Málaga: tenga la amabilidad
Calle Larios
Todavía sorprenden algunas decisiones asumidas a la hora de hacer parecer la Málaga presente como una ciudad pujante y moderna en el escaparate, pero en esos pequeños contrastes está la salsa de la vida
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Málaga/Se me plantó en plena calle Strachan aquella mujer oronda, de trenza negra y tez oscura, indumentaria doméstica y movimientos rápidos, para venderme un billete de lotería. Decliné sin más, pero ella, vehemente, insistió, mira, que es el trece, la buena suerte, te van a tocar los millones, no lo dejes pasar. La situación se puso engorrosa e intenté esquivarla, pero estaba claro que la presunta no me lo iba a poner fácil, escucha que te diga, niño, mira. Hasta que, como si disparara su último cartucho, me espetó: ¿te digo el futuro? Y de repente, no recuerdo bien qué había desayunado, la idea me pareció fabulosa. Venga, respondí, retractándome de mi frialdad inicial. Al cabo, nunca nadie me había adivinado nada, salvo, ya saben, las advertencias paternas que por otra parte rara vez se cumplen, a ver qué vas a hacer con tu vida; y la posibilidad de dejar mi destino en manos de una profesional me resultaba excitante, qué me dirá, ay Señor, no sé si estoy preparado. De modo que la buena mujer me tomó la mano directamente, sin pedir permiso, como si llevara cinco duros ahí guardados, y empezó a deslizar su dedo índice por la palma abierta, en busca tal vez de un estigma fraudulento. A partir de aquí, todo sucedió en apenas un minuto y con resultados bastante decepcionantes. La mujer empezó a hilar bienaventuranzas, te va a ir muy bien, vas a tener mucha suerte, te va a acompañar la fortuna en lo que hagas, no vas a sufrir mal de amores, en fin, todo eso. Pero, maldita sea, yo habría preferido una profecía de mayor rango; que me hubiera dicho, como las brujas de Macbeth, que iba a ser Señor de Cawdor, que iba a viajar a Marte, que vería despachadas en las farmacias la vacuna contra el cáncer, que podría llenar mi piscina o que asistiría a una ópera en el Auditorio de Málaga. Pero nada de eso: todo se reducía a mi improbable éxito personal, es decir, un negocio bastante aburrido. Así que le di a la hechicera una compensación que ella, por supuesto, consideró insuficiente sin soltarme del todo la mano, pero logré escabullirme y colarme en la bulla de la Plaza del Obispo, hasta luego Lucas, hasta que me perdí entre los cruceristas desnortados.
Supongo que el interés por el futuro se acrecienta conforme uno se hace viejo, por la curiosidad de saber de antemano qué vamos a poder comprobar por nuestra cuenta. Pero basta echar un vistazo no ya a los corrillos de superchería, sino a los análisis bien instruidos que hace sólo veinte años afirmaban prever nuestro presente, para comprender que lo mejor que podemos hacer es ahorrarnos cualquier tentativa si no queremos vernos abocados al fracaso más estrepitoso. Eso sí, una de mis predicciones favoritas relativas al siglo XXI la lanzó hace más de medio siglo Isaac Asimov: cuando, en plena efervescencia de la ciencia-ficción, el futuro se pintaba a base de robots y más robots tanto en las series de televisión como en ciertos discursos científicos, Asimov señaló que no, que la cosa no iba por ahí, que el siglo XXI no estaría marcado tanto por los robots como por un desarrollo informático que permitiría a los ciudadanos llevar superordenadores en sus bolsillos. Y, sí, el (paradójicamente) padre fundador de las leyes de la robótica acertó de pleno. Aunque el asunto robótico no ha dejado de llamar a la puerta de las oportunidades, que conste: ahora, el Instituto de Tecnología e Ingeniería del Software de la UMA ha creado un perro robot policía, chulísimo, que de aquí a nada podrá patrullar las calles del centro en busca de desalmados en patinete, despedidores de soltero con megáfonos y otros delincuentes potenciales. Bien visto, y dado que nunca hay un agente a mano cuando se le necesita, la idea es genial. La contribución de estos cacharros a la proyección internacional de la Málaga tecnológica será, sin duda, inestimable.
A ver, tomemos el asunto en serio (bueno, tampoco mucho) al menos un minuto. Imaginemos que, en lugar de Málaga, hubiéramos visto esta noticia emitida desde Pekín, San Salvador o Minsk. ¿Qué pensaríamos? Pues es de suponer que la impresión general sería más bien negativa. ¿Y si soltaran artefactos de este tipo en la frontera entre EEUU y México? Más de lo mismo: no entrarían precisamente muchas ganas de ir a comprobar in situ cómo se las gastan estos prototipos. Yo, la verdad, me lo pensaría dos veces antes de visitar una ciudad que deja su seguridad en manos (o lo que sea) de estos robots que se parecen tanto a los que salían en la última serie que adaptaba La guerra de los mundos de H. G. Wells (quienes hayan visto la serie me entenderán a la perfección). Ya podrían haberlos recubierto de peluche o haberles dado un aspecto más amable. Sin embargo, ya ven, aquí estamos presumiendo de que estas máquinas tan feas advertirán a los monopatinadores de que no pueden circular por según qué sitios (a saber cómo lanzan sus advertencias, yo me subiría al patinete con una armadura por si acaso; o, mejor aún, destruiría el patinete y echaría a andar). Y, de alguna forma, estos nuevos guardianes del orden encajan con la percepción de una ciudad cada vez menos amable, menos atenta, menos humana, más automática, en la que sólo importa que puntuemos en el escaparate aunque sea para hacer el ridículo; y con una sociedad civil que se limita a mirar a otro lado cuando la piqueta devora su patrimonio urbanístico o cuando sus centros educativos públicos, ya sean colegios o su Conservatorio Superior, amenazan derribo. El problema es que Málaga es una ciudad saboría, sobre todo, para los suyos. Aunque habrá quien vea un reconocimiento y una estupenda oportunidad de promoción en la grabación de Masterchef en una cofradíaMasterchef. Volvamos al humor: alguien tiene que estar partiéndose de risa ahí fuera.
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