Instrucciones para inventarse Málaga
Calle Larios
Más paradojas: para volver la vista a determinados lugares, para reencontrarnos con ciertos sitios y refrescar la memoria, hay que llenarlo todo de gente, de símbolos, de esencias y estímulos
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Málaga/Fui a ver el encierro de la Santa Cruz y, apostado frente a la puerta del Museo del Vidrio y el Cristal, vi venir el trono de la Dolorosa desde la calle Guerrero. Aquel paisaje, con la vieja casa que hace esquina en la calle Gaona a la manera de telón de boca, me sorprendió de pronto. A veces, el mismo sitio por el que has pasado un millón de veces desde que viniste al mundo puede trasladarte a otra ciudad, como un viaje alucinado no en el tiempo, sino en la memoria y sus trampas. Creías conocer bien tus lugares de siempre, pero afina bien la mirada y, seguramente, te llevarás una sorpresa. Si hubiese podido extraer aquella escena y aislarla, me habría costado reconocer que se trataba de Málaga. Y, sí, yo soy el idiota que ha pasado por esta misma esquina un millón de veces. Leí recientemente un artículo científico que, en línea con los últimos descubrimientos sobre la percepción, argumentaba que el ojo humano, más que ver, imagina. Es decir, toma los elementos fundamentales de la realidad que tiene delante, los interviene y los convierte en otra cosa. Cuando decimos que dos personas, ante una misma obra de arte, verán siempre dos obras distintas, estamos refiriéndonos a una evidencia neurobiológica. Al cabo, semejantes pasatiempos son los propios de una especie dotada de una inteligencia creativa como la nuestra. Hacemos lo mismo, todo el tiempo, con el lenguaje y con los recuerdos, por ejemplo: no los preservamos, sino que los rehacemos como si nos fuera la vida en ello (de hecho, nos va la vida en ello). La mirada, ya me dirán, no iba a ser menos. Total, que allí estaba yo el Jueves Santo, frente a Nuestra Señora de los Dolores en su Amparo y Misericordia, y si me hubieran dicho que estaba en cualquier otra parte me lo habría creído. Después, presencié desde el mismo punto el encierro en San Felipe Neri y pude intuir más allá del trono el perfil antiguo de la calle Cabello y el nacimiento de la calle Parras, con otra casa evocadora en la esquina y el solar justo a su espalda con señales de un derrumbe ya olvidado. Y es curioso, porque este enclave es también uno de mis preferidos en todo el trazado urbano de la ciudad, con sus misterios, sus derrotas, sus historias y sus miserias, pero también los afectos, que los hay, hacen lo suyo cuando de inventar Málaga, y no sólo mirarla, se trata. Entonces, si alguien nos preguntara para qué sirve la Semana Santa, podríamos responder que sirve para volver a mirar Málaga. O, mejor aún, para inventarla.
Sin embargo, seamos honestos: la Semana Santa no sirve absolutamente para nada. Habrá quien sostenga que sirve para que la hostelería haga caja. Pero no creo que la hostelería siga necesitando a estas alturas que Cristo sufra, muera y resucite cada primavera para cuadrar los balances y presumir en Fitur. Y, al cabo, esto es problema de la hostelería, no nuestro. De la Semana Santa y todo lo que durante sus días sucede en Málaga podemos decir lo que escritor rumano Mircea Cartarescu decía sobre la poesía: vale lo mismo que un gato muerto, porque ¿qué precio podemos ponerle a un gato muerto? Otro rumano, Emil Cioran, admitía como única meta ser más inútil que la música. Si la inutilidad se define como la resistencia a ser etiquetados con un precio, ahí vamos todos, inútiles perdidos, a una con las bellas artes. Al mismo tiempo, porque esto va de paradojas, la Semana Santa se ha convertido en prácticamente el único refugio desde el que podemos volver a ver la ciudad por lo que es, no por lo que vale. Sólo en estos días tantos miles de personas dirigen su mirada a barrios, calles y plazas que adolecen de olvido y ruina el resto del año. Es en torno a la salida de los tronos cuando Málaga, al fin, se libera de su afán especulativo y competidor para descubrir que, sorpresa, la ciudad seguía ahí, más o menos, a pesar de todo. Ya no tiene Málaga que ser la mejor del mundo, ni la más alta del escalafón, ni portada de The New York Times, ni la primera en todos los rankings, le basta y le sobra con ser ella misma, para lo bueno y para lo malo, de los suyos, de todos. Y tanta paradoja acumula esta historia que, para que podemos ver la ciudad como es durante estos días, tenemos que llenarla de tronos, de nazarenos, de creyentes, de ateos, de guiris hipnotizados, de puestos de feria, de folklore, de barroco, de incomodidad, de símbolos, de esencias, de estímulos. En parte, esto sucede porque mirar a Málaga significa inventarla. Recuerden a los científicos de la percepción. Ellos saben lo que dicen.
El problema es que la Semana Santa no hay quien la entienda. Especialmente la de Málaga, que se las trae, con sus legionarios, sus paracaidistas, sus símbolos franquistas, su rollo tan bélico y machote, su trazado oficial cerrado al paso pero preservado a las terrazas, su mercantilización atroz, su querencia a cortar el tráfico y prohibir los aparcamientos dos semanas antes de que todo empiece, la manía que tiene todo el mundo de ponerse a llorar porque llueve, sus traslados, sus líquidos deslizantes para quitar las aceras, su escándalo, su frivolidad, su recogimiento, sus silencios, sus emociones, su memoria, sus sensaciones, sus contrastes. Lo mejor que uno puede hacer en Semana Santa es largarse a otra parte o meterse de lleno en sus calles con ganas de apurar hasta el último instante. Esto funciona así, qué te has creído, lo tomas o lo dejas. Pero, quizá más que con cualquier otro fin, la Semana Santa funciona como un estupendo termómetro para medir los niveles de tolerancia, ya sea a título individual o social. Porque, no, no hay manera de entender esto. Como cualquier manifestación religiosa y popular (es que, menuda alianza: ahí lo llevas, Nietzsche, chalado del demonio, a ver qué nombre le pones a semejante invento, lo de la moral de los esclavos se te ha quedado chico), la Semana Santa es irracional y ajena a cualquier sistema de códigos y valores. No hay manera más eficaz de hacer el ridículo que meterse ahí con una regla a dividir al personal entre bandos. Así que el año viene, llueva o no, volverán los tinglados con toda la parafernalia, toda la fe y toda la hartura, con su pan se la coman, pero podremos volver a mirar a Málaga por si sigue ahí. Y, tanto si sí como si no, podremos inventárnosla. Que falta nos hace.
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