Málaga: amnesia y oportunidad
Calle Larios
En una ciudad señalada como novedad constante resulta muy difícil fijar una identidad, lo que sin duda procura algún consuelo, aunque también acarrea ciertos riesgos indeseables
Málaga: la ciudad invisible
Málaga/Participé hace unos días en la ruta sobre Ibn Gabirol y los judíos de Málaga organizada por Cultopía. Nuestro anfitrión, el historiador del arte Alberto López, nos advirtió de que, al contrario del resto de actividades que organiza el colectivo, no tendríamos oportunidad de corroborar lo expuesto con testimonios materiales, en parte por la renuncia de los judíos de Sefarad a promover signos arquitectónicos propios y, también, por el complejo discurso de la historia de Málaga. Comenzamos el recorrido en la hoy conocida como Plaza de la Judería, ese bocado urbanístico artificioso abierto entre las calles Granada y Alcazabilla que ocupa en gran parte la terraza de El Pimpi y en el que algún día abrirá sus puertas el Centro de Interpretación de la Comunidad Judía de Málaga. Nos contó Alberto que, en su definición original, el entorno pretendía ser un homenaje a Ibn Gabirol a través de algunos elementos como la fuente (en representación de su obra literaria más divulgada, La fuente de la vida) y lo que debía ser una higuera (la leyenda apunta a que fue una higuera, crecida de manera anormalmente vigorosa, la que delató la ubicación del cadáver enterrado del poeta y filósofo malagueño tras su asesinato en Valencia) pero que, sin embargo, por decisión o despiste de última hora a cargo de algún responsable municipal, terminó siendo un olivo. A partir de aquí, paseamos por la ubicación de las tres juderías de Málaga históricamente señaladas y consecutivamente desaparecidas (muy próximas entre sí), con lo que no queda más remedio que imaginarlas: la que debió situarse a los mismos pies de la Alcazaba, tal vez sobre el mismo Teatro Romano, y en la que nació el propio Ibn Gabirol en torno al año 1021; la que se extendía en torno al Postigo de San Agustín entre, más o menos, las calles Santiago y Císter, y cuya sinagoga, según las fuentes documentales, debió localizarse justo donde hoy se encuentra El Pimpi (todo apunta a que los restos yacen bajo tierra); y la tercera y última en orden cronológico, situada junto al antiguo Hospital de Santa Ana, donde hoy se encuentra el Parking Alcazaba y donde vivió durante una breve temporada la última y efímera comunidad judía antes de la expulsión decretada por los Reyes Católicos. Me gustó especialmente imaginar un entramado de callejas en el que la más transitada y amplia fuese el angosto Postigo de San Agustín, donde queda la higuera que nada tiene que ver con Ibn Gabirol y que creció en una de las casas demolidas a mayor gloria del área administrativa del Museo Picasso. La plaza a la que ha terminado dando nombre la misma higuera es uno de mis rincones favoritos de la ciudad, con cierta invocación de tiempo detenido por muchos turistas que decidan meterse por aquí. En este rincón de constitución tan reciente, abierto hace sólo dos décadas, es relativamente fácil, quién lo iba a decir, evocar aquella Málaga apretada en la que bastaba cruzar una puerta para darse de bruces con la de enfrente y que arrasó la burguesía decimonónica con tal de ganar el esplendor de los espacios abiertos. Lamentaba Alberto que poca gente en Málaga sepa hoy quién es Ibn Gabirol, cuya influencia resultó determinante en la historia de la cultura europea y cuya obra se estudia con fervor en universidades de todo el mundo, pero supongo que quienes conocen algo de la historia de los judíos en Málaga no son muchos más. En una ciudad, lo que no puede verse no existe. Incluso el monumento alzado a la memoria del Malaquí ha estado sometido a los camuflajes más variopintos en la calle Alcazabilla hasta hace dos días.
Recordó Alberto que, tras la Reconquista en 1487, los Reyes Católicos sometieron a la esclavitud a prácticamente toda la población de la ciudad de Málaga (sólo se salvaron los comerciantes, apenas seiscientas personas de una población de entre doce y quince mil), tras cuya dispersión fue rápidamente sustituida por repobladores castellanos. En realidad, desde su fundación fenicia hasta el bombardeo de la Guerra Civil, Málaga se ha visto obligada a empezar de cero muchas veces, lo que tiene que ver, entre otros motivos, con su condición de ciudad costera y una alternancia a menudo acusada entre el esplendor y el ostracismo a lo largo de las páginas de su historia. De este pulso pendular es reflejo la misma comunidad judía, floreciente en algunos siglos y borrada del mapa durante otros periodos, de manera radical, ya antes de la expulsión de 1492. Que hoy no sepamos nada de los judíos, ni de Ibn Gabirol ni de aquellos barrios de callejones estrechos (por más que algunos sobreviviesen hasta bien entrado el siglo XX: en el fondo, ¿se acuerda alguien de La Coracha?) es otra consecuencia reveladora de una carencia que Málaga ha acusado respecto a otras ciudades de su entorno: la que tiene que ver con una identidad, digamos, estable. Málaga ha sido una ciudad nueva muchas veces, casi de forma constante, lo que se ha traducido, por ejemplo, en una política urbanística invariablemente entendida como rodillo, insensible ante los testimonios previos en cada redefinición. Hacía referencia Alberto López a un artículo en el que se describía a los judíos como museos andantes, en el sentido de que, por lo general, los miembros de esta comunidad conservan intactas sus tradiciones esenciales; por lo mismo, tiene todo el sentido que se llene de museos una ciudad que, de por sí, no podría ser nunca un museo porque no tiene nada que mostrar.
La ausencia de una identidad férrea, referencial, confiere algunas ventajas. Por ejemplo, se lo pone más difícil a los repartidores del carnet de autenticidad malaguita, lo que constituye un alivio, aunque tampoco faltan. A menudo Málaga presume de su capacidad de transformación, de su condición de eterna crisálida, de manera que, sin la losa de esa identidad, la ciudad puede convertirse en lo que le venga en gana. Sin embargo, por otra parte, donde no hay identidad es más difícil reconocer una ciudad en su acepción común. No es que no podamos ver una judería, es que ya no podemos ver apenas nada. Es más difícil considerar que vives en una ciudad cuando continuamente tienes la impresión de que todo lo pusieron ayer mismo: donde no cabe recordar, sólo hay amnesia. Pero que resulte difícil advertir una ciudad, que haya que imaginársela, entraña otra ventaja bien distinta a los que quieren cambiarla por un negocio, ya sea hostelero, tecnológico o de la índole que usted quiera: nunca el monte fue más orégano. Supongo que de cualquier forma habrá que ganar por un lado y perder por otro, aunque poco se puede esperar de una ciudadanía conforme con su papel de clientela. Por si acaso, sólo puedo recomendar a oriundos y visitantes las rutas culturales que organizan empresas y asociaciones como Cultopía, aliadas del turismo más deseable y sostenible. Para que Málaga signifique algo más que el próximo eslogan escogido para Fitur.
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