Donde los más pequeños no caben
Calle Larios
Si en Málaga se opta por la construcción masiva sin zonas verdes y se convierte a la hostelería en dueña y señora del espacio público, adivinen quiénes serán los primeros en pagarlo
Modelos para Málaga
Málaga/Antes de que el calor se haga insoportable, siempre se puede disfrutar de estas últimas olas de primavera bajo el imperio proverbial de la luz. Hay un estímulo que aletea en el ánimo cuando se advierte que son las nueve de la noche y el sol mantiene aún su dominio, largos los días hasta penetrar en los últimos compases de la jornada. En Málaga, esta estación intermedia regala, seguramente, los mejores días del año. Luego cabrá celebrar la llegada del otoño que barrerá los estragos de la canícula, el ruido, la feria y las playas atestadas. Málaga ya es esa ciudad en la que siempre es verano, pero, de momento, esta prolongación de la tarde es favorable al ahorro de la energía y a la mejor disposición de la voluntad. Caminaba hace unos días con un amigo junto a la plaza de la iglesia de la Victoria pasadas ya las ocho y media y justo comentábamos los efectos beneficiosos para el organismo que aporta la posibilidad de disfrutar de la luz natural a una hora en la que, hace apenas unas semanas, había que tenerlo todo encendido, cuando mi amigo dirigió mi atención a la misma plaza. De acá para allá jugaban niños a la pelota, al escondite, con algún coche teledirigido, a darle patadas a un objeto que perseguía un perro cómplice, mientras otro buen puñado de padres compartían conversación y vigilancia en los bancos aledaños. Me preguntó mi amigo si acaso iba a celebrarse algún tipo de verbena o concentración popular, a lo que respondí con una negativa, aunque nunca se puede estar seguro. Le conté que, dado que era miércoles, padres e hijos emprenderían pronto la retirada para no meter a los zagales en la cama demasiado tarde y dar paso a los adolescentes que ya empezaban a asomar la patita y que, conforme el calor se crece en el termómetro, con más decisión toman la plaza nocturna, con el avituallamiento de chucherías adquirido en el chino o en el supermercado y las ganas de charloteo bien álgidas.
Señaló mi par mientras continuábamos la marcha que tal vez la de la iglesia de la Victoria era una de las últimas plazas donde jugaban los niños al aire libre en Málaga y esta vez respondí afirmativamente. Maticé, eso sí, que en las zonas de nueva expansión de la ciudad, como Teatinos y El Romeral, es fácil encontrar parques infantiles para el solaz menudo, independientemente de que resulten más o menos cómodos y de su cuidado y mantenimiento; pero sí es cierto que en los barrios, digamos, de siempre, ya apenas quedan superficies así, donde los chavales puedan explayarse a gusto y con tranquilidad mientras los padres echan un ojo sin la impresión de habitar un solar abandonado. Hay plazas en áreas urbanas y residenciales donde, directamente, se prohibe jugar a la pelota bajo amenaza de sanción a los padres, aunque luego, cuando cae la noche, en esas mismas plazas los bares instalan sus terrazas con el consecuente jaleo hasta las tantas. Precisamente, la conquista hostelera del espacio público ha definido el uso del mismo con mucha mayor precisión que cualquier ordenanza municipal; y las necesidades lúdicas de los más pequeños pueden ser muy importantes, pero no hacen caja. Es curioso, pero tanto aquí en la Victoria como en otros barrios de la capital son las iglesias las que han preservado cierta integridad cívica en los espacios públicos frente al poderío mesonero (no en el Centro, donde este valor se le ha negado incluso a la Catedral). En fin, de todo esto hablábamos mi amigo y yo, padres los dos aunque con hijos en edades distintas, antes de despedirnos cuando aún era de día.
De manera recurrente, la infancia se convierte en objeto de análisis para tertulianos y arma arrojadiza en el debate político. La imagen de toda una generación enclaustrada en sus casas antes de cumplir los doce años, babeante frente a la pantalla del móvil, adicta, suicida, abúlica, insensible, acosadora y víctima, resulta insoportable para muchos. En las últimas semanas hemos consumido abundante información escandalosa sobre abusos sexuales en edades demasiado tempranas asociados al consumo masivo de pornografía. Se suceden leyes educativas, se buscan culpables, se exigen responsabilidades a los docentes, se tergiversa la realidad en los foros con tal de que cada cual pueda lavarse las manos. Pero, curiosamente, casi nunca se pone sobre la mesa esta evidencia: la gestión del espacio público tiene consecuencias directas sobre la buena salud, física y mental, de la infancia. Y a lo mejor, por si acaso, hay que decirlo claro: si en una ciudad no se puede vivir, los primeros desplazados son los más indefensos, entre ellos, muy especialmente, los menores. Si en vez de promover espacios públicos, parques, zonas verdes, jardines y demás instrumentos de los que pueden dotarse las ciudades presuntamente inteligentes se opta por la construcción desmedida, la densidad del hormigón y las concesiones más irracionales a la hostelería, todo bajo la bendición de los millonarios cataríes y de los gurús de la tecnología, las consecuencias serán las que ya sabemos. Si en Santa Julia no queda un centímetro de espacio público abierto mientras la antigua prisión sigue cayéndose a trozos después de todos los proyectos prometidos, lo pagarán los niños. Si en el suelo de Repsol se opta por levantar rascacielos en lugar de crear un bosque urbano, lo pagarán los niños. Si todavía quedan quienes defienden el modelo actual de la Feria del Centro, que convierte cada tarde el enclave en un contenedor de cristales rotos, lo pagarán los niños. Si el alcalde dice que no quiere más apartamentos turísticos pero no mueve un dedo al respecto, lo pagarán los niños. Si no se aplica más política en materia de vivienda que la expulsión y el privilegio, lo pagarán los niños. Pero luego, cuando nos enfoque la cámara y nos pregunten por la infancia, cruzaremos las manos y esbozaremos nuestro gestito de preocupación. Y que les zurzan a los jodidos niños.
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