Málaga, ciudad nómada (digital)
Calle Larios
Con tanto estudio que señala a la ciudad como destino preferido por teletrabajadores de todo el mundo, lo extraño es que todavía viva aquí gente que quiera quedarse, que no esté de paso, que aspire al arraigo
Málaga: por un año de resistencia
Una Málaga por escribir
Málaga/El otro día me metí en un Starbucks. Me gusta el Starbucks porque me hace sentir estúpido. Nunca sé qué pedir y siempre tengo la sensación de que me estoy perdiendo algo, de que no lo estoy haciendo bien, de que no le estoy indicando a quien me atiende que añada el ingrediente definitivo para que mi café mejore sustancialmente. Casi siempre coincido a la hora de pedir mi brebaje con gente muy joven que, sin embargo, lo tiene clarísimo, que solicita su café o su batido o lo que vayan a tomarse con larguísimas parrafadas en inglés que parecen sacadas de John Milton y luego añaden toppings de esencias maravillosas con la naturalidad de un pato en el estanque. El acto cotidiano, humilde, antiquísimo, tan a ras de suelo de pedir un café se convierte aquí en un reto mayúsculo, con las ofertas anunciadas en los carteles luminosos como un oráculo, a ver qué le decimos a la esfinge para que no nos fulmine. Por eso me gusta ir al Starbucks: me saca de mis casillas, me demuestra que el mundo es diverso, que la realidad se sale siempre por la tangente menos prevista, que hay gente que vive de otra manera al otro lado de esta puerta. Es curioso, en Nueva York, sobre todo en Manhattan, es imposible tomar un café en un lugar distinto de un Starbucks (en Brooklyn cambia la cosa, pero también hay que saber afinar y yo, maldita sea, sólo quiero un puñetero café), pero esta hegemonía devuelve al café su particular rudimentario: casi todo el mundo (es decir, trabajadores en busca de oxígeno en medio de jornadas maratonianas) entra a estos sitios a tomarse un café con leche en diez minutos sin más historias y eso te hace sentir, de alguna forma, menos extranjero. Pero si algo busco yo en los Starbucks de Málaga es, precisamente, una Málaga diferente de la que me encuentro a diario en el Isamoa y en las otras cafeterías del barrio en las que termino varado con un periódico bajo el brazo como el ejemplar en extinción que soy. Una de las anteriores ocasiones en que entré en uno se me sentaron al lado (uno de los terribles obstáculos que tienes que afrontar en un Starbucks es que, por lo general, no hay una barra en la que perder el tiempo como Dios manda, así que, o bien te llevas el café, o bien tienes que ocupar una mesa que, por lo general, acabas compartiendo con extraños) cuatro rusos musculosos y halterofílicos como para darle lo suyo a Schwarzenegger en Danko: Calor rojo, pidieron todos los muffins que quedaban en el establecimiento servidos en una bandeja de plata y se los ventilaron en 10.30 segundos con sus cafés correspondientes, sin decir esta boca es mía. Semejante espectáculo bien vale el precio del café. Pero la última vez, a la que me refería al principio, quien se me puso a tiro fue un joven de unos treinta años a quien había escuchado hablar en inglés con la camarera, pelirrojo como Judas, delgado, con pantalones pitillo y camisa estampada. Abrió su MacBook, dejó la taza a una distancia prudencial y empezó a meterle mano a lo que parecía una página web en construcción. Y estuve a punto, emocionado, de darle un abrazo cálido como si fuese el hijo pródigo: tú, tú eres el nómada digital del que todo el mundo habla.
Porque sí, bueno, a los guiris enfrascados en sus cacharros inútiles ya estamos más que acostumbrados, pero resultaba difícil identificarlos con el perfil profesional que se le supone a un nómada digital de verdad, por derecho (no sé hasta qué punto un turista perdido en uso de Google Maps para la localización del Museo Picasso puede ser considerado un nómada digital). Después de tantos estudios que señalan a Málaga como destino preferente entre teletrabajadores de todo el mundo (el último, publicado por la plataforma financiera Nebeus, destaca a Málaga y Marbella entre los paraísos potenciales de los viajeros digitales del Reino Unido a tenor de una encuesta, eso sí, de representatividad escasa, de sólo 400 trabajadores; suficiente, en todo caso, para que Málaga se pavonee a gusto en la próxima edición de la World Travel Market), resultaba rematadamente extraño que siguiéramos sin verlos, sin tener noticias de ellos ni siquiera en los Starbucks. ¿Es que a esta gente le da por señalar a Málaga en las encuestas pero luego se van a otra parte, o qué? ¿De verdad les va ese rollo tan feo de ponernos los dientes largos y luego llevarse los huevos a la cesta de siempre? Pero aquí tenía a uno al fin, este sí, este no se me escapa, míralo, qué lindo, igual trabaja para Google o para Elon Musk, yo qué sé, qué ilusión. Me quedé mirándolo lo justo para que no empezara a sospechar de ninguna perversión por mi parte y se me vinieron a la cabeza un montón de preguntas que hacerle: ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué ha venido a buscar? ¿Qué opinión le merece nuestro clima? ¿Y nuestra fabulosa oferta cultural? ¿Cuánto paga por su alquiler? ¿Y cuánto gana usted al mes? ¿Interactúa usted con sus vecinos? ¿Está usted al tanto de la actualidad malagueña? ¿Qué opina del rascacielos del Puerto? ¿Y de la remodelación de la Plaza de San Pedro de Alcántara? ¿Sabe usted que atravesamos una sequía severa? ¿Cuánta agua consume usted al mes? ¿Cuál es su cofradía? ¿Qué se siente al vivir como un nómada? ¿Busca usted los ángulos de la tranquilidad en las nieblas del norte, en los tumultos civilizados?
A punto estuve de pedirle al susodicho un selfie para subirlo al BeReal, pero me contuve. Terminé mi café y me largué de allí mientras él seguía moviendo módulos de información en su portátil. No sé si se trataba de un nómada digital o no. Las etiquetas, además de injustas, son todo lo laxas que la autoridad considere. Sólo puedo decir que era un tipo que hacía lo posible por salir adelante en este mundo de locos, igual que yo. De vuelta a casa desde el centro, me topé con el paisaje humano de siempre: cruceristas absortos, gente que corría para no llegar tarde a sus reuniones, expulsados de todos los sitios que pedían limosna, empleados que cantaban a los incautos las excelencias gastronómicas de los bares y terrazas ya repletas, abusones que dejaban su coche subidos a la acera de Carretería, un tipo que recitaba poemas de Espronceda en Compañía a cambio de unas monedas, operarios de Emasa en plena revisión de las instalaciones en un edificio de apartamentos turísticos. Y, al final, la conclusión volvía a ser la misma: nadie tendría que salir perdiendo por el hecho de que otros con más poder adquisitivo quieran venir aquí. Menos aún si los beneficios que pueda acarrear la exclusión de quienes quieren quedarse y arraigar se ciñen a la más pura especulación. Quién nos iba a decir, al fin, que echar raíces sería una forma de resistencia.
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