero sólo en Málaga se puede armar un tinglado semejante en la calle Larios, aquí donde belleza, historia e identidad puntúan más alto, casi tanto como la subida en bolsa de la mercancía. Lo que acaba de suceder no es una decoración navideña sino, de nuevo, el milagro económico que hace del producto su mejor publicidad. Hace ya muchos años que comprendimos que, para que la gente se lo pase así de bien, para que el espectáculo funcione, lo que hay que hacer es tapar la ciudad. Ocultarla, por anodina e insípida. Y el tiempo nos ha dado la razón: cada noche, cada año, llegan miles dispuestos a dejarse hipnotizar por algo que no es la calle Larios.

Hace ya muchos años que comprendimos que, para que el espectáculo funcione, lo que hay que hacer es tapar la ciudad

Que a Málaga nunca le preocupó demasiado su Catedral lo demuestran los hoteles colindantes, signos del mayor esplendor que nos legó el desarrollismo sesentero sin necesidad de llegar hasta la Malagueta, y la rapidez con la que, a poco que nos descuidemos, se adhieren a sus muros urinarios de plástico, vehículos de los servicios públicos y otros utensilios maravillosos. Por eso, tras contemplar el alumbrado navideño de la calle Larios, lo suyo es admirar desde Molina Lario el video mapping proyectado sobre la torre inacabada del templo. Un edificio lleno de historia, patrimonio de todos, al que nunca se le hace caso, al que casi se deja morir ahogado en sus grietas y humedades y al que basta adornar con una animación navideña ciertamente bochornosa, digna de la peña más entusiasta del extrarradio y rebosante de tópicos de guardería, para que, ahora sí, contribuyentes y visitantes miren hasta la extenuación y arranquen a aplaudir cuando parece que todo ha terminado. La lección, de nuevo, es infalible: para hacer de Málaga un producto atractivo, había que negar la ciudad, su historia y su habitabilidad, y promover todo lo que en Málaga es menos ciudad y más parque temático. Eso sí, el trabajo ya es más fácil: cada vez hay menos ciudad que ocultar. Observando las proyecciones de muñequitos navideños sobre la piedra antigua de la Catedral reparé en las amplias posibilidades que nos ofrecerá la torre del Puerto: ahí sí que habrá espacio para un video mapping que ríase usted de Lugo. Porque, después de tapar la ciudad, habrá que tapar su litoral. Todo sea por la noble causa del éxito malagueño en los rankings internacionales.

Observando las proyecciones sobre la piedra antigua de la Catedral reparé en las posibilidades que nos ofrecerá la torre del Puerto

¿Qué hay de malo en todo esto? Nada. Absolutamente nada. La gente tiene todo el derecho del mundo a divertirse con lo que le apetezca. Allá se las apañen los cascarrabias antimalagueños que echan de menos la decoración navideña inmediatamente posterior a la peatonalización, cuando la calle Larios todavía parecía una ciudad. Y la posibilidad de atrapar el ir y venir de lucecitas para presumir luego en Instagram es, desde luego, muy divertida. Pero no deja uno de imaginar, ya ven qué tontería, un empeño municipal puesto en llamar la atención de los mismos turistas y autóctonos sobre lo que sí es la ciudad de Málaga: sus calles, sus plazas, su historia, sus relatos, su memoria, lo poco o mucho que quede de su identidad urbana. Una invitación a Luz Casal, a Antonio Banderas o a quien ustedes quieran a apretar el botón y que lo que se vea al otro lado sea Málaga; y una convocatoria a llenar las redes sociales con sus monumentos, sus lugares más representativos y su paisaje. Lo que pasa, claro, es que los inversores cataríes que habrán de llevar un trozo de pan a cada casa cuando ya no pueda vivir nadie aquí se enfadarían. Y a lo mejor ha pensado usted, lector, como yo, que Málaga tampoco da para tanto. Que hay que armar un espectáculo de dos millones de bombillas led y muchos decibelios, llenarlo todo de hormigón o poner rascacielos donde no pintan nada para que al malagueño de a pie le pellizque un poquito el orgullo ahora que ni siquiera su equipo de fútbol rinde. No pasa nada: todo esto lo disfrutarán otros. Y será, seguramente, lo mejor que podría pasarnos.

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