Málaga y la excepcionalidad negativa
Calle Larios
La cuestión del turismo no se abordará en Málaga con rigor mientras no se admita que la industria, en sus términos actuales, no sólo genera problemas, sino que vulnera derechos cívicos
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Málaga/Cae la tarde y decido caminar hasta el Centro. Todavía hace un calor tremendo. Mi exploración adquiere tonos de despedida: dentro de unos días comenzará la Feria y nada será igual entonces. Conforme avanzo, sin embargo, advierto que las diferencias tienden a diluirse, o que tal vez determinada manera de entender la fiesta se anticipa a sus anchas. Apenas empezada la marcha, un montón de bicicletas de una empresa de movilidad urbana han colonizado en una calle el ensanche de la acera. Cualquiera que aspire a cruzar con un carrito, un cochecito, un andador, una silla de ruedas o cualquier otro artilugio lo tendrá difícil para no tener que bajar a la calzada. Encuentro en el Jardín de los Monos a tres tipos sin camiseta, en bañador y con la toalla al hombro, que regresan de la playa al apartamento turístico sin darse cuenta, cualquiera lo diría, de que lo que hay en medio es una ciudad, no un resort. Avanzo después por la calle Victoria. Otros muchos regresan después de una jornada de playa y tienen aquí sus apartamentos. Son turistas en su inmensa mayoría. Y, sobre todo, extranjeros, principalmente ingleses y franceses. Algunos jovencitos, tampoco muy inclinados a cubrirse el torso, caminan visiblemente bebidos y lo hacen saber a voz en grito. Las aceras son estrechas y la experiencia demuestra que es mejor tomar distancias para evitar un encontronazo desagradable, de modo que ahora soy yo el que baja a la calzada. Llego a una Plaza de la Merced con las terrazas atestadas. Hay niños que corretean despreocupados entre los habitantes habituales de los bancos, que seguramente van a pasar otra noche aquí. La valla que conserva la promoción de la candidatura a la Expo 2027 acumula nuevas pintadas. Cruzo la plaza hasta la calle Álamos y desde ahí continúo por Casapalma en dirección a Uncibay. Aún no ha caído la noche y la multitud invita a pensárselo dos veces. El ruido es ya el propio de la Feria en Calderería, Mitjana, Tejón y Rodríguez y hasta en Comedias. El suelo despide un aroma agrio, entre el alcohol y la orina. No hace mucho, un amigo me hablaba de una familia que vive justo aquí, en la calle Comedias, en un primer piso, con un niño de tres o cuatro años, que busca desde que nació el pequeño la manera de irse de aquí, pero necesitan seguir viviendo en Málaga para mantener su trabajo y la ayuda de los abuelos y el precio de la vivienda hace inviable su empresa. Basta dar un paseo a esta hora para comprobar que su desamparo va en serio. Me cuelo después por Nosquera y Andrés Pérez, el Muro de San Julián, Carretería, Pozos Dulces. Y encuentro bolsas de basura amontonadas en las calles. Los carteles que ha instalado el Ayuntamiento para informar de la situación de los contenedores más cercanos no han tenido mucho éxito. La Asociación de Vecinos del Centro Histórico responsabiliza a los inquilinos de los apartamentos turísticos. La carencia de contenedores en el entorno, ya histórica y agravada tras la intervención en Carretería, no lo pone fácil. Pero lo cierto es que la prohibición expresa en los mismos carteles tampoco parece amedrentar a quienes dejan sus bolsas arrinconadas junto a cualquier pared o papelera a la salud de las ratas.
Y entonces recuerda uno a todos los portavoces institucionales que han admitido que el turismo genera problemas, sí, incluso problemas de convivencia, a veces graves, para dar a entender inmediatamente después que las inversiones recibidas invitan a dar por buenos tales inconvenientes. Así como todas las ocasiones en que se nos ha recordado que Málaga goza de una proyección internacional inestimable como centro turístico que de ninguna forma se debe poner en peligro. Es lo que la misma industria turística llama, con un fenomenal dominio del eufemismo, “excepcionalidad negativa”. Los mismos responsables de la industria, hostelería incluida, conocen estos problemas, los identifican, los convierten en objeto de estudio y proponen posibles soluciones siempre que, claro, el statu quo duerma tranquilo. Al mismo tiempo, se nos recuerda constantemente la dependencia de la economía malagueña respecto al turismo y se eleva la voz de alarma cuando las reservas de temporada no satisfacen las expectativas, así como cuando faltan efectivos dispuestos a tirar las cañas y servir en las mesas con las condiciones consabidas; se trata, claro, de dar a entender que la industria también tiene sus problemas, pero que éstos, a cambio de los que puedan sufrir los vecinos del Centro, sí que nos afectan a todos, como una emergencia de incalculable riesgo. Como diría Kurt Vonnegut: es lo que hay.
Sin embargo, si se trata de llamar a las cosas por su nombre (conviene no olvidar hasta qué punto el discurso dominante es el que logra consolidar los sustantivos), deberíamos dejar de hablar de una vez de problemas y hablar de una vez de derechos, lo que, seguramente, nos permitiría abordar la cuestión con más rigor. No es que el turismo genere problemas, es que los ciudadanos han visto mermados sus derechos. Y no de una manera discreta, soterrada, sino a plena luz: uno sabe que si tira la basura (al contenedor) antes de las nueve de la noche, o si le da por meter la bici en la acera, corre el riesgo de recibir la sanción que nunca repercutirá en el turista desalmado, pero habrá que aguantar la basura en la calle, el ruido, los patinetes y los descamisados borrachos, en el Centro y en los barrios, porque, de nuevo, es lo que hay. No deja de ser revelador el modo en que la industria turística percibe como una agresión la entrada en el debate del derecho cívico. Pero, por más que el tono se haga más grueso, por más que no falten concejales con maneras de hooligan, por más que se considere buen ciudadano al ciudadano ciego, aquí no se trata de acabar con el turismo, ni de desmontar la hostelería, ni de renunciar a sus ingresos, sino de gestionar la ciudad de manera que el derecho quede reservado. Tenemos no pocas ciudades europeas que podrían servirnos de ejemplo. No es un problema, ni una excepcionalidad negativa. Es un derecho. Y su vulneración no debería ser tan fácil.
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