Málaga: levantar cabeza
Calle Larios
El discurso del miedo cala en una ciudad sometida a demasiados golpes y adscrita a soluciones fáciles de cara al futuro, pero, quién sabe, igual estamos a tiempo de abrigar cierta esperanza
Málaga, capital Benidorm
Málaga/La presentadora de un programa informativo de televisión emplea, durante una tertulia acalorada a pesar de que todavía es muy temprano, el término “apocalipsis” para referirse a la coyuntura política y económica que nos espera con el año nuevo. Así: apocalipsis. El lenguaje, lo sabemos, es el primer elemento constructor de la realidad, y cada vez son menos las reservas y los escrúpulos a la hora de llenar esa realidad no ya de incertidumbre, ni desasosiego, sino del peor de los miedos. Con la llegada del frío se anuncia en el periódico una nueva oleada (otro término de gran popularidad reciente entre los medios) de refugiados ucranianos en toda Europa, las bombas de Putin siguen haciendo su trabajo, pero Alemania ya ha advertido de que no puede acoger a más desplazados, que el cupo está lleno, a ver qué hacemos ahora. En el Congreso, algunos diputados hablan de un clima “irrespirable” tras un pleno que parece haber rebasado todos los límites de la vergüenza y la honorabilidad. Decido que ya está bien, preparo a Estrella y salimos a dar una vuelta. Hay más gente que duerme en la calle, cada noche, y que a esta hora de la mañana empieza a desperezarse bajo sus nichos de mantas y cartones, ubicados en los portales y los cajeros automáticos. El barrio comienza su frenesí cotidiano, los chicos repasan en voz alta el tema de un examen inmediato a las puertas del instituto, pronto empezarán los desfiles de padres y niños de camino al colegio. Las calles están sucias, se respira un abandono triste, dado ya por hecho, acostumbrado, alguien parece mirar todo el tiempo a otro lado, como si no importara, como si no fuera para tanto, estamos a diez minutos del centro histórico pero no sería menos grave si estuviéramos a media hora, entonces, qué hacemos. Hay que componérselas para que Estrella no se corte con algún cristal, alguien se divirtió el fin de semana machacando botellas y ahí siguen, seguimos. Una mujer de unos cincuenta años, pequeña, enjuta, vestida con un chándal gris y rubia como el trigo está sentada en un banco del parque. Envía audios de wasap en un idioma que suena a ruso a mis oídos. Llora con amargura. En la siguiente calle, un hombre vestido con un mono de trabajo y un chaleco corporativo ha dejado la furgoneta de la empresa subida a la acera. Habla también por el móvil, esta vez en una comunicación directa. Es el tercer cliente que se echa atrás, ya no sé qué hacer, no hay trabajo, así no vamos a llegar a enero. Un poco más adelante, dos vecinas del barrio toman café en la esquina y se ríen a destajo a cuenta de la ocurrencia que tuvo el marido de una de las presuntas para arreglar el fregadero, por poco salimos en barca, ni te cuento, Trini, la que armó en menos de un minuto, es que su madre lo parió torpe. Hay una cola notable de potenciales pensionistas armada en la puerta del banco, en un desfile de rostros que oscilan entre el bostezo y los malos humos. Recibo un mensaje de un amigo que afronta un problema de salud delicado: esperaba una cita con un especialista y en la sanidad pública no se la facilitan hasta mayo. Las alternativas no son fáciles ni accesibles. Le dicen que no se puede hacer nada. La misma noticia se escucha en cada vez más mostradores y contestadores automáticos: no se puede hacer nada.
Estrella ha saludado a todos los perros del barrio y yo vuelvo a leer el periódico. El precio de la vivienda se ha encarecido en Málaga un 44% en los últimos cinco años y ya resulta imposible acceder a este derecho con un solo salario, salvo, claro, para una minoría privilegiada a la que este encarecimiento le viene de perlas. En la provincia se crea empleo pero cada vez menos estable y con sueldos cada vez menos competitivos, por no decir mendicantes. Muchos ponen sus esperanzas en un rascacielos, en todos los rascacielos, en todos los hoteles y todas las torres que se elevarán en el Puerto y en cualquier parte, ahí habrá trabajo, como si no hubiera más opción que perpetuar este modelo que condena a la sociedad malagueña a la pobreza endémica a cambio de partirse la espalda. Ya ni siquiera tenemos otoño, nos lo han cambiado por esta versión soporífera y cochambrosa, un verano de saldo prolongado más allá de lo soportable. Resuenan la inflación, la guerra, los bolsillos vacíos mientras las compañías eléctricas y los bancos multiplican sus beneficios y ofrecen préstamos a intereses de saldo a cuenta del Black Friday. Y a la vuelta de enero, ya saben: el apocalipsis. Con todas sus letras.
Leí no hace mucho un artículo en el que el opinador consideraba que, si diéramos a conocer la situación del mundo actual a cualquier hijo de vecino de hace doscientos o trescientos años, le haríamos entrar en pánico. No estoy muy de acuerdo: más que vida propiamente dicha, la existencia ha sido siempre para la mayoría de la gente pura supervivencia en condiciones inasumibles. Hace ya mucho que podemos contar los muertos por millones en desgracias más o menos puntuales. En un contexto más cercano, y seguramente por la memoria viva de catástrofes inhumanas muy recientes, Málaga es un territorio especialmente inclinado al fatalismo. Cada vez que nos han amenazado con arrojar bombas y buscar a los indeseables debajo de las piedras han cumplido su palabra, así que imagino que el discurso del miedo tiene aquí consecuencias más directas. E imagino que también, por lo mismo, entregamos sin pensarlo todas las cucharas a cualquier jeque o inversor catarí que decide venir aquí a husmear posibilidades de negocio. El modelo marbellí terminó comiéndose a Málaga con más alcance de lo que el mismo Jesús Gil habría soñado, sobre todo a la hora de buscar nuevos amos. Pero igual, quién sabe, estaría bien empezar a barruntar la posibilidad de que no sea el próximo promotor inmobiliario el que nos ayude a levantar cabeza, ni a mantener las calles más limpias, sino nosotros mismos, con lo que cada uno pueda. Y que a lo mejor, vaya, podemos cambiar el discurso del miedo por otro más esperanzador. Aunque eso pase por adoptar políticas que pongan coto a los apartamentos turísticos y faciliten el acceso a la vivienda, por ejemplo. O por preservar el patrimonio cultural y paisajístico frente a la ambición ciega del ladrillo. Siempre cabe decir eso de que en nuestra hambre mandamos nosotros. O, como escribió Samuel Beckett: cuando la mierda nos llega al cuello, lo único que podemos hacer es cantar. Ya sé que es mucho pedir, pero no dudaré en encomendarme a los Ángeles Celestiales de la calle Larios si hace falta. Feliz apocalipsis.
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