Modelos para Málaga
Calle Larios
Se pregunta el concejal de Turismo, Jacobo Florido, qué hacer si 20.000 turistas quieren venir a Málaga
A lo mejor algo tan sencillo como garantizar que se cumpla la normativa municipal
Málaga o el arte de amar
Málaga/El pasado fin de semana tuve la ocasión de dar una escapada fugaz a San Sebastián, aquella ciudad que, si recuerdan, le arrebató a Málaga la Capitalidad Cultural de Europa en 2016. Al final de la jornada tuve un rato libre, así que fui a dar una vuelta por la parte vieja, desde la Bretxa, por las calles San Juan, San Lorenzo y Mayor hasta el Puerto. El verano anticipado de aquellos días se había impuesto también bajo el cielo gris donostiarra, con lo que quedó una noche perfecta para ir a tomar algo y concederle al cuerpo sus demandas. En consecuencia, el gentío era más que abundante. Turistas y nativos competían por el poco sitio disponible en las tabernas, entre pintxos, vinos y jarras de cerveza, así que cualquier resquicio era bueno para montar un contubernio, aunque fuese ya en la calle. Estaba todo a reven tar y quienes participaban no ocultaban sus ganas de fiesta. El ambiente era ruidoso, desde luego. Presté atención a las fachadas y concluí que para quienes viven allí no debe ser fácil hacer el necesario acopio de paciencia en lo que seguramente, con la llegada del buen tiempo, era una embestida diaria. Callejeé a gusto por aquel entramado en el que gentes diversas rendían honores al dios Baco y pronto el paseo se convirtió en una exploración consciente. Afilé mi atención en busca de ciertos elementos que en las noches malagueñas se han hecho habituales, sobre todo cada fin de semana, con un resultado, creo, revelador. Aunque no me recogí muy tarde, me topé con algún entusiasta lleno de moscas y con menos juicio que Aquiles con el cadáver de Héctor, ejemplares que seguramente venían prolongando la fiesta desde el mediodía. Pero, a Dios pongo por testigo, no encontré una sola despedida de soltero, ni una muñeca hinchable, ni un solo mendrugo haciendo el cafre con un megáfono, ni un guiri descamisado. Llegué después al Puerto. Me alegró comprobar que nadie había logrado convertirlo aún en una superficie comercial, aunque estaba muy transitado. Las terrazas estaban ahora recogidas en una especie de gran chiringuito compartido por varios establecimientos. Metí la nariz: casi toda la clientela eran turistas, rubios y blanquitos, y doy fe de que ni uno solo había puesto sus pies negros y descalzos encima de una silla. Fuera, en la intemperie, grupos de jovencitos se dispersaban en pequeños grupos a lo largo y ancho del Puerto y ninguno se había traído la priva del chino para montar el botellón. Es que ya no te puedes fiar de nadie: aquellos vascos adolescentes se limitaban a conversar, reír sus chistes y, los más intrépidos, fumarse un cigarrillo. Ignoro si, cuando volví al hotel, después de mi solitaria cerveza, aquellos mismos chavales sacaron los calimochos y la emprendieron a golpes con las papeleras, aprovechemos ahora que se ha ido el pelma del Bujalance. Tal vez a partir de la madrugada la calle San Lorenzo se llenó de penes de gomaespuma y altavoces para la mayor difusión de eructos obscenos, todo eso que en Málaga te encuentras perfectamente a las cinco de la tarde. Pero esto es lo que vi.
Algunos donostiarras de bien con los que tuve ocasión de hablar me dieron ciertas claves: me contaron que el turismo que recibía San Sebastián llegaba mayoritariamente desde otras regiones de España y desde Francia, lo que tenía una traducción directa en el tráfico aéreo predominante en el Aeropuerto de Bilbao y se correspondía con un porcentaje notable de viajeros que llegan cada año a la ciudad en coche, esto es, con un turismo principalmente familiar. Eso sí, el precio de la vivienda seguía por las nubes a cuenta de los apartamentos turísticos, pero la regulación emprendida por el Ayuntamiento para dificultar los trámites a la hora de adjudicar a cualquier piso la condición turística estaba empezando a dar frutos interesantes. Habrá quien sostenga que el desmadre que hace inviable el tránsito entre el Teatro Cervantes y la Alameda cada fin de semana es inevitable porque Málaga está en boca de mucha más gente que San Sebastián ahí fuera, pero convendría dejar de ver de una vez la situación de colapso a la que hemos llegado como un peaje irremediable. En Málaga no ha habido, nunca, un debate serio sobre el modelo turístico al que se quiere optar. Se consideró que el asunto estaba resuelto con los museos pero, al mismo tiempo, se dio coartada a cualquier cosa. La conclusión es clara: llevamos, al menos, dos décadas en esta situación de explotación descontrolada. Y esa explotación, por mucho que se nos prometiera lo contrario, no sólo no ha mejorado la calidad de vida de los malagueños sino que la ha mermado notablemente.
La impresión es que Málaga tiene un problema grave y, lo que es peor, nadie sabe cómo solucionarlo. Nuestro alcalde, Francisco de la Torre, defiende un día la necesidad de expandir el modelo turístico a los barrios y al siguiente afirma que no quiere más viviendas turísticas, lo que no deja de tener su gracia porque nadie más que él tiene la llave de la regulación al respecto. El concejal de Turismo, Jacobo Florido, se pregunta qué puede hacer él si 20.000 personas deciden venir de vacaciones: a lo mejor algo tan sencillo como garantizar que se cumplirán las normativas municipales. Lo que tenemos es lo mismo de estos veinte años: promesas sobre la restricción de los botellones y una mayor vigilancia policial que, lo sabemos, quedarán en nada. Todavía muchos celebran que se hable de Málaga en todas partes, independientemente de quién hable y en qué términos, y si en las agencias de viajes venden las despedidas de soltero como paquetes turísticos, pues bienvenido sea. Pero se puede optar por otro modelo. De eso iba la política. Otra cosa es que se quiera.
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