Málaga: un 'Black Friday' eterno
Calle Larios
Cuando pones una ciudad a la venta, la lógica de mercado sigue el mecanismo que le es propio: no hay matiz del discurso que no esté dirigido a la promoción del producto con tal de obtener los mayores beneficios
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Málaga/De seguirle el rollo al apocalipsis y tener que imaginar una Málaga distópica, el Polígono Industrial Guadalhorce serviría de perfecto campo de pruebas. Tiene su gracia que los gurús de la cosa tecnológica insistan en que, en lo que a Málaga se refiere, debemos dejar de una hablar de ciudad para hablar de metrópolis. Pero también tiene su sentido: una ciudad hace referencia a los ciudadanos, al menos desde Platón, quien ya explicó, mucho antes de que Francisco de la Torre llegase a la Alcaldía, que la comunidad cívica se sustenta en la mutua satisfacción de las necesidades de sus miembros; una metrópolis supera, claro, el estricto margen de la polis para convertirse en lo que ustedes quieran, al cabo una marca de indudable atractivo en la que ya no se trata de que los ciudadanos contribuyan al bien común sino de vender el producto al mayor precio posible. De cualquier forma, sea una ciudad o una metrópolis, el invento necesitará su patio trasero, su desván menos amable, su cuarto de baño por limpiar y su garaje patas arriba; y ahí está el Polígono Guadalhorce, un bocado de infierno olvidado por todos, para cumplir semejante función como si nada hubiese cambiado ahí fuera. Volví hace unos días y pude comprobar que la estampa mantiene sus encantos de siempre, con un asfalto impracticable, la impresión de ruina general en naves y locales, aceras sucias, tendidos eléctricos dispuestos como una invitación a cruzar los dedos y casi todos los ingredientes precisos para ilustrar el discurso más esmerado sobre la deshumanización en el mundo contemporáneo. Iban y venían, como de costumbre, hombres y mujeres que arrastraban carritos de la compra llenos hasta los topes de la más inútil chatarra, renqueantes, llegados hasta aquí desde los barrios más remotos en busca de una moneda que echarse al bolsillo. No deja de estremecer la acumulación de coches mal aparcados en un entorno de apariencia tan ausente, con las tiendas al por menor vacías y los proveedores asiáticos distraídos como estatuas de sal con sus teléfonos móviles. Encontré un bar que hacía esquina repleto de clientes que habían venido a almorzar. Ocupé una mesa solitaria en la terraza, pedí un café y un señor que terminaba su plato de paella, a pesar de que apenas habíamos traspasado el mediodía, me contó que mucha gente “viene a comer al polígono porque aquí es más barato” mientras su señora, sentada a su lado y callada con la disciplina del luto, apenas llevaba su ración por la mitad. Hablé después con algunos empleados que cargaban mercancías en un par de calles y me confirmaron que buena parte de las naves sirven de vivienda tanto a trabajadores como a propietarios. Esta situación no es precisamente nueva, pero se ha agravado de manera notable a cuenta del encarecimiento de los alquileres. No deja de resultar paradójico que, mientras los bajos comerciales de los barrios terminan rediseñados como apartamentos de luminosidad restringida, aquí en el polígono la conversión se hace tal cual, a lo bruto: una cama, unas mantas, un hornillo de gas y ya podemos vivir aquí, los aseos ya estaban. Mientras el lobo asoma sus orejas y vemos cómo en no pocas ciudades del entorno, desde Palma de Mallorca a Lisboa, cada vez más inquilinos abandonan sus casas para vivir en furgonetas, va quedando clara cuál va a ser la opción más fácil en Málaga. De momento, hay sitio. Pero lo más importante es que hablemos de metrópolis, no de ciudades.
No falla: cada vez que aparece un informe que alerta del encarecimiento de la vivienda en Málaga hasta niveles inasumibles, a la cabeza del ranking nacional, aparecen poco después otros informes en los que los extranjeros señalan a Málaga como la mejor ciudad del mundo para vivir. Ahora, incluso, hasta el Ayuntamiento pone sobre la mesa otros informes que subrayan la disponibilidad de alquileres hasta 700 euros, sin entrar en demasiados detalles respecto a las condiciones y en clara distancia con la evidencia a la que se enfrentan los potenciales inquilinos. Podemos afirmar que, mientras los suecos estén dispuestos a comprarlo todo, el negocio podrá mantenerse en directrices prósperas. Y, respecto a quienes se ven obligados a marcharse, siempre les quedará el resquemor de que debían haber estudiado un poco más. O el consuelo de una nave industrial en un polígono y sus infinitas posibilidades. Al cabo, los problemas más urgentes a los que se enfrenta Málaga, la Málaga real, no la del relato triunfalista, son los que corresponden a la puesta en venta de la ciudad, ni más ni menos. Todos y cada uno de los matices del relato van dirigidos a la obtención del mayor beneficio por el mismo producto. Aquí el Black Friday dura todo el año. Todavía podríamos preguntarnos por qué no se ha hecho nada para evitarlo. Pero la respuesta es tan obvia que casi da vergüenza. Málaga ha asumido que no había más progreso posible que el de su propia inmolación comercial. Los publicistas hicieron bien su trabajo al convencer a los ciudadanos de que no existían alternativas. Era mentira. También convencieron a los contribuyentes, por cierto, de que tendrían su parte de pastel, de que las ganancias se distribuirían entre todos, de que ellos no formaban parte del producto, sino de los beneficiarios. Y también era mentira.
Pero aquí estamos, a la espera de que la torre del Puerto entrañe, ahora sí, una ocasión de empleo y estabilidad para muchas familias, aunque sea a costa no ya de su paisaje, sino del riesgo manifiesto de que los inversores se esfumen con el rascacielos a medio construir y a ver entonces qué hacemos con el regalo. Por más claro que haya quedado que este tipo de desarrollismo sólo conduce a la ruina, salvo en lugares inhóspitos en los que no hay nada (también hubo que hacer un notable trabajo pedagógico al respecto con la población autóctona: ¿es que en Málaga ha habido algo alguna vez?), el relato insiste en que no hay más fórmula para el crecimiento que la que hay. Es decir, la que pasa por desentenderse de la suerte de los ciudadanos. No hacía falta una demoledora ración de fake news para que el relato triunfalista prevaleciera sobre los datos contrastados relativos a exclusión social, acceso a la vivienda y renta per cápita. Bastaba con llenarlo todo de lucecitas. En el fondo, el problema no es tan grave. Por supuesto que en Málaga se puede vivir, y además muy bien: que les pregunten a los suecos. Si, por el contrario, has tenido la mala suerte de nacer aquí, ya sabemos dónde queda polígono.
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