Málaga: el espíritu de Hamelin
Calle Larios
La ciudad no será Capital Europea de la Juventud en 2026, pero lo que nunca viene mal es analizar las razones que sustentan el fallo del jurado y extraer algunas conclusiones, aunque puedan ser dolorosas
Málaga: un 'Black Friday' eterno
Málaga y el alto standing
Málaga/Tromsø es una ciudad situada en el norte de Noruega, a sólo 350 kilómetros del Círculo Polar Ártico, en la que reside una población de unos 78.000 habitantes. Es la séptima mayor ciudad de Noruega y la segunda de Laponia. Uno tendería a creer que en un sitio así hace mucho frío, pero las temperaturas más crudas del invierno rara vez descienden de los cuatro grados bajo cero por efecto de las corrientes cálidas del Atlántico. Así que es fácil que haga más frío en Ronda, aunque, eso sí, los veranos de Tromsø son razonablemente menos cálidos, con una media de trece grados en el termómetro. No faltan, por supuesto, fenómenos habituales de estas latitudes como el sol de medianoche, la noche polar y las auroras boreales (es uno de los mejores lugares del planeta para observarlas). En la ciudad conviven gentes de unas 140 nacionalidades, un mestizaje que configura una sociedad dinámica y abierta. Tromsø posee una de las siete universidades con las que cuenta Noruega (todas de ellas públicas) y desarrolla a lo largo del año una jugosa actividad cultural, con varios festivales de música (la ciudad es una verdadera potencia mundial en cuanto a música electrónica: no pocos de los artistas más relevantes del género han nacido aquí), un festival internacional de cine (que se celebra cada año a finales de enero: quién dijo miedo), una orquesta sinfónica, una compañía local de teatro reconocida como una de las mejores del país, un festival literario otoñal y hasta un festival de cultura latinoamericana que tiene lugar en febrero y que fue bautizado con un reclamo harto llamativo, ideal para entrar en calor: No Siesta Fiesta. Como ven, en más de un sentido, distancias climatológicas aparte, Tromsø presenta un espíritu urbano que a los malagueños nos puede resultar familiar. Aunque cabe subrayar aquí dos apuntes: por una parte, los atractivos turísticos de los que hacen gala las dos ciudades son evidentemente antagónicos, pero lo cierto es que Tromsø acoge durante todo el año un volumen de visitantes, nacionales e internacionales, proporcionalmente no muy inferior al que recibe Málaga con una oferta basada en su mayor parte en la cultura y el medio ambiente; por otra, el municipio está diseminado entre varias islas y el suelo continental, con lo que Tromsø ha desarrollado de manera tradicional políticas de movilidad reconocidas por su sostenibilidad que, a su vez, se han traducido en una prioridad consciente para la definición de espacios públicos, en los que los vecinos de los distritos más dispersos pueden sentirse acogidos cuando participan en los distintos eventos sociales y culturales. A pesar de su tradición luterana (aunque cuenta con una catedral católica), Tromsø es una urbe volcada en la calle, orgullosa de la mutación constante que afecta a sus señas de identidad.
Y Tromsø será, también, la Capital Europea de la Juventud en 2026, según el designio hecho público esta misma semana por el European Youth Forum. Málaga aspiraba al mismo reconocimiento, con la esperanza de superar así el varapalo que supuso la candidatura frustrada a la Exposición Internacional en 2027; pero, más allá de lamentar la oportunidad perdida, lo que corresponde es atender a los motivos de la decisión del jurado expresado en su fallo y extraer algunas conclusiones. La propuesta noruega se articuló en torno a cuatro ejes fundamentales: promoción, creatividad, experimentación y cooperación. A partir de aquí, el proyecto se concretaba en numerosas medidas para facilitar a la población más joven la posibilidad de “vivir, trabajar y crear” en Tromsø a partir de dos principios básicos: sostenibilidad e inclusión. Hay otro dato significativo: la media de edad en la población es considerablemente baja, lo que permite que, por ejemplo, dieciocho de los cuarenta y tres miembros de la Asamblea Local (el gobierno sigue el modelo propio del parlamentarismo municipal) tengan menos de 35 años. Resulta razonable que una ciudad joven con un gobierno joven preste atención a la población más joven, pero, en todo caso, entre las medidas antes referidas se incluyen ayudas al acceso a la primera vivienda, a la formación, al emprendimiento y a la creación artística y cultural. Por último, cabe entender las claves relativas a sostenibilidad e inclusión no tanto en términos de protección de medio ambiente y de atención a las minorías (que también) sino como de garantía de convivencia: el principal empeño de Tromsø parece ser el de orientar toda la actividad política y económica al beneficio de su población más joven para que encuentren en la ciudad atractivos suficientes para quedarse y vivir su edad adulta. Al menos sobre el papel, podemos concluir que, como estrategia, no está nada mal.
Resulta digno de atención, en este sentido, el modo en que la sostenibilidad, que también era el argumento central para la propuesta aspirante a la Exposición Internacional de 2027, se ha convertido en una especie de piedra de toque para Málaga, un medidor de la calidad real de sus aspiraciones. Es cierto que, en muchos sentidos, sobre todo si nos atenemos a una mirada superficial, Tromsø y Málaga comparten cierto espíritu renovador y abierto; pero, si ahondamos un poco en la cuestión, no habría mucho más remedio que admitir que el espíritu de Málaga, en lo que a la juventud se refiere, se parece más al de Hamelin y su flautista. Que a toda una generación de jóvenes, salvo a una minoría cada vez más selecta, se le haya negado la posibilidad de residir en su ciudad por sus propios medios cuando llegue la hora de independizarse obedece, ciertamente, a un problema global, el de la voracidad de la industria turística que desplaza a las poblaciones ya prácticamente en todas partes; pero, a diferencia de otras ciudades europeas en las que se han aplicado políticas dirigidas a la atenuación de esta tendencia, Málaga (puntualicemos: sus administraciones, gobiernos, líderes de la opinión pública y buena parte de la sociedad civil) se ha inclinado siempre a percibir esta situación no como un problema, sino como una historia de éxito o, como mucho, un daño colateral y en cualquier caso asumible a cambio de ese mismo esplendor. Si se trata de hacer de Málaga un destino atractivo para jóvenes de otras procedencias, sólo los que vengan con ganas de prosperar en el sector tecnológico o de servir muchas cervezas pueden encontrar su sitio. Y si de formarse se trata, la respuesta al desprestigio acumulado en nuestra Universidad por parte de las mismas administraciones es la concesión de todas las facilidades a las instituciones académicas privadas, digitales o presenciales, para que campen aquí a sus anchas. Es decir, Málaga puede ser un lugar de desarrollo espectacular para los jóvenes, sean autóctonos o foráneos, siempre que no tengan que preocuparse mucho sobre cómo ganarse la vida.
Y a lo mejor, quién sabe, esto tiene algo que ver en la fatídica cadena de proyectos continentales finalmente frustrados y adjudicados a otras ciudades. Las aspiraciones de Málaga a la hora de pasar como modelo de sostenibilidad, creatividad y promoción de la juventud son desde luego legítimas y también loables; pero a lo mejor va siendo hora de hacer balance y entender hasta qué punto la decisión de poner todos los huevos en la cesta del turismo (no de cualquier turismo: el más agresivo, extractivo, abúlico, estacional y desorganizado) nos está haciendo perder trenes de progreso, estabilidad y una proyección más deseable en cuanto admirable. Es cierto que el sueño europeo de Málaga ha quedado truncado, también, por cuestiones geopolíticas que quedan del todo fuera de su alcance e influencia: la candidatura a la Capitalidad Cultural de Europa en 2016 constituyó un aprendizaje traumático en este sentido que quedó revalidado con la reciente carrera hacia la Expo 2027, para la que el despliegue diplomático del Gobierno español fue, por decirlo de manera suave, sólo discreto. Pero también lo es que la Europa más complaciente y menos lúcida, la que a menudo interfiere en estas cuestiones desde ciertas posiciones poco transparentes, necesita ciudades que sirvan de patio de recreo, de destino vacacional sin excesivas ambiciones y, de paso, de campo de prueba para la inversión inmobiliaria menos cauta. Y Málaga, en este sentido, representa una solución para estos intereses a los que costaría mucho renunciar. De modo que, a lo mejor, desde la autonomía de que disponemos, convendría dejar de buscar la validación externa del modelo, a todas luces insuficiente, y empezar a procurarnos el sustento y el futuro de Málaga y los malagueños con algo más de exigencia. La que nos llevaría a concluir, por ejemplo, que lo que está pasando con el centro de jóvenes creadores previsto para la antigua prisión de Cruz del Humilladero es un despropósito que sólo se explica desde la desgana y la incompetencia. Y luego, si nos quieren hacer capital de cualquier cosa, pues bienvenido sea. Pero qué raros son estos tiempos en los que toca reivindicar lo evidente. Lo que sí debíamos haber ganado.
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