Tribuna Económica
Carmen Pérez
Un bitcoin institucionalizado
Calle Larios
Málaga/Supe del fallecimiento de Alfonso Asensio, mi maestro durante los últimos años de la EGB en el Colegio Público Virgen del Rocío. Fue él, Don Alfonso, quien me inculcó el amor a las palabras y a la literatura, así que pueden hacerse una idea de la deuda que le profeso. Las redes sociales me permitieron retomar el contacto con él hace unos años y emprendimos una puesta al día sanadora y reconstituyente para los dos. Él, ya enfermo, me contaba que apenas salía ya de casa, pero que su forma de salir de paseo era leer mis crónicas en Málaga Hoy. Puse todo mi empeño en invitarle al teatro, a alguno de mis últimos estrenos como dramaturgo, porque también por su culpa subí a un escenario por primera vez, en el patio del colegio; su salud delicada impidió que cerráramos aquel otro círculo, pero al menos pude enviarle mi último libro de poemas como si le hubiese escrito la carta a los Reyes Magos. Él, antes, me había mandado un programa que conservaba de un sainete de los Álvarez Quintero que subimos a aquel tablao enclenque en 1988 y en el que yo hacía de cura. Tuvimos conversaciones telefónicas, mensajes, intercambios. Le gustaba corregir mis crónicas como si fuesen ejercicios escolares, y de hecho habría sido un fabuloso redactor jefe si se lo hubiera propuesto. Más aún, cuando reviso mis textos lo hago siempre bajo el mismo criterio que él me inculcó. Cuando supe de su muerte, después de su despedida en la intimidad familiar, no se me ocurrió mejor homenaje que volver a mi colegio, donde compartí con él aquel tiempo de ilusiones primeras. Mi colegio, eso sí, no es un colegio desde hace ya muchos años. El edificio (o, mejor, los edificios, ya que el centro estaba distribuido en dos módulos exactamente iguales y separados por menos de quinientos metros) ha tenido multitud de usos en las últimas décadas y ahora respira un abandono triste y desolador. Volví, por tanto, a Carranque, el barrio de mi infancia en el que nunca llegué a vivir pero al que tan ligado, inevitablemente, me siento. Lo hago de vez en cuando, hay algo en estas calles que tiran de mí todavía. Algo que es mucho más que mera nostalgia. O eso espero.
Es una mañana fría en la misma calle Virgen del Rocío. Salen al paso las mismas casas que me gustaron siempre, las aceras, la quietud que se respira aquí habitualmente. Hay una impresión de tiempo detenido que se reafirma cada vez que vuelvo, pero ahora se percibe con un matiz especial. Encontrar intacto el escenario de la infancia puede resultar reconfortante, pero al mismo tiempo se recibe el pellizco con el que lanzan su alerta las cosas que no se mueven. La cafetería a la que íbamos a recoger los churros sobrantes de la jornada cada vez que salíamos del colegio, y que nos regalaban ya fríos y envueltos en el papel aceitoso de costumbre, sigue de hecho abierta en la calle Virgen de la Esperanza, muy cerca ya del mercado. Hay otras cafeterías abiertas por aquí cerca y algunas terrazas en las que un puñado de consumidores dispersos prolongan la conversación y el café sin que parezca que tengan mucho más que hacer. En el mercado, que luce aún bien conservada su última rehabilitación, el ambiente es desangelado y frío, con numerosos puestos cerrados y algunas madres de familia que van y vienen con sus carritos de la compra, aunque no faltan conversaciones animadas. “Lo poco que había aquí no ha levantado cabeza desde el confinamiento”, me cuenta en la puerta una vecina de melena cana, abrigo negro e implacables gafas del sol a pesar del cielo nublado que ha traído también su carrito. De vez en cuando aparece alguien más joven, pero los vecinos constituyen en su mayoría una población entrada en años, que llegó aquí hace décadas con un buen cargamento de esperanzas puestas en una Málaga nueva, distinta, ahora varada en la congelación de aquel empeño. Ley de vida, lo llaman algunos.
Vuelvo a la calle Virgen del Rocío, cerca de mi colegio. Hay dos pintores con sus monos azules que acaban de bajar su furgoneta recién aparcada. Llevan los cubos y todo el instrumental, tienen pendiente una faena aquí cerca. Pego la oreja. Están trabajando en una casa vacía cuyo propietario quiere venderla a toda costa. “A la gente le gustan mucho estas casas, las ven muy bonitas, con sus patios, pero claro, son ya muy antiguas, tienen problemas de humedad, necesitan una reforma a fondo, y así es muy difícil que las compre nadie”. Indago en un portal inmobiliario y encuentro que algunos edificios de dos plantas y cuatro viviendas que tengo justo enfrente, tan característicos del barrio, se venden en su integridad. Un piso de 46 metros cuadrados, construido en 1958, se vende por entre 92.000 y 115.000 euros. También hay opción de compra, negociable, de las cuatro viviendas. Bicheo un poco más y compruebo que, efectivamente, otros muchos bloques de este tipo están vacíos. Todo el que ha podido, se ha largado. Que al enclave le ha faltado un cambio generacional salta a la vista, pero si hay un barrio en Málaga que merece la etiqueta de olvidado, ése es Carranque. En algunas calles y solares, desde aquí hasta la plaza de Pío XII, el abandono se acrecienta y la suciedad se acumula. Muchas esquinas emanan la impresión agotada de un gajo desprendido. Y es casi una locura pensar en lo que podría dar de sí este barrio sólo a cambio de una pequeña oportunidad, de acaso la dotación precisa y de algunas estructuras estratégicas, un repaso a fondo al tendido eléctrico, nuevos lugares de ocio y esparcimiento, zonas verdes, una biblioteca, un centro cultural, un mayor impulso al comercio y a la hostelería. La localización sigue siendo espectacular, pero el olvido ha hecho de Carranque una elipsis demasiado sombría. Posiblemente sufra el barrio su mayor condena en el escaso suelo disponible para la especulación y los fondos de inversión, por mucho que los vecinos tributen igual que el resto.
A un tiro de piedra, la Ciudad Deportiva Javier Imbroda celebra ya a esta hora su habitual frenesí de gentes que van y vienen, el mismo que había venido dando oxígeno al barrio desde los tiempos del Mayoral Maristas, cuando también el antiguo pabellón acogía conciertos, representaciones teatrales y sesiones de cine. La avenida Herrera Oria, sin embargo, ejerce una función de frontera aún más honda: a este lado del IES Jesús Marín, Carranque es una isla encerrada en sí misma. Justo frente al mercado queda el local en el que hasta 2019 tuvo su sede el mesón Huesca, emblema entrañable de la gastronomía malagueña situado desde entonces en pleno centro, en la calle Cañón, junto a la Catedral. Desde que la familia barajó por primera vez la posibilidad del traslado, su propietario, Ignacio González, gustaba de recordar que su padre, Pepe, abrió el restaurante en 1964 en Carranque porque por entonces era el barrio de moda en Málaga, el núcleo del extrarradio señalado para las nuevas familias encargadas de tomar el relevo ya desde finales de los años 50. Ahora, aquel extrarradio se ha quedado más cerca del centro, como corresponde una ciudad multiplicada, pero su devenir representa justo la dirección contraria: el envejecimiento y la despoblación, la constatación de que el relevo está ahora en otra parte. Pronto se irá también la Orquesta Filarmónica de Málaga de la plaza de Pío XII, donde aún mantiene su local de ensayo aunque ya por poco tiempo, a la espera de la rehabilitación de los antiguos comedores universitarios de El Ejido, su próximo destino. A los pies de la iglesia de San José Obrero la plaza conserva su encanto de siempre, incluso en un día gris como hoy. El instituto Nuestra Señora de los Ángeles y el Albergue Inturjoven garantizan aquí un tránsito continuo y un paisaje humano más joven, aunque, lo sabemos, pasajero. La Málaga que se queda fuera del escaparate parece disolverse cada vez más en el silencio de la periferia mientras toda la vorágine se concentra en márgenes demasiado estrechos. Pero así se ejerce la resistencia, aunque nadie aquí haya pedido formar parte.
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